Los ojos del Cielo están fijos en la crisis que se aproxima; y, en su
apogeo, Dios intervendrá. En Apocalipsis hay profecías ominosas que
aplican a nuestro tiempo y mas allá de nuestro tiempo. Lea acerca de
ese tiempo cuando la protección de las leyes humanas será quitada a
aquellos que honran la Palabra de Dios, y que habrá un esfuerzo
simultáneo para su destrucción.
Y lea acerca de ese tiempo, que está muy cerca, cuando el firmamento
parece estar lleno de formas radiantes al regresar Jesús por sus
escogidos, su rostro brillando mas que el deslumbrante sol del
mediodía, mientras que el Rey de reyes desciende sobre una nube,
envuelto en llamas de fuego.
El pueblo de Dios—algunos en las celdas de las cárceles, otros
escondidos en ignorados escondrijos de bosques y montañas—invocan aún
la protección divina, mientras que por todas partes compañías de
hombres armados, instigados por legiones de ángeles malos, se disponen
a emprender la obra de muerte. Entonces, en la hora de supremo apuro,
es cuando el Dios de Israel intervendrá para librar a Sus escogidos.
El Señor dice: "Vosotros tendréis canción, como en noche en que se
celebra pascua; y alegría de corazón, como el que va . . . al monte de
Jehová, al Fuerte de Israel. Y Jehová hará oír Su voz potente, y hará
ver el descender de Su brazo, con furor de rostro, y llama de fuego
consumidor; con dispersión, con avenida, y piedra de granizo." Isaías
30:29, 30.
Multitudes de hombres perversos, profiriendo gritos de triunfo, burlas
e imprecaciones, están a punto de arrojarse sobre su presa, cuando de
pronto densas tinieblas, más sombrías que la obscuridad de la noche
caen sobre la tierra. Luego un arco iris, que refleja la gloria del
trono de Dios, se extiende de un lado a otro del cielo, y parece
envolver a todos los grupos en oración. Las multitudes encolerizadas
se sienten contenidas en el acto. Sus gritos de burla expiran en sus
labios. Olvidan el objeto de su ira sanguinaria. Con terribles
presentimientos contemplan el símbolo de la alianza divina, y ansían
ser amparadas de su deslumbradora claridad.
Los hijos de Dios oyen una voz clara y melodiosa que dice:
"Enderezaos," y, al levantar la vista al cielo, contemplan el arco de
la promesa. Las nubes negras y amenazadoras que cubrían el firmamento
se han desvanecido, y como Esteban, clavan la mirada en el cielo, y
ven la gloria de Dios y al Hijo del hombre sentado en Su trono. En Su
divina forma distinguen los rastros de Su humillación, y oyen brotar
de Sus labios la oración dirigida a Su Padre y a los santos ángeles:
"Yo quiero que aquellos también que me has dado, estén conmigo en
donde Yo estoy. Juan 17:24. Luego se oye una voz armoniosa y
triunfante, que dice: "¡Helos aquí! ¡Helos aquí! santos, inocentes e
inmaculados. Guardaron la palabra de Mi paciencia y andarán entre los
ángeles;" y de los labios pálidos y trémulos de los que guardaron
firmemente la fe, sube una aclamación de victoria.
Es a medianoche cuando Dios manifiesta Su poder para librar a Su
pueblo. Sale el sol en todo su esplendor. Sucédense señales y
prodigios con rapidez. Los malos miran la escena con terror y asombro,
mientras los justos contemplan con gozo las señales de su liberación.
La naturaleza entera parece trastornada. Los ríos dejan de correr.
Nubes negras y pesadas se levantan y chocan unas con otras. En medio
de los cielos conmovidos hay un claro de gloria indescriptible, de
donde baja la voz de Dios semejante al ruido de muchas aguas,
diciendo: "Hecho es." Apocalipsis 16:17.
Esa misma voz sacude los cielos y la tierra. Síguese un gran
terremoto, "cual no fue jamás desde que los hombres han estado sobre
la tierra." (Vers. 18.) El firmamento parece abrirse y cerrarse. La
gloria del trono de Dios parece cruzar la atmósfera. Los montes son
movidos como una caña al soplo del viento, y las rocas quebrantadas se
esparcen por todos lados. Se oye un estruendo como de cercana
tempestad. El mar es azotado con furor. Se oye el silbido del huracán,
como voz de demonios en misión de destrucción. Toda la tierra se
alborota e hincha como las olas del mar. Su superficie se raja. Sus
mismos fundamentos parecen ceder. Se hunden cordilleras. Desaparecen
islas habitadas. Los puertos marítimos que se volvieron como Sodoma
por su corrupción, son tragados por las enfurecidas olas. "La grande
Babilonia vino en memoria delante de Dios, para darle el cáliz del
vino del furor de Su ira." (Vers. 19.) Pedrisco grande, cada piedra,
"como del peso de un talento" (vers. 21), hace su obra de destrucción.
Las más soberbias ciudades de la tierra son arrasadas. Los palacios
suntuosos en que los magnates han malgastado sus riquezas en provecho
de su gloria personal, caen en ruinas ante su vista. Los muros de las
cárceles se parten de arriba abajo, y son libertados los hijos de Dios
que habían sido apresados por su fe.
Los sepulcros se abren, y "muchos de los que duermen en el polvo de la
tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para
vergüenza y confusión perpetua." Daniel 12:2. Todos los que murieron
en la fe del mensaje del tercer ángel, salen glorificados de la tumba,
para oír el pacto de paz que Dios hace con los que guardaron Su ley.
"Los que Le traspasaron" Apocalipsis 1:7, los que se mofaron y se
rieron de la agonía de Cristo y los enemigos más acérrimos de Su
verdad y de Su pueblo, son resucitados para mirarle en Su gloria y
para ver el honor con que serán recompensados los fieles y
obedientes.
Densas nubes cubren aún el firmamento; sin embargo el sol se abre paso
de vez en cuando, como si fuese el ojo vengador de Jehová. Fieros
relámpagos rasgan el cielo con fragor, envolviendo a la tierra en
claridad de llamaradas. Por encima del ruido aterrador de los truenos,
se oyen voces misteriosas y terribles que anuncian la condenación de
los impíos. No todos entienden las palabras pronunciadas; pero los
falsos maestros las comprenden perfectamente. Los que poco antes eran
tan temerarios, jactanciosos y provocativos, y que tanto se
regocijaban al ensañarse en el pueblo de Dios observador de sus
mandamientos, se sienten presa de consternación y tiemblan de terror.
Sus llantos dominan el ruido de los elementos. Los demonios confiesan
la divinidad de Cristo y tiemblan ante Su poder, mientras que los
hombres claman por misericordia y se revuelcan en terror abyecto.
Al considerar el día de Dios en santa visión, los antiguos profetas
exclamaron: "Aullad, porque cerca está el día de Jehová; vendrá como
asolamiento del Todopoderoso." "Métete en la piedra, escóndete en el
polvo, de la presencia espantosa de Jehová y del resplandor de Su
majestad. La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la
soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será ensalzado
en aquel día. Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo
soberbio y altivo, y sobre todo ensalzado; y será abatido." "Aquel día
arrojará el hombre, a los topos y murciélagos, sus ídolos de plata y
sus ídolos de oro, que le hicieron para que adorase; y se entrarán en
las hendiduras de las rocas y en las cavernas de las peñas, por la
presencia formidable de Jehová, y por el resplandor de Su majestad,
cuando se levantare para herir la tierra." Isaías 13:6; 2:10 12; 2:20,
21.
Por un desgarrón de las nubes una estrella arroja rayos de luz cuyo
brillo queda cuadruplicado por el contraste con la obscuridad.
Significa esperanza y júbilo para los fieles, pero severidad para los
transgresores de la ley de Dios. Los que todo lo sacrificaron por
Cristo están entonces seguros, como escondidos en los pliegues del
pabellón de Dios. Fueron probados, y ante el mundo y los
despreciadores de la verdad demostraron su fidelidad a Aquel que murió
por ellos. Un cambio maravilloso se ha realizado en aquellos que
conservaron su integridad ante la misma muerte. Han sido librados de
la sombría y terrible tiranía de los hombres vueltos demonios. Sus
semblantes, poco antes tan pálidos, tan llenos de ansiedad y tan
macilentos, brillan ahora de admiración, fe y amor. Sus voces se
elevan en canto triunfal: "Dios es nuestro refugio y fortaleza;
socorro muy bien experimentado en las angustias. Por tanto no
temeremos aunque la tierra sea conmovida, y aunque las montañas se
trasladen al centro de los mares; aunque bramen y se turben sus aguas,
aunque tiemblen las montañas a causa de su bravura." Salmo 46:1-3.
Mientras estas palabras de santa confianza se elevan hacia Dios, las
nubes se retiran, y el cielo estrellado brilla con esplendor
indescriptible en contraste con el firmamento negro y severo en ambos
lados. La magnificencia de la ciudad celestial rebosa por las puertas
entreabiertas. Entonces aparece en el cielo una mano que sostiene dos
tablas de piedra puestas una sobre otra. El profeta dice: "Denunciarán
los cielos Su justicia porque Dios es el juez." Salmo 50:6. Esta ley
santa, justicia de Dios, que entre truenos y llamas fue proclamada
desde el Sinaí como guía de la vida, se revela ahora a los hombres
como norma del juicio. La mano abre las tablas en las cuales se ven
los preceptos del Decálogo inscritos como con letras de fuego. Las
palabras son tan distintas que todos pueden leerlas. La memoria se
despierta, las tinieblas de la superstición y de la herejía
desaparecen de todos los espíritus, y las diez palabras de Dios,
breves, inteligibles y llenas de autoridad, se presentan a la vista de
todos los habitantes de la tierra.
Es imposible describir el horror y la desesperación de aquellos que
pisotearon los santos preceptos de Dios. El Señor les había dado Su
ley con la cual hubieran podido comparar su carácter y ver sus
defectos mientras que había aún oportunidad para arrepentirse y
reformarse; pero con el afán de asegurarse el favor del mundo,
pusieron a un lado los preceptos de la ley y enseñaron a otros a
transgredirlos. Se empeñaron en obligar al pueblo de Dios a que
profanase Su Sábado. Ahora los condena aquella misma ley que
despreciaran. Ya echan de ver que no tienen disculpa. Eligieron a
quién querían servir y adorar. "Entonces vosotros volveréis, y
echaréis de ver la diferencia que hay entre el justo y el injusto;
entre aquel que sirve a Dios, y aquel que no Le sirve." Malaquías
3:18.
Los enemigos de la ley de Dios, desde los ministros hasta el más
insignificante entre ellos, adquieren un nuevo concepto de lo que es
la verdad y el deber. Reconocen demasiado tarde que el día de reposo
del cuarto mandamiento es el sello del Dios vivo. Ven demasiado tarde
la verdadera naturaleza de su falso día de reposo y el fundamento
arenoso sobre el cual construyeron. Se dan cuenta de que han estado
luchando contra Dios. Los maestros de la religión condujeron las almas
a la perdición mientras profesaban guiarlas hacia las puertas del
paraíso. No se sabrá antes del día del juicio final cuán grande es la
responsabilidad de los que desempeñan un cargo sagrado, y cuán
terribles son los resultados de su infidelidad. Sólo en la eternidad
podrá apreciarse debidamente la pérdida de una sola alma. Terrible
será la suerte de aquel a quien Dios diga: Apártate, mal servidor.
Desde el cielo se oye la voz de Dios que proclama el día y la hora de
la venida de Jesús, y promulga a Su pueblo el pacto eterno. Sus
palabras resuenan por la tierra como el estruendo de los más
estrepitosos truenos. El Israel de Dios escucha con los ojos elevados
al cielo. Sus semblantes se iluminan con la gloria divina y brillan
cual brillara el rostro de Moisés cuando bajó del Sinaí. Los malos no
los pueden mirar. Y cuando la bendición es pronunciada sobre los que
honraron a Dios santificando Su Sábado, se oye un inmenso grito de
victoria.
Pronto aparece en el este una pequeña nube negra, de un tamaño como la
mitad de la palma de la mano. Es la nube que envuelve al Salvador y
que a la distancia parece rodeada de obscuridad. El pueblo de Dios
sabe que es la señal del Hijo del hombre. En silencio solemne la
contemplan mientras va acercándose a la tierra, volviéndose más
luminosa y más gloriosa hasta convertirse en una gran nube blanca,
cuya base es como fuego consumidor, y sobre ella el arco iris del
pacto. Jesús marcha al frente como un gran conquistador. Ya no es
"varón de dolores," que haya de beber el amargo cáliz de la ignominia
y de la maldición; victorioso en el cielo y en la tierra, viene a
juzgar a vivos y muertos. "Fiel y veraz," "en justicia juzga y hace
guerra." "Y los ejércitos que están en el cielo le seguían."
Apocalipsis 19:11, 14. Con cantos celestiales los santos ángeles, en
inmensa e innumerable muchedumbre, le acompañan en el descenso. El
firmamento parece lleno de formas radiantes,—"millones de millones, y
millares de millares." Ninguna pluma humana puede describir la escena,
ni mente mortal alguna es capaz de concebir su esplendor. "Su gloria
cubre los cielos, y la tierra se llena de su alabanza. También su
resplandor es como el fuego." Habacuc 3:3, 4. A medida que va
acercándose la nube viviente, todos los ojos ven al Príncipe de la
vida. Ninguna corona de espinas hiere ya Sus sagradas sienes, ceñidas
ahora por gloriosa diadema. Su rostro brilla más que la luz
deslumbradora del sol de mediodía. "Y en Su vestidura y en Su muslo
tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores."
Apocalipsis 19:16.
Ante Su presencia, "hanse tornado pálidos todos los rostros;" el
terror de la desesperación eterna se apodera de los que han rechazado
la misericordia de Dios. "Se deslíe el corazón, y se baten las
rodillas, . . . y palidece el rostro de todos." Jeremías 30:6; Nahum
2:10. Los justos gritan temblando: "¿Quién podrá estar firme?" Termina
el canto de los ángeles, y sigue un momento de silencio aterrador.
Entonces se oye la voz de Jesús, que dice: "¡Bástaos Mi gracia!" Los
rostros de los justos se iluminan y el corazón de todos se llena de
gozo. Y los ángeles entonan una melodía más elevada, y vuelven a
cantar al acercarse aún más a la tierra.
El Rey de reyes desciende en la nube, envuelto en llamas de fuego. El
cielo se recoge como un libro que se enrolla, la tierra tiembla ante
Su presencia, y todo monte y toda isla se mueven de sus lugares.
"Vendrá nuestro Dios, y no callará: fuego consumirá delante de El, y
en derredor Suyo habrá tempestad grande. Convocará a los cielos de
arriba, y a la tierra, para juzgar a Su pueblo." Salmo 50:3, 4.
"Y los reyes de la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los
capitanes, y los fuertes, y todo siervo y todo libre, se escondieron
en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y
a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de aquel
que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero: porque el
gran día de Su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?" Apocalipsis
6:15-17.
Cesaron las burlas. Callan los labios mentirosos. El choque de las
armas y el tumulto de la batalla, "con revolcamiento de vestidura en
sangre" Isaías 9:5, han concluido. Sólo se oyen ahora voces de
oración, llanto y lamentación. De las bocas que se mofaban poco antes,
estalla el grito: "El gran día de Su ira es venido; ¿y quién podrá
estar firme?" Los impíos piden ser sepultados bajo las rocas de las
montañas, antes que ver la cara de Aquel a quien han despreciado y
rechazado.
Conocen esa voz que penetra hasta el oído de los muertos. ¡Cuántas
veces Sus tiernas y quejumbrosas modulaciones no los han llamado al
arrepentimiento! ¡Cuántas veces no ha sido oída en las conmovedoras
exhortaciones de un amigo, de un hermano, de un Redentor! Para los que
rechazaron Su gracia, ninguna otra podría estar tan llena de
condenación ni tan cargada de acusaciones, como esta voz que tan a
menudo exhortó con estas palabras: "Volveos, volveos de vuestros
caminos malos, pues ¿por qué moriréis?" Ezequiel 33:11. ¡Oh, si sólo
fuera para ellos la voz de un extraño! Jesús dice: "Por cuanto llamé,
y no quisisteis; extendí Mi mano, y no hubo quien escuchase; antes
desechasteis todo consejo Mío, y Mi reprensión no quisisteis."
Proverbios 1:24, 25. Esa voz despierta recuerdos que ellos quisieran
borrar, de avisos despreciados, invitaciones rechazadas, privilegios
desdeñados.
Allí están los que se mofaron de Cristo en Su humillación. Con fuerza
penetrante acuden a su mente las palabras del Varón de dolores,
cuando, conjurado por el sumo sacerdote, declaró solemnemente: "Desde
ahora habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la diestra de la
potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo." Mateo 26:64.
Ahora le ven en Su gloria, y deben verlo aún sentado a la diestra del
poder divino.
Los que pusieron en ridículo Su aserto de ser el Hijo de Dios
enmudecen ahora. Allí está el altivo Herodes que se burló de Su título
real y mandó a los soldados escarnecedores que le coronaran. Allí
están los hombres mismos que con manos impías pusieron sobre Su cuerpo
el manto de grana, sobre Sus sagradas sienes la corona de espinas y en
Su dócil mano un cetro burlesco, y se inclinaron ante El con burlas de
blasfemia. Los hombres que golpearon y escupieron al Príncipe de la
vida, tratan de evitar ahora Su mirada penetrante y de huir de la
gloria abrumadora de Su presencia. Los que atravesaron con clavos Sus
manos y Sus pies, los soldados que Le abrieron el costado, consideran
esas señales con terror y remordimiento.
Los sacerdotes y los escribas recuerdan los acontecimientos del
Calvario con claridad aterradora. Llenos de horror recuerdan cómo,
moviendo sus cabezas con exaltación satánica, exclamaron: "A otros
salvó, a Sí Mismo no puede salvar: si es el Rey de Israel, descienda
ahora de la cruz, y creeremos en El. Confió en Dios; líbrele ahora si
Le quiere."Mateo 27:42, 43.
Recuerdan a lo vivo la parábola de los labradores que se negaron a
entregar a su señor los frutos de la viña, que maltrataron a sus
siervos y mataron a su hijo. También recuerdan la sentencia que ellos
mismos pronunciaron: "A los malos destruirá miserablemente" el señor
de la viña. Los sacerdotes y escribas ven en el pecado y en el castigo
de aquellos malos labradores su propia conducta y su propia y merecida
suerte. Y entonces se levanta un grito de agonía mortal. Más fuerte
que los gritos de "¡Sea crucificado! ¡Sea crucificado!" que resonaron
por las calles de Jerusalén, estalla el clamor terrible y desesperado:
"¡Es el Hijo de Dios! ¡Es el verdadero Mesías!" Tratan de huir de la
presencia del Rey de reyes. En vano tratan de esconderse en las hondas
cuevas de la tierra desgarrada por la conmoción de los elementos.
En la vida de todos los que rechazan la verdad, hay momentos en que la
conciencia se despierta, en que la memoria evoca el recuerdo aterrador
de una vida de hipocresía, y el alma se siente atormentada de vanos
pesares. Mas ¿qué es eso comparado con el remordimiento que se
experimentará aquel día "cuando viniere cual huracán vuestro espanto,
y vuestra calamidad, como torbellino"? Proverbios 1:27. Los que
habrían querido matar a Cristo y a Su pueblo fiel son ahora testigos
de la gloria que descansa sobre ellos. En medio de su terror oyen las
voces de los santos que exclaman en unánime júbilo: "¡He aquí éste es
nuestro Dios, Le hemos esperado, y nos salvará!" Isaías 25:9.
Entre las oscilaciones de la tierra, las llamaradas de los relámpagos
y el fragor de los truenos, el Hijo de Dios llama a la vida a los
santos dormidos. Dirige una mirada a las tumbas de los justos, y
levantando luego las manos al cielo, exclama: "¡Despertaos,
despertaos, despertaos, los que dormís en el polvo, y levantaos!" Por
toda la superficie de la tierra, los muertos oirán esa voz; y los que
la oigan vivirán. Y toda la tierra repercutirá bajo las pisadas de la
multitud extraordinaria de todas las naciones, tribus, lenguas y
pueblos. De la prisión de la muerte sale revestida de gloria inmortal
gritando: "¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu
victoria?" 1 Corintios 15:55. Y los justos vivos unen sus voces a las
de los santos resucitados en prolongada y alegre aclamación de
victoria.
Todos salen de sus tumbas de igual estatura que cuando en ellas fueran
depositados. Adán, que se encuentra entre la multitud resucitada, es
de soberbia altura y formas majestuosas, de porte poco inferior al del
Hijo de Dios. Presenta un contraste notable con los hombres de las
generaciones posteriores; en este respecto se nota la gran
degeneración de la raza humana. Pero todos se levantan con la lozanía
y el vigor de eterna juventud. Al principio, el hombre fue creado a la
semejanza de Dios, no sólo en carácter, sino también en lo que se
refiere a la forma y a la fisonomía. El pecado borró e hizo
desaparecer casi por completo la imagen divina; pero Cristo vino a
restaurar lo que se había malogrado. El transformará nuestros cuerpos
viles y los hará semejantes a la imagen de Su cuerpo glorioso. La
forma mortal y corruptible, desprovista de gracia, manchada en otro
tiempo por el pecado, se vuelve perfecta, hermosa e inmortal. Todas
las imperfecciones y deformidades quedan en la tumba. Reintegrados en
su derecho al árbol de la vida, en el desde tanto tiempo perdido Edén,
los redimidos crecerán hasta alcanzar la estatura perfecta de la raza
humana en su gloria primitiva. Las últimas señales de la maldición del
pecado serán quitadas, y los fieles discípulos de Cristo aparecerán en
"la hermosura de Jehová nuestro Dios," reflejando en espíritu, cuerpo
y alma la imagen perfecta de su Señor. ¡Oh maravillosa redención, tan
descrita y tan esperada, contemplada con anticipación febril, pero
jamás enteramente comprendida!
Los justos vivos son mudados "en un momento, en un abrir de ojo." A la
voz de Dios fueron glorificados; ahora son hechos inmortales, y
juntamente con los santos resucitados son arrebatados para recibir a
Cristo su Señor en los aires. Los ángeles "juntarán Sus escogidos de
los cuatro vientos, de un cabo del cielo hasta el otro." Santos
ángeles llevan niñitos a los brazos de sus madres. Amigos, a quienes
la muerte tenía separados desde largo tiempo, se reúnen para no
separarse más, y con cantos de alegría suben juntos a la ciudad de
Dios.
En cada lado del carro nebuloso hay alas, y debajo de ellas, ruedas
vivientes; y mientras el carro asciende las ruedas gritan: "¡Santo!" y
las alas, al moverse, gritan: "¡Santo!" y el cortejo de los ángeles
exclama: " ¡Santo, santo, santo, es el Señor Dios, el Todopoderoso!" Y
los redimidos exclaman: " ¡Aleluya!" mientras el carro se adelanta
hacia la nueva Jerusalén.
Antes de entrar en la ciudad de Dios, el Salvador confiere a Sus
discípulos los emblemas de la victoria, y los cubre con las insignias
de su dignidad real. Las huestes resplandecientes son dispuestas en
forma de un cuadrado hueco en derredor de su Rey, cuya majestuosa
estatura sobrepasa en mucho a la de los santos y de los ángeles, y
cuyo rostro irradia amor benigno sobre ellos. De un cabo a otro de la
innumerable hueste de los redimidos, toda mirada está fija en El, todo
ojo contempla la gloria de Aquel cuyo aspecto fue desfigurado "más que
el de cualquier hombre, y Su forma más que la de los hijos de
Adam."
Sobre la cabeza de los vencedores, Jesús coloca con Su propia diestra
la corona de gloria. Cada cual recibe una corona que lleva su propio
"nombre nuevo" Apocalipsis 2:17, y la inscripción: "Santidad a
Jehová." A todos se les pone en la mano la palma de la victoria y el
arpa brillante. Luego que los ángeles que mandan dan la nota, todas
las manos tocan con maestría las cuerdas de las arpas, produciendo
dulce música en ricos y melodiosos acordes. Dicha indecible estremece
todos los corazones, y cada voz se eleva en alabanzas de
agradecimiento. "Al que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados
con Su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y Su Padre;
a El sea gloria e imperio para siempre jamás." Apocalipsis 1:5, 6.
Delante de la multitud de los redimidos se encuentra la ciudad santa.
Jesús abre ampliamente las puertas de perla, y entran por ellas las
naciones que guardaron la verdad. Allí contemplan el paraíso de Dios,
el hogar de Adán en su inocencia. Luego se oye aquella voz, más
armoniosa que cualquier música que haya acariciado jamás el oído de
los hombres, y que dice: "Vuestro conflicto ha terminado." "Venid,
benditos de Mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde
la fundación del mundo."
Entonces se cumple la oración del Salvador por sus discípulos: "Padre,
aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, ellos estén
también conmigo." A aquellos a quienes rescató con Su sangre, Cristo
los presenta al Padre "delante de Su gloria irreprensibles, con grande
alegría" Judas 24., diciendo: "¡Heme aquí a Mí, y a los hijos que Me
diste!" "A los que Me diste, Yo los guardé." ¡Oh maravillas del amor
redentor! ¡qué dicha aquella cuando el Padre eterno, al ver a los
redimidos verá Su imagen, ya desterrada la discordia del pecado y sus
manchas quitadas, y a lo humano una vez más en armonía con lo
divino!
Con amor inexpresable, Jesús admite a sus fieles "en el gozo de su
Señor." El Salvador se regocija al ver en el reino de gloria las almas
que fueron salvadas por Su agonía y humillación. Y los redimidos
participarán de este gozo, al contemplar entre los bienvenidos a
aquellos a quienes ganaron para Cristo por sus oraciones, sus trabajos
y sacrificios de amor. Al reunirse en torno del gran trono blanco,
indecible alegría llenará sus corazones cuando noten a aquellos a
quienes han conquistado para Cristo, y vean que uno ganó a otros, y
éstos a otros más, para ser todos llevados al puerto de descanso donde
depositarán sus coronas a los pies de Jesús y Le alabarán durante los
siglos sin fin de la eternidad.
Cuando se da la bienvenida a los redimidos en la ciudad de Dios, un
grito triunfante de admiración llena los aires. Los dos Adanes están a
punto de encontrarse. El Hijo de Dios está en pie con los brazos
extendidos para recibir al padre de nuestra raza—al ser que El creó,
que pecó contra Su Hacedor, y por cuyo pecado el Salvador lleva las
señales de la crucifixión. Al distinguir Adán las cruentas señales de
los clavos, no se echa en los brazos de Su Señor, sino que se
prosterna humildemente a Sus pies, exclamando: "¡Digno, digno es el
Cordero que fue inmolado!" El Salvador lo levanta con ternura, y le
invita a contemplar nuevamente la morada edénica de la cual ha estado
desterrado por tanto tiempo.
Después de su expulsión del Edén, la vida de Adán en la tierra estuvo
llena de pesar. Cada hoja marchita, cada víctima ofrecida en
sacrificio, cada ajamiento en el hermoso aspecto de la naturaleza,
cada mancha en la pureza del hombre, le volvían a recordar su pecado.
Terrible fue la agonía del remordimiento cuando notó que aumentaba la
iniquidad, y que en contestación a sus advertencias, se le tachaba de
ser él mismo causa del pecado. Con paciencia y humildad soportó, por
cerca de mil años, el castigo de su transgresión. Se arrepintió
sinceramente de su pecado y confió en los méritos del Salvador
prometido, y murió en la esperanza de la resurrección. El Hijo de Dios
reparó la culpa y caída del hombre, y ahora, merced a la obra de
propiciación, Adán es restablecido a su primitiva soberanía.
Transportado de dicha, contempla los árboles que hicieron una vez su
delicia—los mismos árboles cuyos frutos recogiera en los días de su
inocencia y dicha. Ve las vides que sus propias manos cultivaron, las
mismas flores que se gozaba en cuidar en otros tiempos. Su espíritu
abarca toda la escena; comprende que éste es en verdad el Edén
restaurado y que es mucho más hermoso ahora que cuando él fue
expulsado. El Salvador le lleva al árbol de la vida, toma sus fruto
glorioso y se lo ofrece para comer. Adán mira en torno suyo y nota a
una multitud de los redimidos de su familia que se encuentra en el
paraíso de Dios. Entonces arroja su brillante corona a los pies de
Jesús, y, cayendo sobre Su pecho, abraza al Redentor. Toca luego el
arpa de oro, y por las bóvedas del cielo repercute el canto triunfal:
"¡Digno, digno, digno es el Cordero, que fue inmolado y volvió a
vivir!" La familia de Adán repite los acordes y arroja sus coronas a
los pies del Salvador, inclinándose ante El en, adoración.
Presencian esta reunión los ángeles que lloraron por la caída de Adán
y se regocijaron cuando Jesús, una vez resucitado, ascendió al cielo
después de haber abierto el sepulcro para todos aquellos que creyesen
en Su nombre. Ahora contemplan el cumplimiento de la obra de redención
y unen sus voces al cántico de alabanza.
Delante del trono, sobre el mar de cristal,—ese mar de vidrio que
parece revuelto con fuego por lo mucho que resplandece con la gloria
de Dios—hállase reunida la compañía de los que salieron victoriosos
"de la bestia, y de su imagen, y de su señal, y del número de su
nombre." Con el Cordero en el monte de Sión, "teniendo las arpas de
Dios," están en pie los ciento cuarenta y cuatro mil que fueron
redimidos de entre los hombres; se oye una voz, como el estruendo de
muchas aguas y como el estruendo de un gran trueno, "una voz de
tañedores de arpas que tañían con sus arpas." Cantan "un cántico
nuevo" delante del trono, un cántico que nadie podía aprender sino
aquellos ciento cuarenta y cuatro mil. Es el cántico de Moisés y del
Cordero, un canto de liberación. Ninguno sino los ciento cuarenta y
cuatro mil pueden aprender aquel cántico, pues es el cántico de su
experiencia—una experiencia que ninguna otra compañía ha conocido
jamás. Son "éstos, los que siguen al Cordero por donde quiera que
fuere." Habiendo sido trasladados de la tierra, de entre los vivos,
son contados por "primicias para Dios y para el Cordero." Apocalipsis
15:2, 3; 14:1-5. "Estos son los que han venido de grande tribulación;"
han pasado por el tiempo de angustia cual nunca ha sido desde que ha
habido nación; han sentido la angustia del tiempo de la aflicción de
Jacob; han estado sin intercesor durante el derramamiento final de los
juicios de Dios. Pero han sido librados, pues "han lavado sus ropas, y
las han blanqueado en la sangre del Cordero." "En sus bocas no ha sido
hallado engaño; están sin mácula" delante de Dios. "Por esto están
delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en Su templo; y el
que está sentado sobre el trono tenderá Su pabellón sobre ellos."
Apocalipsis 7:14, 15. Han visto la tierra asolada con hambre y
pestilencia, al sol que tenía el poder de quemar a los hombres con un
intenso calor, y ellos mismos han soportado padecimientos, hambre y
sed. Pero "no tendrán más hambre, ni sed, y el sol no caerá sobre
ellos, ni otro ningún calor. Porque el Cordero que está en medio del
trono los pastoreará, y los guiará a fuentes vivas de aguas: y Dios
limpiará toda lágrima de los ojos de ellos." Apocalipsis 7:14-17.
En todo tiempo, los elegidos del Señor fueron educados y disciplinados
en la escuela de la prueba. Anduvieron en los senderos angostos de la
tierra; fueron purificados en el horno de la aflicción. Por causa de
Jesús sufrieron oposición, odio y calumnias. Le siguieron a través de
luchas dolorosas; se negaron a sí mismos y experimentaron amargos
desengaños. Por su propia dolorosa experiencia conocieron los males
del pecado, su poder, la culpabilidad que entraña y su maldición; y lo
miran con horror. Al darse cuenta de la magnitud del sacrificio hecho
para curarlo, se sienten humillados ante sí mismos, y sus corazones se
llenan de una gratitud y alabanza que no pueden apreciar los que nunca
cayeron. Aman mucho porque se les ha perdonado mucho. Habiendo
participado de los sufrimientos de Cristo, están en condición de
participar con El de Su gloria.
Los herederos de Dios han venido de buhardillas, chozas, cárceles,
cadalsos, montañas, desiertos, cuevas de la tierra, y de las cavernas
del mar. En la tierra fueron "pobres, angustiados, maltratados."
Millones bajaron a la tumba cargados de infamia, porque se negaron
terminantemente a ceder a las pretensiones engañosas de Satanás. Los
tribunales humanos los sentenciaron como a los más viles criminales.
Pero ahora "Dios es el juez." Salmo 50:6. Ahora los fallos de la
tierra son invertidos. "Quitará la afrenta de Su pueblo." Isaías 25:8.
"Y llamarles han Pueblo Santo, Redimidos de Jehová." El ha dispuesto
"darles gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar del luto,
manto de alegría en lugar del espíritu angustiado." Isaías 62:12;
61:3. Ya no seguirán siendo débiles, afligidos, dispersos y oprimidos.
De aquí en adelante estarán siempre con el Señor. Están ante el trono,
más ricamente vestidos que jamás lo fueron los personajes más honrados
de la tierra. Están coronados con diademas más gloriosas que las que
jamás ciñeron los monarcas de la tierra. Pasaron para siempre los días
de sufrimiento y llanto. El Rey de gloria ha secado las lágrimas de
todos los semblantes; toda causa de pesar ha sido alejada. Mientras
agitan las palmas, dejan oír un canto de alabanza, claro, dulce y
armonioso; cada voz se une a la melodía, hasta que entre las bóvedas
del cielo repercute el clamor: "Salvación a nuestro Dios que está
sentado sobre el trono, y al Cordero." "Amén: La bendición y la gloria
y la sabiduría, y la acción de gracias y la honra y la potencia y la
fortaleza, sean a nuestro Dios para siempre jamás." Apocalipsis 7: 10,
12.
En esta vida, podemos apenas empezar a comprender el tema maravilloso
de la redención. Con nuestra inteligencia limitada podemos considerar
con todo fervor la ignominia y la gloria, la vida y la muerte, la
justicia y la misericordia que se tocan en la cruz; pero ni con la
mayor tensión de nuestras facultades mentales llegamos a comprender
todo su significado. La largura y anchura, la profundidad y altura del
amor redentor se comprenden tan sólo confusamente. El plan de la
redención no se entenderá por completo ni siquiera cuando los
rescatados vean como serán vistos ellos mismos y conozcan como serán
conocidos; pero a través de las edades sin fin, nuevas verdades se
desplegarán continuamente ante la mente admirada y deleitada. Aunque
las aflicciones, las penas y las tentaciones terrenales hayan
concluido, y aunque la causa de ellas haya sido suprimida, el pueblo
de Dios tendrá siempre un conocimiento claro e inteligente de lo que
costó su salvación.
La cruz de Cristo será la ciencia y el canto de los redimidos durante
toda la eternidad. En el Cristo glorificado, contemplarán al Cristo
crucificado. Nunca olvidarán que Aquel cuyo poder creó los mundos
innumerables y los sostiene a través de la inmensidad del espacio, el
Amado de Dios, la Majestad del cielo, Aquel a quien los querubines y
los serafines resplandecientes se deleitan en adorarse humilló para
levantar al hombre caído; que llevó la culpa y el oprobio del pecado,
y sintió el ocultamiento del rostro de Su Padre, hasta que la
maldición de un mundo perdido quebrantó Su corazón y Le arrancó la
vida en la cruz del Calvario. El hecho de que el Hacedor de todos los
mundos, el Arbitro de todos los destinos, dejase Su gloria y se
humillase por amor al hombre, despertará eternamente la admiración y
adoración del universo. Cuando las naciones de los salvos miren a su
Redentor y vean la gloria eterna del Padre brillar en Su rostro;
cuando contemplen Su trono, que es desde la eternidad hasta la
eternidad, y sepan que Su reino no tendrá fin, entonces prorrumpirán
en un cántico de júbilo: "¡Digno, digno es el Cordero que fue
inmolado, y nos ha redimido para Dios con Su propia preciosísima
sangre!"
El misterio de la cruz explica todos los demás misterios. A la luz que
irradia del Calvario, los atributos de Dios que nos llenaban de temor
respetuoso nos resultan hermosos y atractivos. Se ve que la
misericordia, la compasión y el amor paternal se unen a la santidad,
la justicia y el poder. Al mismo tiempo que contemplamos la majestad
de Su trono, tan grande y elevado, vemos Su carácter en Sus
manifestaciones misericordiosas y comprendemos, como nunca antes, el
significado del apelativo conmovedor: "Padre Nuestro."
Se echará de ver que Aquel cuya sabiduría es infinita no hubiera
podido idear otro plan para salvarnos que el del sacrificio de Su
Hijo. La compensación de este sacrificio es la dicha de poblar la
tierra con seres rescatados, santos, felices e inmortales. El
resultado de la lucha del Salvador contra las potestades de las
tinieblas es la dicha de los redimidos, la cual contribuirá a la
gloria de Dios por toda la eternidad. Y tal es el valor del alma, que
el Padre está satisfecho con el precio pagado; y Cristo mismo, al
considerar los resultados de Su gran sacrificio, no lo está menos.