Qué verdad puede ser más obvia que la que es repetida vez tras vez en
la Biblia? Con todo esto, el pronto regreso de Jesús a esta tierra es
una de las verdades que muchos no conocen.
Miremos lo que la Escritura dice acerca de ese glorioso día que está a
las puertas, el día en que Cristo regresará a este planeta a recoger a
los suyos.
UNA de las verdades más solemnes y más gloriosas que revela la Biblia,
es la de la segunda venida de Cristo para completar la gran obra de la
redención. Al pueblo peregrino de Dios, que por tanto tiempo hubo de
morar "en región y sombra de muerte," le es dada una valiosa esperanza
inspiradora de alegría con la promesa de la venida de Aquel que es "la
resurrección y la vida" para hacer "volver a su propio desterrado." La
doctrina del segundo advenimiento es verdaderamente la nota tónica de
las Sagradas Escrituras. Desde el día en que la primera pareja se
alejara apesadumbrada del Edén, los hijos de la fe han esperado la
venida del Prometido que había de aniquilar el poder destructor de
Satanás y volverlos a llevar al paraíso perdido. Hubo santos desde los
antiguos tiempos que miraban hacia el tiempo del advenimiento glorioso
del Mesías como hacia la consumación de sus esperanzas. Enoc, que se
contó entre la séptima generación descendiente de los que moraran en
el Edén y que por tres siglos anduvo con Dios en la tierra, pudo
contemplar desde lejos la venida del Libertador. "He aquí que viene el
Señor, con las huestes innumerables de sus santos ángeles, para
ejecutar juicio sobre todos." Judas 14, 15. El patriarca Job, en la
lobreguez de su aflicción, exclamaba con confianza inquebrantable:
"Pues yo sé que mi Redentor vive, y que en lo venidero ha de
levantarse sobre la tierra; . . . aun desde mi carne he de ver a Dios;
a quien yo tengo de ver por mí mismo, y mis ojos le mirarán; y ya no
como a un extraño." Job 19:25-27.
La venida de Cristo que ha de inaugurar el reino de la justicia, ha
inspirado los más sublimes y conmovedores acentos de los escritores
sagrados. Los poetas y profetas de la Biblia hablaron de ella con
ardientes palabras de fuego celestial. El salmista cantó el poder y la
majestad del Rey de Israel: "¡Desde Sión, perfección de la hermosura,
ha resplandecido Dios! Vendrá nuestro Dios, y no guardará silencio....
Convocará a los altos cielos, y a la tierra, para juzgar a su pueblo."
"Alégrense los cielos, y gócese la tierra . . . delante de Jehová;
porque viene, sí, porque viene a juzgar la tierra. ¡Juzgará al mundo
con justicia, y a los pueblos con su verdad!" Salmo 50:2-4; 96;
11:13.
El profeta Isaías dice: "¡Despertad, y cantad, vosotros que moráis en
el polvo! porque como el rocío de hierbas es tu rocío, y la tierra
echará fuera los muertos." "¡Vivirán tus muertos; los cadáveres de mi
pueblo se levantarán!" "¡Tragado ha a la muerte para siempre; y Jehová
el Señor enjugará las lágrimas de sobre todas las caras, y quitará el
oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra! porque Jehová así lo ha
dicho. Y se dirá en aquel día: ¡He aquí, éste es nuestro Dios; le
hemos esperado, y él nos salvará! ¡éste es Jehová, le hemos esperado;
estaremos alegres, y nos regocijaremos en su salvación!" Isaías 26:19;
25:8, 9.
Habacuc también, arrobado en santa visión, vio la venida de Cristo.
"¡Viene Dios desde Temán, y el Santo desde el monte Parán: Su gloria
cubre los cielos, y la tierra se llena de su alabanza! También su
resplandor es como el fuego." "¡Se para y mide la tierra! ¡echa una
mirada, y hace estremecer a las naciones! se esparcen también como
polvo las montañas sempiternas, se hunden los collados eternos, ¡Suyos
son los senderos de la eternidad!" "Para que cabalgues sobre Tus
caballos, sobre Tus carros de salvación." "¡Te ven las montañas, y se
retuercen en angustia: . . . el abismo da su voz y levanta en alto sus
manos! ¡El sol y la luna se paran en sus moradas! a la luz de sus
flechas pasan adelante, al brillo de su relumbrante lanza." "Sales
para la salvación de Tu pueblo, para la salvación de Tu ungido."
Habacuc 3:3-13.
Cuando el Señor estuvo a punto de separarse de sus discípulos, los
consoló en su aflicción asegurándoles que volvería: "¡No se turbe
vuestro corazón! . . . En la casa de mi Padre muchas moradas hay; . .
. voy a prepararos el lugar. Y si yo fuere y os preparare el lugar,
vendré otra vez, y os recibiré conmigo." "Cuando el Hijo del hombre
vendrá en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará
sobre el trono de su gloria; y delante de él serán juntadas todas las
naciones." Juan 14:1-3; Mateo 25:31, 32.
Los ángeles que estuvieron en el Monte de los Olivos después de la
ascensión de Cristo, repitieron a los discípulos la promesa de volver
que él les hiciera: "Este mismo Jesús que ha sido tomado de vosotros
arriba al cielo, así vendrá del mismo modo que le habéis visto ir al
cielo." Y el apóstol Pablo, hablando por inspiración, asegura: "El
Señor mismo descenderá del cielo con mandato soberano, con la voz del
arcángel y con trompeta de Dios." El profeta de Patmos dice: "¡He aquí
que viene con las nubes, y todo ojo le verá!" Hechos 1:11; 1
Tesalonicenses 4: 16; Apocalipsis 1:7.
En torno de su venida se agrupan las glorias de "la restauración de
todas las cosas, de la cual habló Dios por boca de sus santos
profetas, que ha habido desde la antigüedad." Entonces será
quebrantado el poder del mal que tanto tiempo duró; "¡el reino del
mundo" vendrá "a ser el reino de nuestro Señor y de su Cristo; y él
reinará para siempre jamás!" "¡Será manifestada la gloria de Jehová, y
la verá toda carne juntamente!" "Jehová hará crecer justicia y
alabanza en presencia de todas las naciones." El "será corona de
gloria y diadema de hermosura para el resto de su pueblo." Hechos
3:21; Apocalipsis 11:15; Isaías 40:5; 61:11; 28:5.
Entonces el reino de paz del Mesías esperado por tan largo tiempo,
será establecido por toda la tierra. "Jehová ha consolado a Sión, ha
consolado todas sus desolaciones; y ha convertido su desierto en un
Edén, y su soledad en jardín de Jehová." "La gloria del Líbano le será
dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón." "Ya no serás llamada Azuba
[Dejada], y tu tierra en adelante no será llamada Asolamiento, sino
que serás llamada Héfzi-ba [mi deleite en ella], y tu tierra, Beúla
[Casada]." "De la manera que el novio se regocija sobre la novia, así
tu Dios se regocijará sobre ti." Isaías 51:3; 35:2; 62:4, 5.
La venida del Señor ha sido en todo tiempo la esperanza de sus
verdaderos discípulos. La promesa que hizo el Salvador al despedirse
en el Monte de los Olivos, de que volvería, iluminó el porvenir para
sus discípulos al llenar sus corazones de una alegría y una esperanza
que las penas no podían apagar ni las pruebas disminuir. Entre los
sufrimientos y las persecuciones, "el aparecimiento en gloria del gran
Dios y Salvador nuestro, Jesucristo" era la "esperanza
bienaventurada." Cuando los cristianos de Tesalónica, agobiados por el
dolor, enterraban a sus amados que habían esperado vivir hasta ser
testigos de la venida del Señor, Pablo, su maestro, les recordaba la
resurrección, que había de verificarse cuando viniese el Señor.
Entonces los que hubiesen muerto en Cristo resucitarían, y juntamente
con los vivos serían arrebatados para recibir a Cristo en el aire. "Y
así—dijo—estaremos siempre con el Señor. Consolaos pues los unos a los
otros con estas palabras." 1 Tesalonicenses 4.16-18.
En la isla peñascosa de Patmos, el discípulo amado oyó la promesa:
"Ciertamente, vengo en breve." Y su anhelante respuesta expresa la
oración que la iglesia exhaló durante toda su peregrinación: "¡Ven,
Señor Jesús!" Apocalipsis 22:20.
Desde la cárcel, la hoguera y el patíbulo, donde los santos y los
mártires dieron testimonio de la verdad, llega hasta nosotros a través
de los siglos la expresión de su fe y esperanza. Estando "seguros de
la resurrección personal de Cristo, y, por consiguiente, de la suya
propia, a la venida de Aquel—como dice uno de estos cristianos,—ellos
despreciaban la muerte y la superaban."—Daniel T. Taylor, The Reign of
Christ on Earth; or, The Voice ot the Church in all Ages, pág. 33.
Estaban dispuestos a bajar a la tumba, a fin de que pudiesen
"resucitar libertados." Esperaban al "Señor que debía venir del cielo
entre las nubes con la gloria de su Padre," "trayendo para los justos
el reino eterno." Los valdenses acariciaban la misma fe. Wiclef
aguardaba la aparición del Redentor como la esperanza de la iglesia.
Id., págs. 54, 129-134.
Lutero declaró: "Estoy verdaderamente convencido de que el día del
juicio no tardará más de trescientos años. Dios no quiere ni puede
sufrir por más tiempo a este mundo malvado." "Se acerca el gran día en
que el reino de las abominaciones será derrocado."—Id., págs. 158,
134.
"Este viejo mundo no está lejos de su fin," decía Melanchton. Calvino
invita a los cristianos a "desear sin vacilar y con ardor el día de la
venida de Cristo como el más propicio de todos los acontecimientos," y
declara que "toda la familia de los fieles no perderá de vista ese
día." "Debemos tener hambre de Cristo—dice—debemos buscarle,
contemplarle hasta la aurora de aquel gran día en que nuestro Señor
manifestará la gloria de su reino en su plenitud."—Ibid.
"¿No llevó acaso nuestro Señor Jesús nuestra carne al cielo? —dice
Knox, el reformador escocés,—¿y no ha de regresar por ventura? Sabemos
que volverá, y esto con prontitud." Ridley y Látimer, que dieron su
vida por la verdad, esperaban con fe la venida del Señor. Ridley
escribió: "El mundo llega sin duda a su fin. Así lo creo y por eso lo
digo. Clamemos del fondo de nuestros corazones a nuestro Salvador,
Cristo, con Juan el siervo de Dios: Ven, Señor Jesús, ven."—Id., págs.
151, 145.
"El pensar en la venida del Señor—decía Baxter—es dulce en extremo
para mí y me llena de alegría." "Es obra de fe y un rasgo
característico de sus santos desear con ansia su advenimiento y vivir
con tan bendita esperanza." "Si la muerte es el último enemigo que ha
de ser destruido en la resurrección, podemos representarnos con cuánto
ardor los creyentes esperarán y orarán por la segunda venida de
Cristo, cuando esta completa y definitiva victoria será alcanzada."
"Ese es el día que todos los creyentes deberían desear con ansia por
ser el día en que habrá de quedar consumada toda la obra de su
redención, cumplidos todos los deseos y esfuerzos de sus almas."
"¡Apresura, oh Señor, ese día bendito!"—Ricardo Baxter Works, tomo 17,
págs. 555; 500; 182, 183. Tal fue la esperanza de la iglesia
apostólica, de la "iglesia del desierto," y de los reformadores.
No sólo predecían las profecías cómo ha de producirse la venida de
Cristo y el objeto de ella, sino también las señales que iban a
anunciar a los hombres cuándo se acercaría ese acontecimiento. Jesús
dijo: "Habrá señales en el sol, y en la luna, y en las estrellas."
Lucas 21:25. "El sol se obscurecerá, y la luna no dará su resplandor;
y las estrellas caerán del cielo, y las virtudes que están en los
cielos serán conmovidas; y entonces verán al Hijo del hombre, que
vendrá en las nubes con mucha potestad y gloria." Marcos 13:24-26. El
revelador describe así la primera de las señales que iban a preceder
el segundo advenimiento: "Fue hecho un gran terremoto; y el sol se
puso negro como un saco de cilicio, y la luna se puso toda como
sangre." Apocalipsis 6: 12.
Estas señales se vieron antes de principios del siglo XIX. En
cumplimiento de esta profecía, en 1755 se sintió el más espantoso
terremoto que se haya registrado. Aunque generalmente se lo llama el
terremoto de Lisboa, se extendió por la mayor parte de Europa, Africa
y América. Se sintió en Groenlandia, en las Antillas, en la isla de
Madera, en Noruega, en Suecia, en Gran Bretaña e Irlanda. Abarcó por
lo menos diez millones de kilómetros cuadrados. La conmoción fue casi
tan violenta en Africa como en Europa. Gran parte de Argel fue
destruida; y a corta distancia de Marruecos, un pueblo de ocho a diez
mil habitantes desapareció en el abismo. Una ola formidable barrió las
costas de España y Africa, sumergiendo ciudades y causando inmensa
desolación.
Fue en España y Portugal donde la sacudida alcanzó su mayor violencia.
Se dice que en Cádiz, la oleada llegó a sesenta pies de altura.
Algunas de las montañas "más importantes de Portugal fueron sacudidas
hasta sus cimientos y algunas de ellas se abrieron en sus cumbres, que
quedaron partidas de un modo asombroso, en tanto que trozos enormes se
desprendieron sobre los valles adyacentes. Se dice que de esas
montañas salieron llamaradas de fuego."—Sir Carlos Lyell, Principles
of Geology, pág. 495.
En Lisboa "se oyó bajo la tierra un ruido de trueno, e inmediatamente
después una violenta sacudida derribó la mayor parte de la ciudad. En
unos seis minutos murieron sesenta mil personas. El mar se retiró
primero y dejó seca la barra, luego volvió en una ola que se elevaba
hasta cincuenta pies sobre su nivel ordinario." "Entre los sucesos
extraordinarios ocurridos en Lisboa durante la catástrofe, se cuenta
la sumersión del nuevo malecón, construido completamente de mármol y
con ingente gasto. Un gran gentío se había reunido allí en busca de un
sitio fuera del alcance del derrumbe general; pero de pronto el muelle
se hundió con todo el gentío que lo llenaba, y ni uno de los cadáveres
salió jamás a la superficie." —Ibid .
"La sacudida" del terremoto "fue seguida instantáneamente del
hundimiento de todas las iglesias y conventos, de casi todos los
grandes edificios públicos y más de la cuarta parte de las casas. Unas
horas después estallaron en diferentes barrios incendios que se
propagaron con tal violencia durante casi tres días que la ciudad
quedó completamente destruida. El terremoto sobrevino en un día de
fiesta en que las iglesias y conventos estaban llenos de gente, y
escaparon muy pocas personas." —Encyclopaedia Americana, art. Lisboa,
nota (ed. 1831). "El terror del pueblo era indescriptible. Nadie
lloraba: el siniestro superaba la capacidad de derramar lágrimas.
Todos corrían de un lado a otro, delirantes de horror y espanto,
golpeándose la cara y el pecho, gritando: ‘¡Misericordia! ¡Llegó el
fin del mundo!’ Las madres se olvidaban de sus hijos y corrían de un
lado a otro llevando crucifijos. Desgraciadamente, muchos corrieron a
refugiarse en las iglesias; pero en vano se expuso el sacramento; en
vano aquella pobre gente abrazaba los altares; imágenes, sacerdotes y
feligreses fueron envueltos en la misma ruina." Se calcula que noventa
mil personas perdieron la vida en aquel aciago día.
Veinticinco años después apareció la segunda señal mencionada en la
profecía: el obscurecimiento del sol y de la luna. Lo que hacía esto
aun más sorprendente, era la circunstancia de que el tiempo de su
cumplimiento había sido indicado de un modo preciso. En su
conversación con los discípulos en el Monte de los Olivos, después de
describir el largo período de prueba por el que debía pasar la
iglesia, es decir, los mil doscientos sesenta años de la persecución
papal, acerca de los cuales había prometido que la tribulación sería
acortada, el Salvador mencionó en las siguientes palabras ciertos
acontecimientos que debían preceder su venida y fijó además el tiempo
en que se realizaría el primero de éstos: "En aquellos días, después
de aquella aflicción, el sol se obscurecerá, y la luna no dará su
resplandor." Marcos 13:24. Los 1.260 días, o años, terminaron en 1798.
La persecución había concluido casi por completo desde hacía casi un
cuarto de siglo. Después de esta persecución, según las palabras de
Cristo, el sol debía obscurecerse. Pues bien, el 19 de mayo de 1780 se
cumplió esta profecía.
"Único o casi único en su especie, por lo misterioso del hasta ahora
inexplicado fenómeno que en él se verificó,.... fue el día obscuro del
19 de mayo de 1780, inexplicable obscurecimiento de todo el cielo
visible y atmósfera de Nueva Inglaterra."—R. M. Devens, Our First
Century pág. 89.
Un testigo ocular que vivía en Massachusetts describe el
acontecimiento del modo siguiente: "Por la mañana salió el sol
despejado, pero pronto se anubló. Las nubes fueron espesándose y del
seno de la obscuridad que ostentaban brillaron relámpagos, se oyeron
truenos y descargóse leve aguacero. A eso de las nueve, las nubes se
atenuaron y, revistiendo un tinte cobrizo, demudaron el aspecto del
suelo, peñas y árboles al punto que no parecían ser de nuestra tierra.
A los pocos minutos, un denso nubarrón negro se extendió por todo el
firmamento dejando tan sólo un estrecho borde en el horizonte, y
haciendo tan obscuro el día como suele serlo en verano a las nueve de
la noche....
"Temor, zozobra y terror se apoderaron gradualmente de los ánimos.
Desde las puertas de sus casas, las mujeres contemplaban la lóbrega
escena; los hombres volvían de las faenas del campo; el carpintero
dejaba las herramientas, el herrero la fragua, el comerciante el
mostrador. Los niños fueron despedidos de las escuelas y huyeron a sus
casas llenos de miedo. Los caminantes hacían alto en la primera casa
que encontraban. ¿Qué va a pasar? preguntaban todos. No parecía sino
que un huracán fuera a desatarse por toda la región, o que el día del
juicio estuviera inminente.
"Hubo que prender velas, y la lumbre del hogar brillaba como en noche
de otoño sin luna.... Las aves se recogieron en sus gallineros, el
ganado se juntó en sus encierros, las ranas cantaron, los pájaros
entonaron sus melodías del anochecer, y los murciélagos se pusieron a
revolotear. Sólo el hombre sabía que no había llegado la noche....
"El Dr. N. Whittaker, pastor de la iglesia del Tabernáculo, en Salem,
dirigió cultos en la sala de reuniones, y predicó un sermón en el cual
sostuvo que la obscuridad era sobre- natural. Otras congregaciones
también se reunieron en otros puntos. En todos los casos, los textos
de los sermones improvisados fueron los que parecían indicar que la
obscuridad concordaba con la profecía bíblica.... La obscuridad
alcanzó su mayor densidad poco después de las once."—The Essex
Antiquarian abril de 1899, tomo 3, No. 4, págs. 53, 54. "En la mayor
parte del país fue tanta la obscuridad durante el día, que la gente no
podía decir qué hora era ni por reloj de bolsillo ni por reloj de
pared. Tampoco pudo comer, ni atender a los quehaceres de casa sin
vela prendida....
"La extensión de esta obscuridad fue también muy notable. Se la
observó al este hasta Falmouth, y al oeste, hasta la parte más lejana
del estado de Connecticut y en la ciudad de Albany; hacia el sur fue
observada a lo largo de toda la costa, y por el norte lo fue hasta
donde se extendían las colonias americanas."—Guillermo Gordon, History
of the Rise, Progress, and Establishment of the Independence of the
U.S.A., tomo 3, pág. 57.
La profunda obscuridad del día fue seguida, una o dos horas antes de
la caída de la tarde, por un aclaramiento parcial del cielo, pues
apareció el sol, aunque obscurecido por una neblina negra y densa.
"Después de la puesta del sol, las nubes volvieron a apiñarse y
obscureció muy pronto." "La obscuridad de la noche no fue menos
extraordinaria y terrorífica que la del día, pues no obstante ser casi
tiempo de luna llena, ningún objeto se distinguía sin la ayuda de luz
artificial, la cual vista de las casas vecinas u otros lugares
distantes parecía pasar por una obscuridad como la de Egipto, casi
impenetrable para sus rayos."—Isaías Thomas, Massachusetts Spy; or
American Oracle of Liberty, tomo 9, No. 472 (25 de mayo, 1780). Un
testigo ocular de la escena dice: "No pude substraerme, en aquel
momento, a la idea de que si todos los cuerpos luminosos del universo
hubiesen quedado envueltos en impenetrable obscuridad, o hubiesen
dejado de existir, las tinieblas no habrían podido ser más
intensas."—Carta del Dr. S. Tenney, de Exeter, N. H., diciembre de
1785 (Massachusetts Historical Society Collections, 1792, serie 1,
tomo 1, pág. 97). Aunque la luna llegó aquella noche a su plenitud,
"no logró en lo más mínimo disipar las sombras sepulcrales." Después
de media noche desapareció la obscuridad, y cuando la luna volvió a
verse, parecía de sangre.
El 19 de mayo de 1780 figura en la historia como el "día obscuro."
Desde el tiempo de Moisés, no se ha registrado jamás período alguno de
obscuridad tan densa y de igual extensión y duración. La descripción
de este acontecimiento que han hecho los historiadores no es más que
un eco de las palabras del Señor, expresadas por el profeta Joel, dos
mil quinientos años antes de su cumplimiento: "El sol se tornará en
tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y
espantoso de Jehová." Joel 2:31.
Cristo había mandado a sus discípulos que se fijasen en las señales de
su advenimiento, y que se alegrasen cuando viesen las pruebas de que
se acercaba. "Cuando estas cosas comenzaren a hacerse—dijo,—mirad, y
levantad vuestras cabezas, porque vuestra redención está cerca." Llamó
la atención de sus discípulos a los árboles a punto de brotar en
primavera, y dijo: "Cuando ya brotan, viéndolo, de vosotros mismos
entendéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando
viereis hacerse estas cosas, entended que está cerca el reino de
Dios." Lucas 21:28, 30, 31.
Pero a medida que el espíritu de humildad y piedad fue reemplazado en
la iglesia por el orgullo y formalismo, se enfriaron el amor a Cristo
y la fe en su venida. Absorbido por la mundanalidad y la búsqueda de
placeres, el profeso pueblo de Dios fue quedando ciego y no vio las
instrucciones del Señor referentes a las señales de su venida. La
doctrina del segundo advenimiento había sido descuidada; los pasajes
de las Sagradas Escrituras que a ella se refieren fueron obscurecidos
por falsas interpretaciones, hasta quedar ignorados y olvidados casi
por completo. Tal fue el caso especialmente en las iglesias de los
Estados Unidos de Norteamérica. La libertad y comodidad de que gozaban
todas las clases de la sociedad, el deseo ambicioso de riquezas y
lujo, que creaba una atención exclusiva a juntar dinero, la ardiente
persecución de la popularidad y del poder, que parecían estar al
alcance de todos, indujeron a los hombres a concentrar sus intereses y
esperanzas en las cosas de esta vida, y a posponer para el lejano
porvenir aquel solemne día en que el presente estado de cosas habrá de
acabar.
Cuando el Salvador dirigió la atención de sus discípulos hacia las
señales de su regreso, predijo el estado de apostasía que existiría
precisamente antes de su segundo advenimiento. Habría, como en los
días de Noé, actividad febril en los negocios mundanos y sed de
placeres, y los seres humanos iban a comprar, vender, sembrar,
edificar, casarse y darse en matrimonio, olvidándose entre tanto de
Dios y de la vida futura. La amonestación de Cristo para los que
vivieran en aquel tiempo es: "Mirad, pues, por vosotros mismos, no sea
que vuestros corazones sean entorpecidos con la glotonería, y la
embriaguez, y los cuidados de esta vida, y así os sobrevenga de
improviso aquel día." "Velad, pues, en todo tiempo, y orad, a fin de
que logréis evitar todas estas cosas que van a suceder, y estar en pie
delante del Hijo del hombre." Lucas 21:34, 36.
La condición en que se hallaría entonces la iglesia está descrita en
las palabras del Salvador en el Apocalipsis: "Tienes nombre que vives,
y estás muerto." Y a los que no quieren dejar su indolente descuido,
se les dirige el solemne aviso: "Si no velares, vendré a ti como
ladrón, y no sabrás en qué hora vendré a ti." Apocalipsis 3:1, 3.
Era necesario despertar a los hombres y hacerles sentir su peligro
para inducirlos a que se preparasen para los solemnes acontecimientos
relacionados con el fin del tiempo de gracia. El profeta de Dios
declara: "Grande es el día de Jehová, y muy terrible: ¿quién lo podrá
sufrir?" Joel 2:11. ¿Quién soportará la aparición de Aquel de quien
está escrito: "Tú eres de ojos demasiado puros para mirar el mal, ni
puedes contemplar la iniquidad"? Habacuc 1:13. Para los que claman:
"Dios mío, Te hemos conocido," y sin embargo han quebrantado su pacto
y se apresuraron tras otro dios, encubriendo la iniquidad en sus
corazones y amando las sendas del pecado, para los tales "será el día
de Jehová tinieblas, y no luz; oscuridad, que no tiene resplandor."
Oseas 8:2, 1; Salmo 16:4; Amós 5:20. "Sucederá en aquel tiempo—dice el
Señor—que yo registraré a Jerusalem con lámparas, y castigaré a los
hombres que, como vino, están asentados sobre sus heces; los cuales
dicen en su corazón: ¡Jehová no hará bien, ni tampoco hará mal!"
"Castigaré el mundo por su maldad, y los impíos por su iniquidad; y
acabaré con la arrogancia de los presumidos, y humillaré la altivez de
los terribles." ‘¡No podrá librarlos su plata ni su oro;" "y sus
riquezas vendrán a ser despojo, y sus casas una desolación." Sofonías
1:12, 18, 13; Isaías 13:11.
El profeta Jeremías mirando hacia lo por venir, hacia aquel tiempo
terrible, exclamó: "¡Se conmueve mi corazón; no puede estarse quieto,
por cuanto has oído, oh alma mía, el sonido de la trompeta y la alarma
de guerra! ¡Destrucción sobre destrucción es anunciada!" Jeremías
4:19, 20.
"Día de ira es aquel día; día de apretura y de angustia, día de
devastación y desolación, día de tinieblas y de espesa obscuridad, día
de nubes y densas tinieblas; día de trompeta y de grito de guerra."
"He aquí que viene el día de Jehová, . . . para convertir la tierra en
desolación, y para destruir de en medio de ella sus pecadores."
Sofonías 1:15, 16; Isaías 13:9.
Ante la perspectiva de aquel gran día, la Palabra de Dios exhorta a su
pueblo del modo más solemne y expresivo a que despierte de su letargo
espiritual, y a que busque su faz con arrepentimiento y humillación:
"¡Tocad trompeta en Sión, y sonad alarma en mi santo monte! ¡tiemblen
todos los moradores de la tierra! porque viene el día de Jehová,
porque está ya cercano." "¡Proclamad riguroso ayuno! ¡convocad
asamblea solemnísima! ¡Reunid al pueblo! ¡proclamad una convocación
obligatoria! ¡congregad a los ancianos! ¡juntad a los muchachos! . . .
¡salga el novio de su recámara, y la novia de su tálamo! Entre el
pórtico y el altar, lloren los sacerdotes, ministros de Jehová."
"Volveos a mí de todo vuestro corazón; con ayuno también, y con
llanto, y con lamentos; rasgad vuestros corazones y no vuestros
vestidos, y volveos a Jehová vuestro Dios; porque él es clemente y
compasivo, lento en iras y grande en misericordia." Joel 2:1, 15-17,
12, 13.
Una gran obra de reforma debía realizarse para preparar a un pueblo
que pudiese subsistir en el día de Dios. El Señor vio que muchos de
los que profesaban pertenecer a su pueblo no edificaban para la
eternidad, y en su misericordia iba a enviar una amonestación para
despertarlos de su estupor e inducirlos a prepararse para la venida de
su Señor.
Esta amonestación nos es presentada en el capítulo catorce del
Apocalipsis. En él encontramos un triple mensaje proclamado por seres
celestiales y seguido inmediatamente por la venida del Hijo del hombre
para segar "la mies de la tierra." La primera de estas amonestaciones
anuncia la llegada del juicio. El profeta vio un ángel "volando en
medio del cielo, teniendo un evangelio eterno que anunciar a los que
habitan sobre la tierra, y a cada nación, y tribu, y lengua, y pueblo;
y dice a gran voz: ¡Temed a Dios y dadle gloria; porque ha llegado la
hora de su juicio; y adorad al que hizo el cielo y la tierra, y el mar
y las fuentes de agua!" Apocalipsis 14:6, 7.
Este mensaje es declarado parte del "evangelio eterno." La predicación
del Evangelio no ha sido encargada a los ángeles, sino a los hombres.
En la dirección de esta obra se han empleado ángeles santos y ellos
tienen a su cargo los grandes movimientos para la salvación de los
hombres, pero la proclamación misma del Evangelio es llevada a cabo
por los siervos de Cristo en la tierra.
Hombres fieles, obedientes a los impulsos del Espíritu de Dios y a las
enseñanzas de su Palabra, iban a pregonar al mundo esta amonestación.
Eran los que habían estado atentos a la "firme . . . palabra
profética," la "lámpara que luce en un lugar tenebroso, hasta que el
día esclarezca, y el lucero nazca." 2 Pedro 1:19. Habían estado
buscando el conocimiento de Dios más que todos los tesoros escondidos,
estimándolo más que "la ganancia de plata," y "su rédito" más "que el
oro puro." Proverbios 3.14. Y el Señor les reveló los grandes asuntos
del reino. "El secreto de Jehová es para los que le temen; y a ellos
hará conocer su alianza." Salmo 25:14.
Los que llegaron a comprender esta verdad y se dedicaron a proclamarla
no fueron los teólogos eruditos. Si éstos hubiesen sido centinelas
fieles y hubieran escudriñado las Santas Escrituras con diligencia y
oración, habrían sabido qué hora era de la noche; las profecías les
habrían revelado los acontecimientos que estaban por realizarse. Pero
tal no fue su actitud, y fueron hombres más humildes los que
proclamaron el mensaje. Jesús había dicho: "Andad entre tanto que
tenéis luz, porque no os sorprendan las tinieblas." Juan 12:35. Los
que se apartan de la luz que Dios les ha dado, o no la procuran cuando
está a su alcance, son dejados en las tinieblas. Pero el Salvador dice
también: "El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la
luz de la vida." Juan 8:12. Cualquiera que con rectitud de corazón
trate de hacer la voluntad de Dios siguiendo atentamente la luz que ya
le ha sido dada, recibirá aun más luz, a esa alma le será enviada
alguna estrella de celestial resplandor para guiarla a la plenitud de
la verdad.
Cuando se produjo el primer advenimiento de Cristo, los sacerdotes y
los fariseos de la ciudad santa, a quienes fueran confiados los
oráculos de Dios, habrían podido discernir las señales de los tiempos
y proclamar la venida del Mesías prometido. La profecía de Miqueas
señalaba el lugar de su nacimiento. Miqueas 5:2. Daniel especificaba
el tiempo de su advenimiento. Daniel 9:25. Dios había encomendado
estas profecías a los caudillos de Israel; no tenían pues excusa por
no saber que el Mesías estaba a punto de llegar y por no habérselo
dicho al pueblo. Su ignorancia era resultado de culpable descuido. Los
judíos estaban levantando monumentos a los profetas de Dios que habían
sido muertos, mientras que con la deferencia con que trataban a los
grandes de la tierra estaban rindiendo homenaje a los siervos de
Satanás. Absortos en sus luchas ambiciosas por los honores mundanos y
el poder, perdieron de vista los honores divinos que el Rey de los
cielos les había ofrecido.
Los ancianos de Israel deberían haber estudiado con profundo y
reverente interés el lugar, el tiempo, las circunstancias del mayor
acontecimiento de la historia del mundo: la venida del Hijo de Dios
para realizar la redención del hombre. Todo el pueblo debería haber
estado velando y esperando para hallarse entre los primeros en saludar
al Redentor del mundo. En vez de todo esto, vemos, en Belén, a dos
caminantes cansados que vienen de los collados de Nazaret, y que
recorren toda la longitud de la angosta calle del pueblo hasta el
extremo este de la ciudad, buscando en vano lugar de descanso y abrigo
para la noche. Ninguna puerta se abre para recibirlos. En un miserable
cobertizo para el ganado, encuentran al fin un refugio, y allí fue
donde nació el Salvador del mundo.
Los ángeles celestiales habían visto la gloria de la cual el Hijo de
Dios participaba con el Padre antes que el mundo existiese, y habían
esperado con intenso interés su advenimiento en la tierra como
acontecimiento del mayor gozo para todos los pueblos. Fueron escogidos
ángeles para llevar las buenas nuevas a los que estaban preparados
para recibirlas, y que gozosos las darían a conocer a los habitantes
de la tierra. Cristo había condescendido en revestir la naturaleza
humana; iba a llevar una carga infinita de desgracia al ofrendar su
alma por el pecado; sin embargo los ángeles deseaban que aun en su
humillación el Hijo del Altísimo apareciese ante los hombres con la
dignidad y gloria que correspondían a su carácter. ¿Se juntarían los
grandes de la tierra en la capital de Israel para saludar su venida?
¿Sería presentado por legiones de ángeles a la muchedumbre que le
esperara?
Un ángel desciende a la tierra para ver quiénes están preparados para
dar la bienvenida a Jesús. Pero no puede discernir señal alguna de
expectación. No oye ninguna voz de alabanza ni de triunfo que anuncie
que la venida del Mesías es inminente. El ángel se cierne durante un
momento sobre la ciudad escogida y sobre el templo donde durante
siglos y siglos se manifestara la divina presencia; pero allí también
se nota la misma indiferencia. Con pompa y orgullo, los sacerdotes
ofrecen sacrificios impuros en el templo. Los fariseos hablan al
pueblo con grandes voces, o hacen oraciones jactanciosas en las
esquinas de las calles. En los palacios de los reyes, en las reuniones
de los filósofos, en las escuelas de los rabinos, nadie piensa en el
hecho maravilloso que ha llenado todo el cielo de alegría y alabanzas,
el hecho de que el Redentor de los hombres está a punto de hacer su
aparición en la tierra.
No hay señal de que se espere a Cristo ni preparativos para recibir al
Príncipe de la vida. Asombrado, el mensajero celestial está a punto de
volverse al cielo con la vergonzosa noticia, cuando descubre un grupo
de pastores que están cuidando sus rebaños durante la noche, y que al
contemplar el cielo estrellado, meditan en la profecía de un Mesías
que debe venir a la tierra y anhelan el advenimiento del Redentor del
mundo. Aquí tenemos un grupo de seres humanos preparado para recibir
el mensaje celestial. Y de pronto aparece el ángel del Señor
proclamando las buenas nuevas de gran gozo. La gloria celestial inunda
la llanura, una compañía innumerable de ángeles aparece, y, como si el
júbilo fuese demasiado para ser traído del cielo por un solo
mensajero, una multitud de voces entonan la antífona que todas las
legiones de los rescatados cantarán un día: "Gloria en las alturas a
Dios, y sobre la tierra paz; entre los hombres buena voluntad!" Lucas
2:14.
¡Oh! ¡qué lección encierra esta maravillosa historia de Belén! ¡Qué
reconvención para nuestra incredulidad, nuestro orgullo y amor propio!
¡Cómo nos amonesta a que tengamos cuidado, no sea que por nuestra
criminal indiferencia, nosotros también dejemos de discernir las
señales de los tiempos, y no conozcamos el día de nuestra
visitación!
No fue sólo sobre los collados de Judea, ni entre los humildes
pastores, donde los ángeles encontraron a quienes velaban esperando la
venida del Mesías. En tierra de paganos había también quienes le
esperaban; eran sabios, ricos y nobles filósofos del oriente.
Observadores de la naturaleza, los magos habían visto a Dios en sus
obras. Por las Escrituras hebraicas tenían conocimiento de la estrella
que debía proceder de Jacob, y con ardiente deseo esperaban la venida
de Aquel que sería no sólo la "consolación de Israel," sino una "luz
para iluminación de las naciones" y "salvación hasta los fines de la
tierra." Lucas 2:25, 32; Hechos 13:47. Buscaban luz, y la luz del
trono de Dios iluminó su senda. Mientras los sacerdotes y rabinos de
Jerusalén, guardianes y expositores titulados de la verdad, quedaban
envueltos en tinieblas, la estrella enviada del cielo guió a los
gentiles del extranjero al lugar en que el Rey acababa de nacer.
Es "para la salvación de los que le esperan" para lo que Cristo
aparecerá "la segunda vez, sin pecado." Hebreos 9:28. Como las nuevas
del nacimiento del Salvador, el mensaje del segundo advenimiento no
fue confiado a los caudillos religiosos del pueblo. No habían
conservado éstos la unión con Dios, y habían rehusado la luz divina;
por consiguiente no se encontraban entre aquellos de quienes habla el
apóstol Pablo cuando dice: "Vosotros, empero, hermanos, no estáis en
tinieblas, para que aquel día a vosotros os sorprenda como ladrón:
porque todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; nosotros
no somos de la noche, ni de las tinieblas." 1 Tesalonicenses 5:4,
5.
Los centinelas apostados sobre los muros de Sión deberían haber sido
los primeros en recoger como al vuelo las buenas nuevas del
advenimiento del Salvador, los primeros en alzar la voz para
proclamarle cerca y advertir al pueblo que se preparase para su
venida. Pero en vez de eso, estaban soñando tranquilamente en paz,
mientras el pueblo seguía durmiendo en sus pecados. Jesús vio su
iglesia, semejante a la higuera estéril, cubierta de hojas de
presunción y sin embargo carente de rica fruta. Se observaban con
jactancia las formas de religión, mientras que faltaba el espíritu de
verdadera humildad, arrepentimiento y fe, o sea lo único que podía
hacer aceptable el servicio ofrecido a Dios. En lugar de los frutos
del Espíritu, lo que se notaba era orgullo, formalismo, vanagloria,
egoísmo y opresión. Era aquélla una iglesia apóstata que cerraba los
ojos a las señales de los tiempos. Dios no la había abandonado ni
había dejado de ser fiel para con ella; pero ella se alejó de él y se
apartó de su amor. Como se negara a satisfacer las condiciones,
tampoco las promesas divinas se cumplieron para con ella.
Esto es lo que sucede infaliblemente cuando se dejan de apreciar y
aprovechar la luz y los privilegios que Dios concede. A menos que la
iglesia siga el sendero que le abre la Providencia, y aceptando cada
rayo de luz, cumpla todo deber que le sea revelado, la religión
degenerará inevitablemente en mera observancia de formas, y el
espíritu de verdadera piedad desaparecerá. Esta verdad ha sido
demostrada repetidas veces en la historia de la iglesia. Dios requiere
de su pueblo obras de fe y obediencia que correspondan a las
bendiciones y privilegios que él le concede. La obediencia requiere
sacrificios y entraña una cruz; y por esto fueron tantos los profesos
discípulos de Cristo que se negaron a recibir la luz del cielo, y,
como los judíos de antaño, no conocieron el tiempo de su visitación.
Lucas 19:44. A causa de su orgullo e incredulidad, el Señor los dejó a
un lado y reveló su verdad a los que, cual los pastores de Belén y los
magos de oriente, prestaron atención a toda la luz que habían
recibido.
"El hacer tu voluntad, Dios mío, hame agradado; Y tu ley está en medio
de mis entrañas." Salmo 40:8.
"Mas ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un
mejor pacto, . . . Por lo cual, este es el pacto que ordenaré . . .
Después de aquellos días, dice el Señor: Daré mis leyes en el alma de
ellos, Y sobre el corazón de ellos las escribiré." Hebreos 8:6,
10.
"Ahora pues, si diereis oído á mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros
seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda
la tierra." Exodo 19:5.
" Y habló Jehová con vosotros de en medio del fuego: oisteis la voz de
sus palabras, mas á excepción de oir la voz, ninguna figura visteis: Y
él os anunció su pacto, el cual os mandó poner por obra, las diez
palabras; y escribiólas en dos tablas de piedra." Deuteronomio
4:12-13.
Qué sucede cuando alguien dedica su vida a Dios— luego abre la Biblia
y empieza a estudiarla cuidadosamente–por años?
Hay fuerza en la Palabra de Dios. Y hay una riqueza de conocimiento en
sus profecías. La Biblia abierta es la base de muchos potentes
reavivamientos–reavivamientos que cambian las vidas de los
hombres—
Un agricultor íntegro y de corazón recto, que había llegado a dar de
la autoridad divina de las Santas Escrituras, pero que deseaba
sinceramente conocer la verdad, fue el hombre especialmente escogido
por Dios para dar principio a la proclamación de la segunda venida de
Cristo. Como otros muchos reformadores, Guillermo Miller había
batallado con la pobreza en su juventud, y así había aprendido grandes
lecciones de energía y abnegación. Los miembros de la familia de que
descendía se habían distinguido por un espíritu independiente y amante
de la libertad, por su capacidad de resistencia y ardiente
patriotismo; y estos rasgos sobresalían también en el carácter de
Guillermo. Su padre fue capitán en la guerra de la independencia
norteamericana, y a los sacrificios que hizo durante las luchas de
aquella época tempestuosa pueden achacarse las circunstancias
apremiantes que rodearon la juventud de Miller.
Poseía una robusta constitución, y ya desde su niñez dio pruebas de
una inteligencia poco común, que se fue acentuando con la edad. Su
espíritu era activo y bien desarrollado, y ardiente su sed de saber.
Aunque no gozara de las ventajas de una instrucción académica, su amor
al estudio y el hábito de reflexionar cuidadosamente, junto con su
agudo criterio, hacían de él un hombre de sano juicio y de vasta
comprensión. Su carácter moral era irreprochable, y gozaba de
envidiable reputación, siendo generalmente estimado por su integridad,
su frugalidad y su benevolencia. A fuerza de energía y aplicación no
tardó en adquirir bienestar, si bien conservó siempre sus hábitos de
estudio. Desempeñó con éxito varios cargos civiles y militares, y el
camino hacia la riqueza y los honores parecía estarle ampliamente
abierto.
Su madre era mujer de verdadera piedad, de modo que durante su
infancia estuvo sujeto a influencias religiosas. Sin embargo, siendo
aún niño tuvo trato con deístas, cuya influencia fue reforzada por el
hecho de que la mayoría de ellos eran buenos ciudadanos y hombres de
disposiciones humanitarias y benévolas. Viviendo como vivían en medio
de instituciones cristianas, sus caracteres habían sido modelados
hasta cierto punto por el medio ambiente. Debían a la Biblia las
cualidades que les granjeaban respeto y confianza; y no obstante, tan
hermosas dotes se habían malogrado hasta ejercer influencia contra la
Palabra de Dios. Al rozarse con esos hombres Miller llegó a adoptar
sus opiniones. Las interpretaciones corrientes de las Sagradas
Escrituras presentaban dificultades que le parecían insuperables; pero
como, al paso que sus nuevas creencias le hacían rechazar la Biblia no
le ofrecían nada mejor con que substituirla, distaba mucho de estar
satisfecho. Sin embargo conservó esas ideas cerca de doce años. Pero a
la edad de treinta y cuatro, el Espíritu Santo obró en su corazón y le
hizo sentir su condición de pecador. No hallaba en su creencia
anterior seguridad alguna de dicha para más allá de la tumba. El
porvenir se le presentaba sombrío y tétrico. Refiriéndose años después
a los sentimientos que le embargaban en aquel entonces, dijo:
"El pensar en el aniquilamiento me helaba y me estremecía, y el tener
que dar cuenta me parecía entrañar destrucción segura para todos. El
cielo antojábaseme de bronce sobre mi cabeza, y la tierra hierro bajo
mis pies. La eternidad—¿qué era? y la muerte ¿por qué existía? Cuanto
más discurría, tanto más lejos estaba de la demostración. Cuanto más
pensaba, tanto más divergentes eran las conclusiones a que llegaba.
Traté de no pensar más; pero ya no era dueño de mis pensamientos. Me
sentía verdaderamente desgraciado, pero sin saber por qué. Murmuraba y
me quejaba, pero no sabía de quién. Sabía que algo andaba mal, pero no
sabía ni dónde ni cómo encontrar lo correcto y justo. Gemía, pero lo
hacía sin esperanza."
En ese estado permaneció varios meses. "De pronto—dice,—el carácter de
un Salvador se grabó hondamente en mi espíritu. Me pareció que bien
podía existir un Ser tan bueno y compasivo que expiara nuestras
transgresiones, y nos librara así de sufrir la pena del pecado. Sentí
inmediatamente cuán amable había de ser este Alguien, y me imaginé que
podría yo echarme en sus brazos y confiar en su misericordia. Pero
surgió la pregunta: ¿cómo se puede probar la existencia de tal Ser?
Encontré que, fuera de la Biblia, no podía obtener prueba alguna de la
existencia de semejante Salvador, o siquiera de una existencia
futura....
"Discerní que la Biblia presentaba precisamente un Salvador como el
que yo necesitaba; pero no veía cómo un libro no inspirado pudiera
desarrollar principios tan perfectamente adaptados a las necesidades
de un mundo caído. Me vi obligado a admitir que las Sagradas
Escrituras debían ser una revelación de Dios. Llegaron a ser mi
deleite; y encontré en Jesús un amigo. El Salvador vino a ser para mí
el más señalado entre diez mil; y las Escrituras, que antes eran
obscuras y contradictorias, se volvieron entonces antorcha a mis pies
y luz a mi senda. Mi espíritu obtuvo calma y satisfacción. Encontré
que el Señor Dios era una Roca en medio del océano de la vida. La
Biblia llegó a ser entonces mi principal objeto de estudio, y puedo
decir en verdad que la escudriñaba con gran deleite. Encontré que no
se me había dicho nunca ni la mitad de lo que contenía. Me admiraba de
que no hubiese visto antes su belleza y magnificencia, y de que
hubiese podido rechazarla. En ella encontré revelado todo lo que mi
corazón podía desear, y un remedio para toda enfermedad del alma.
Perdí enteramente el gusto por otra lectura, y me apliqué de corazón a
adquirir sabiduría de Dios."—S. Bliss, Memoirs of Wm. Miller, págs.
65-67.
Miller hizo entonces pública profesión de fe en la religión que había
despreciado antes. Pero sus compañeros incrédulos no tardaron en
aducir todos aquellos argumentos de que él mismo había echado mano a
menudo contra la autoridad divina de las Santas Escrituras. El no
estaba todavía preparado para contestarles; pero se dijo que si la
Biblia es una revelación de Dios, debía ser consecuente consigo misma;
y que habiendo sido dada para instrucción del hombre, debía estar
adaptada a su inteligencia. Resolvió estudiar las Sagradas Escrituras
por su cuenta, y averiguar si toda contradicción aparente no podía
armonizarse.
Procurando poner a un lado toda opinión preconcebida y prescindiendo
de todo comentario, comparó pasaje con pasaje con la ayuda de las
referencias marginales y de la concordancia. Prosiguió su estudio de
un modo regular y metódico; empezando con el Génesis y leyendo
versículo por versículo, no pasaba adelante sino cuando el que estaba
estudiando quedaba aclarado, dejándole libre de toda perplejidad.
Cuando encontraba algún pasaje obscuro, solía compararlo con todos los
demás textos que parecían tener alguna referencia con el asunto en
cuestión. Reconocía a cada palabra el sentido que le correspondía en
el tema de que trataba el texto, y si la idea que de él se formaba
armonizaba con cada pasaje colateral, la dificultad desaparecía. Así,
cada vez que daba con un pasaje difícil de comprender, encontraba la
explicación en alguna otra parte de las Santas Escrituras. A medida
que estudiaba y oraba fervorosamente para que Dios le alumbrara, lo
que antes le había parecido obscuro se le aclaraba. Experimentaba la
verdad de las palabras del salmista: "El principio de tus palabras
alumbra; hace entender a los simples." Salmo 119:130.
Con profundo interés estudió los libros de Daniel y el Apocalipsis,
siguiendo los mismos principios de interpretación que en los demás
libros de la Biblia, y con gran gozo comprobó que los símbolos
proféticos podían ser comprendidos. Vio que, en la medida en que se
habían cumplido, las profecías lo habían hecho literalmente; que todas
las diferentes figuras, metáforas, parábolas, similitudes, etc., o
estaban explicadas en su contexto inmediato, o los términos en que
estaban expresadas eran definidos en otros pasajes; y que cuando eran
así explicados debían ser entendidos literalmente. "Así me
convencí—dice— de que la Biblia es un sistema de verdades reveladas
dadas con tanta claridad y sencillez, que el que anduviere en el
camino trazado por ellas, por insensato que fuere, no tiene por qué
extraviarse."—Bliss, pág. 70. Eslabón tras eslabón de la cadena de la
verdad descubierta vino a recompensar sus esfuerzos, a medida que paso
a paso seguía las grandes líneas de la profecía. Angeles del cielo
dirigían sus pensamientos y descubrían las Escrituras a su
inteligencia.
Tomando por criterio el modo en que las profecías se habían cumplido
en lo pasado, para considerar el modo en que se cumplirían las que
quedaban aún por cumplirse, se convenció de que el concepto popular
del reino espiritual de Cristo—un milenio temporal antes del fin del
mundo—no estaba fundado en la Palabra de Dios. Esta doctrina que
indicaba mil años de justicia y de paz antes de la venida personal del
Señor, difería para un futuro muy lejano los terrores del día de Dios.
Pero, por agradable que ella sea, es contraria a las enseñanzas de
Cristo y de sus apóstoles, quienes declaran que el trigo y la cizaña
crecerán juntos hasta la siega al fin del mundo; que "los malos
hombres y los engañadores, irán de mal en peor;" que "en los postreros
días vendrán tiempos peligrosos;" y que el reino de las tinieblas
subsistirá hasta el advenimiento del Señor y será consumido por el
espíritu de su boca y destruido con el resplandor de su venida. Mateo
13:30, 38-41; 2 Timoteo 3:13, 1; 2 Tesalonicenses 2:8.
La doctrina de la conversión del mundo y del reino espiritual de
Cristo no era sustentada por la iglesia apostólica. No fue
generalmente aceptada por los cristianos hasta casi a principios del
siglo XVIII. Como todos los demás errores, éste también produjo malos
resultados. Enseñó a los hombres a dejar para un remoto porvenir la
venida del Señor y les impidió que dieran importancia a las señales de
su cercana llegada. Infundía un sentimiento de confianza y seguridad
mal fundado, y llevó a muchos a descuidar la preparación necesaria
para ir al encuentro de su Señor.
Miller encontró que la venida verdadera y personal de Cristo está
claramente enseñada en las Santas Escrituras. Pablo dice: "El Señor
mismo descenderá del cielo con mandato soberano, con la voz del
arcángel y con trompeta de Dios." Y el Salvador declara que "verán al
Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y grande
gloria." "Porque como el relámpago sale del oriente, y se ve lucir
hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre." Será
acompañado por todas las huestes del cielo, pues "el Hijo del hombre"
vendrá "en su gloria, y todos los ángeles con él." "Y enviará sus
ángeles con grande estruendo de trompeta, los cuales juntarán a sus
escogidos." 1 Tesalonicenses 4:16; Mateo 24:30, 27, 31; 25:31.
A su venida los justos muertos resucitarán, y los justos que
estuvieren aún vivos serán cambiados. "No todos dormiremos— dice
Pablo,—pero todos seremos transformados en un instante, en un abrir y
cerrar de ojos, a la trompeta final. Porque sonará la trompeta, y los
muertos serán resucitados sin corrupción; y nosotros seremos
transformados. Porque es necesario que esto corruptible sea vestido de
incorrupción, y que esto mortal sea vestido de inmortalidad. 1
Corintios 15:51-53. Y en 1 Tesalonicenses 4:16, 17, después de
describir la venida del Señor, dice: "Los muertos en Cristo se
levantarán primero; luego, nosotros los vivientes, los que hayamos
quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos a las nubes, al
encuentro del Señor, en el aire; y así estaremos siempre con el
Señor."
El pueblo de Dios no puede recibir el reino antes que se realice el
advenimiento personal de Cristo. El Señor había dicho: "Cuando el Hijo
del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se
sentará sobre el trono de su gloria; y delante de él serán juntadas
todas las naciones; y apartará a los hombres unos de otros, como el
pastor aparta las ovejas de las cabras: y pondrá las ovejas a su
derecha, y las cabras a la izquierda. Entonces dirá el Rey a los que
estarán a su derecha: ¡Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino
destinado para vosotros desde la fundación del mundo!" Mateo 25:31-34.
Hemos visto por los pasajes que acabamos de citar que cuando venga el
Hijo del hombre, los muertos serán resucitados incorruptibles, y que
los vivos serán mudados. Este gran cambio los preparará para recibir
el reino; pues Pablo dice: "La carne y la sangre no pueden heredar el
reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción." 1 Corintios
15:50. En su estado presente el hombre es mortal, corruptible; pero el
reino de Dios será incorruptible y sempiterno. Por lo tanto, en su
estado presente el hombre no puede entrar en el reino de Dios. Pero
cuando venga Jesús, concederá la inmortalidad a su pueblo; y luego los
llamará a poseer el reino, del que hasta aquí sólo han sido presuntos
herederos.
Estos y otros pasajes bíblicos probaron claramente a Miller que los
acontecimientos que generalmente se esperaba que se verificasen antes
de la venida de Cristo, tales como el reino universal de la paz y el
establecimiento del reino de Dios en la tierra, debían realizarse
después del segundo advenimiento. Además, todas las señales de los
tiempos y el estado del mundo correspondían a la descripción profética
de los últimos días. Por el solo estudio de las Sagradas Escrituras,
Miller tuvo que llegar a la conclusión de que el período fijado para
la subsistencia de la tierra en su estado actual estaba por
terminar.
"Otra clase de evidencia que afectó vitalmente mi espíritu— dice
él—fue la cronología de las Santas Escrituras.... Encontré que los
acontecimientos predichos, que se habían cumplido en lo pasado, se
habían desarrollado muchas veces dentro de los límites de un tiempo
determinado. Los ciento y veinte años hasta el diluvio Génesis 6:3;
los siete días que debían precederlo, con el anuncio de cuarenta días
de lluvia Génesis 7:4; los cuatrocientos años de la permanencia de la
posteridad de Abrahán en Egipto Génesis 15:13; los tres días de los
sueños del copero y del panadero Génesis 40:12-20; los siete años de
Faraón Génesis 41:28-54; los cuarenta años en el desierto Números
14:34; los tres años y medio de hambre 1 Reyes 17:1 [véase Lucas
4:25];...los setenta años del cautiverio en Babilonia Jeremías 25:11;
los siete tiempos de Nabucodonosor Daniel 4:13-16; y las siete
semanas, sesenta y dos semanas, y la una semana, que sumaban setenta
semanas determinadas sobre los judíos Daniel 9:24-27; todos los
acontecimientos limitados por estos períodos no fueron una vez más que
asunto profético, pero se cumplieron de acuerdo con las
predicciones."—Bliss, págs. 74, 75.
Por consiguiente, al encontrar en su estudio de la Biblia varios
períodos cronológicos, que, según su modo de entenderlos, se extendían
hasta la segunda venida de Cristo, no pudo menos que considerarlos
como los "tiempos señalados," que Dios había revelado a sus siervos.
"Las cosas secretas—dice Moisés—pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas
las reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para
siempre," y el Señor declara por el profeta Amós que "no hará nada sin
que revele su secreto a sus siervos los profetas." Deuteronomio 29:29;
Amós 3:7. Así que los que estudian la Palabra de Dios pueden confiar
que encontrarán indicado con claridad en las Escrituras el
acontecimiento más estupendo que debe realizarse en la historia de la
humanidad.
"Estando completamente convencido—dice Miller—de que toda Escritura
divinamente inspirada es útil [2 Timoteo 3:16]; que en ningún tiempo
fue dada por voluntad de hombre, sino que fue escrita por hombres
santos inspirados del Espíritu Santo [2 Pedro 1:21], y esto ‘para
nuestra enseñanza’ ‘para que por la paciencia, y por la consolación de
las Escrituras, tengamos esperanza’ [Romanos 15:4], no pude menos que
considerar las partes cronológicas de la Biblia tan pertinentes a la
palabra de Dios y tan acreedoras a que las tomáramos en cuenta como
cualquiera otra parte de las Sagradas Escrituras. Pensé por
consiguiente que al tratar de comprender lo que Dios, en su
misericordia, había juzgado conveniente revelarnos, yo no tenía
derecho para pasar por alto los períodos proféticos."—Bliss, pág.
75.
La profecía que parecía revelar con la mayor claridad el tiempo del
segundo advenimiento, era la de Daniel 8:14: "Hasta dos mil y
trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el Santuario."
Siguiendo la regla que se había impuesto, de dejar que las Sagradas
Escrituras se interpretasen a sí mismas, Miller llegó a saber que un
día en la profecía simbólica representa un año Números 14:34; Ezequiel
4:6; vio que el período de los 2.300 días proféticos, o años
literales, se extendía mucho más allá del fin de la era judaica, y que
por consiguiente no podía referirse al santuario de aquella economía.
Miller aceptaba la creencia general de que durante la era cristiana la
tierra es el santuario, y dedujo por consiguiente que la purificación
del santuario predicha en Daniel 8:14 representaba la purificación de
la tierra con fuego en el segundo advenimiento de Cristo. Llegó pues a
la conclusión de que si se podía encontrar el punto de partida de los
2.300 días, sería fácil fijar el tiempo del segundo advenimiento. Así
quedaría revelado el tiempo de aquella gran consumación, "el tiempo en
que concluiría el presente estado de cosas, con todo su orgullo y
poder, su pompa y vanidad, su maldad y opresión, . . . el tiempo en
que la tierra dejaría de ser maldita, en que la muerte sería destruida
y se daría el galardón a los siervos de Dios, a los profetas y santos,
y a todos los que temen su nombre, el tiempo en que serían destruídos
los que destruyen la tierra."—Bliss, pág. 76.
Miller siguió escudriñando las profecías con más empeño y fervor que
nunca, dedicando noches y días enteros al estudio de lo que resultaba
entonces de tan inmensa importancia y absorbente interés. En el
capítulo octavo de Daniel no pudo encontrar guía para el punto de
partida de los 2.300 días. Aunque se le mandó que hiciera comprender
la visión a Daniel, el ángel Gabriel sólo le dio a éste una
explicación parcial. Cuando el profeta vio las terribles persecuciones
que sobrevendrían a la iglesia, desfallecieron sus fuerzas físicas. No
pudo soportar más, y el ángel le dejó por algún tiempo. Daniel quedó
"sin fuerzas," y estuvo "enfermo algunos días." "Estaba asombrado de
la visión—dice;—mas no hubo quien la explicase."
Y sin embargo Dios había mandado a su mensajero: "Haz que este
entienda la visión." Esa orden debía ser ejecutada. En obedecimiento a
ella, el ángel, poco tiempo después, volvió hacia Daniel, diciendo:
"Ahora he salido para hacerte sabio de entendimiento;" "entiende pues
la palabra, y alcanza inteligencia de la visión." Daniel 8:27, 16;
9:22, 23. Había un punto importante en la visión del capítulo octavo,
que no había sido explicado, a saber, el que se refería al tiempo: el
período de los 2.300 días; por consiguiente, el ángel, reanudando su
explicación, se espacia en la cuestión del tiempo:
"Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa
ciudad.... Sepas pues y entiendas, que desde la salida de la palabra
para restaurar y edificar a Jerusalem hasta el Mesías Príncipe, habrá
siete semanas, y sesenta y dos semanas; tornaráse a edificar la plaza
y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos
semanas se quitará la vida al Mesías, y no por sí.... Y en otra semana
confirmará el pacto a muchos, y a la mitad de la semana hará cesar el
sacrificio y la ofrenda." Daniel 9:24-27.
El ángel había sido enviado a Daniel con el objeto expreso de que le
explicara el punto que no había logrado comprender en la visión del
capítulo octavo, el dato relativo al tiempo: "Hasta dos mil y
trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el Santuario."
Después de mandar a Daniel que "entienda" "la palabra" y que alcance
inteligencia de "la visión," las primeras palabras del ángel son:
"Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa
ciudad." La palabra traducida aquí por "determinadas," significa
literalmente "descontadas." El ángel declara que setenta semanas, que
representaban 490 años, debían ser descontadas por pertenecer
especialmente a los judíos. ¿Pero de dónde fueron descontadas? Como
los 2.300 días son el único período de tiempo mencionado en el
capítulo octavo, deben constituir el período del que fueron
descontadas las setenta semanas; las setenta semanas deben por
consiguiente formar parte de los 2.300 días, y ambos períodos deben
comenzar juntos. El ángel declaró que las setenta semanas datan del
momento en que salió el edicto para reedificar a Jerusalén. Si se
puede encontrar la fecha de aquel edicto, queda fijado el punto de
partida del gran período de los 2.300 días.
Ese decreto se encuentra en el capítulo séptimo de Esdras (Vers.
12-26.) Fue expedido en su forma más completa por Artajerjes, rey de
Persia. en el año 457 ant. de J. C. Pero en Esdras 6:14 se dice que la
casa del Señor fue edificada en Jerusalén "por mandamiento de Ciro, y
de Darío y de Artajerjes rey de Persia." Estos tres reyes, al expedir
el decreto y al confirmarlo y completarlo, lo pusieron en la condición
requerida por la profecía para que marcase el principio de los 2.300
años. Tomando el año 457 ant. de J. C. en que el decreto fue
completado, como fecha de la orden, se comprobó que cada
especificación de la profecía referente a las setenta semanas se había
cumplido.
"Desde la salida de la palabra para restaurar y edificar a Jerusalem
hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos
semanas" es decir sesenta y nueve semanas, o sea 483 años. El decreto
de Artajerjes fue puesto en vigencia en el otoño del año 457 ant. de
J. C. Partiendo de esta fecha, los 483 años alcanzan al otoño del año
27 de J. C. Entonces fue cuando esta profecía se cumplió. La palabra
"Mesías" significa "el Ungido." En el otoño del año 27 de J. C.,
Cristo fue bautizado por Juan y recibió la unción del Espíritu Santo.
El apóstol Pedro testifica que "a Jesús de Nazaret: . . . Dios le
ungió con el Espíritu Santo y con poder." Hechos 10:38. Y el mismo
Salvador declara: "El Espíritu del Señor está sobre mí; por cuanto me
ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres." Después de su
bautismo, Jesús volvió a Galilea, "predicando el evangelio de Dios, y
diciendo: Se ha cumplido el tiempo. Lucas 4:18; Marcos 1:14,15.
"Y en otra semana confirmará el pacto a muchos." La semana de la cual
se habla aquí es la última de las setenta. Son los siete últimos años
del período concedido especialmente a los judíos. Durante ese plazo,
que se extendió del año 27 al año 34 de J. C., Cristo, primero en
persona y luego por intermedio de sus discípulos, presentó la
invitación del Evangelio especialmente a los judíos. Cuando los
apóstoles salieron para proclamar las buenas nuevas del reino, las
instrucciones del Salvador fueron: "Por el camino de los Gentiles no
iréis, y en ciudad de Samaritanos no entréis." Mateo 10:5, 6.
"A la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda." En el
año 31 de J. C., tres años y medio después de su bautismo, nuestro
Señor fue crucificado. Con el gran sacrificio ofrecido en el Calvario,
terminó aquel sistema de ofrendas que durante cuatro mil años había
prefigurado al Cordero de Dios. El tipo se encontró con el antitipo, y
todos los sacrificios y oblaciones del sistema ceremonial debían
cesar.
Las setenta semanas, o 490 años concedidos a los judíos, terminaron,
como lo vimos, en el año 34 de J. C. En dicha fecha, por auto del
Sanedrín judaico, la nación selló su rechazamiento del Evangelio con
el martirio de Esteban y la persecución de los discípulos de Cristo.
Entonces el mensaje de salvación, no estando más reservado
exclusivamente para el pueblo elegido, fue dado al mundo. Los
discípulos, obligados por la persecución a huir de Jerusalén, "andaban
por todas partes, predicando la Palabra." "Felipe, descendiendo a la
ciudad de Samaria, les proclamó el Cristo." Pedro, guiado por Dios,
dio a conocer el Evangelio al centurión de Cesarea, el piadoso
Cornelio; el ardiente Pablo, ganado a la fe de Cristo, fue comisionado
para llevar las alegres nuevas "lejos. . . a los gentiles." Hechos
8:4, 5; 22:21.
Hasta aquí cada uno de los detalles de las profecías se ha cumplido de
una manera sorprendente, y el principio de las setenta semanas queda
establecido irrefutablemente en el año 457 ant. de J.C. y su fin en el
año 34 de J.C. Partiendo de esta fecha no es difícil encontrar el
término de los 2.300 días. Las setenta semanas—490 días—descontadas de
los 2.300 días, quedaban 1.810 días. Concluídos los 490 días, quedaban
aún por cumplirse los 1.810 días. Contando desde 34 de J.C., los 1.810
años alcanzan al año 1844. Por consiguiente los 2.300 días de Daniel
8:14 terminaron en 1844. Al fin de este gran período profético, según
el testimonio del ángel de Dios, "el santuario" debía ser
"purificado." De este modo la fecha de la purificación del
santuario—la cual se creía casi universalmente que se verificaría en
el segundo advenimiento de Cristo—quedó definitivamente
establecida.
Miller y sus colaboradores creyeron primero que los 2.300 días
terminarían en la primavera de 1844, mientras que la profecía señala
el otoño de ese mismo año. La equivocación de este punto fue causa de
desengaño y perplejidad para los que habían fijado para la primavera
de dicho año el tiempo de la venida del Señor. Pero esto no afectó en
lo más mínimo la fuerza de la argumentación que demuestra que los
2.300 días terminaron en el año 1844 y que el gran acontecimiento
representado por la purificación del santuario debía verificarse
entonces.
Al empezar a estudiar las Sagradas Escrituras como lo hizo, para
probar que son una revelación de Dios, Miller no tenía la menor idea
de que llegaría a la conclusión a que había llegado. Apenas podía él
mismo creer en los resultados de su investigación. Pero las pruebas de
la Santa Escritura eran demasiado evidentes y concluyentes para
rechazarlas.
Había dedicado dos años al estudio de la Biblia, cuando, en 1818,
llegó a tener la solemne convicción de que unos veinticinco años
después aparecería Cristo para redimir a su pueblo. "No necesito
hablar—dice Miller—del gozo que llenó mi corazón ante tan embelesadora
perspectiva, ni de los ardientes anhelos de mi alma para participar
del júbilo de los redimidos. La Biblia fue para mí entonces un libro
nuevo. Era esto en verdad una fiesta de la razón; todo lo que para mí
había sido sombrío, místico u obscuro en sus enseñanzas, había
desaparecido de mi mente ante la clara luz que brotaba de sus sagradas
páginas; y ¡oh! ¡cuán brillante y gloriosa aparecía la verdad! Todas
las contradicciones y disonancias que había encontrado antes en la
Palabra desaparecieron; y si bien quedaban muchas partes que no
comprendía del todo, era tanta la luz que de las Escrituras manaba
para alumbrar mi inteligencia obscurecida que al estudiarlas sentía un
deleite que nunca antes me hubiera figurado que podría sacar de sus
enseñanzas."—Bliss, págs. 76, 77.
"Solemnemente convencido de que las Santas Escrituras anunciaban el
cumplimiento de tan importantes acontecimientos en tan corto espacio
de tiempo, surgió con fuerza en mi alma la cuestión de saber cuál era
mi deber para con el mundo, en vista de la evidencia que había
conmovido mi propio espíritu."—Id., pág. 81. No pudo menos que sentir
que era deber suyo impartir a otros la luz que había recibido.
Esperaba encontrar oposición de parte de los impíos, pero estaba
seguro de que todos los cristianos se alegrarían en la esperanza de ir
al encuentro del Salvador a quien profesaban amar. Lo único que temía
era que en su gran júbilo por la perspectiva de la gloriosa liberación
que debía cumplirse tan pronto, muchos recibiesen la doctrina sin
examinar detenidamente las Santas Escrituras para ver si era la
verdad. De aquí que vacilara en presentarla, por temor de estar errado
y de hacer descarriar a otros. Esto le indujo a revisar las pruebas
que apoyaban las conclusiones a que había llegado, y a considerar
cuidadosamente cualquiera dificultad que se presentase a su espíritu.
Encontró que las objeciones se desvanecían ante la luz de la Palabra
de Dios como la neblina ante los rayos del sol. Los cinco años que
dedicó a esos estudios le dejaron enteramente convencido de que su
manera de ver era correcta.
El deber de hacer conocer a otros lo que él creía estar tan claramente
enseñado en las Sagradas Escrituras, se le impuso entonces con nueva
fuerza. "Cuando estaba ocupado en mi trabajo—explicó,—sonaba
continuamente en mis oídos el mandato: Anda y haz saber al mundo el
peligro que corre. Recordaba constantemente este pasaje: ‘Diciendo yo
al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se
guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su
sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su
camino para que de él se aparte, y él no se apartare de su camino, por
su pecado morirá él, y tú libraste tu vida." Ezequiel 33:8, 9. Me
parecía que si los impíos podían ser amonestados eficazmente,
multitudes de ellos se arrepentirían; y que si no eran amonestados, su
sangre podía ser demandada de mi mano."—Bliss, pág. 92.
Empezó a presentar sus ideas en círculo privado siempre que se le
ofrecía la oportunidad, rogando a Dios que algún ministro sintiese la
fuerza de ellas y se dedicase a proclamarlas. Pero no podía librarse
de la convicción de que tenía un deber personal que cumplir dando el
aviso. De continuo se presentaban a su espíritu las siguientes
palabras: "Anda y anúncialo al mundo; su sangre demandaré de tu mano."
Esperó nueve años; y la carga continuaba pesando sobre su alma, hasta
que en 1831 expuso por primera vez en público las razones de la fe que
tenía.
Así como Eliseo fue llamado cuando seguía a sus bueyes en el campo,
para recibir el manto de la consagración al ministerio profético, así
también Guillermo Miller fue llamado a dejar su arado y revelar al
pueblo los misterios del reino de Dios. Con temblor dio principio a su
obra de conducir a sus oyentes paso a paso a través de los períodos
proféticos hasta el segundo advenimiento de Cristo. Con cada esfuerzo
cobraba más energía y valor al ver el marcado interés que despertaban
sus palabras.
A la solicitación de sus hermanos, en cuyas palabras creyó oír el
llamamiento de Dios, se debió que Miller consintiera en presentar sus
opiniones en público. Tenía ya cincuenta años, y no estando
acostumbrado a hablar en público, se consideraba incapaz de hacer la
obra que de él se esperaba. Pero desde el principio sus labores fueron
notablemente bendecidas para la salvación de las almas. Su primera
conferencia fue seguida de un despertamiento religioso, durante el
cual treinta familias enteras, menos dos personas, fueron convertidas.
Se le instó inmediatamente a que hablase en otros lugares, y casi en
todas partes su trabajo tuvo por resultado un avivamiento de la obra
del Señor. Los pecadores se convertían, los cristianos renovaban su
consagración a Dios, y los deístas e incrédulos eran inducidos a
reconocer la verdad de la Biblia y de la religión cristiana. El
testimonio de aquellos entre quienes trabajara fue: "Consigue ejercer
una influencia en una clase de espíritus a la que no afecta la
influencia de otros hombres."—Id., pág. 138. Su predicación era para
despertar interés en los grandes asuntos de la religión y
contrarrestar la mundanalidad y sensualidad crecientes de la
época.
En casi todas las ciudades se convertían los oyentes por docenas y
hasta por centenares. En muchas poblaciones se le abrían de par en par
las iglesias protestantes de casi todas las denominaciones, y las
invitaciones para trabajar en ellas le llegaban generalmente de los
mismos ministros de diversas congregaciones. Tenía por regla
invariable no trabajar donde no hubiese sido invitado. Sin embargo
pronto vio que no le era posible atender siquiera la mitad de los
llamamientos que se le dirigían. Muchos que no aceptaban su modo de
ver en cuanto a la fecha exacta del segundo advenimiento, estaban
convencidos de la seguridad y proximidad de la venida de Cristo y de
que necesitaban prepararse para ella. En algunas de las grandes
ciudades, sus labores hicieron extraordinaria impresión. Hubo
taberneros que abandonaron su tráfico y convirtieron sus
establecimientos en salas de culto; los garitos eran abandonados;
incrédulos, deístas, universalistas y hasta libertinos de los más
perdidos—algunos de los cuales no habían entrado en ningún lugar de
culto desde hacía años—se convertían. Las diversas denominaciones
establecían reuniones de oración en diferentes barrios y a casi
cualquier hora del día los hombres de negocios se reunían para orar y
cantar alabanzas. No se notaba excitación extravagante, sino que un
sentimiento de solemnidad dominaba a casi todos. La obra de Miller,
como la de los primeros reformadores, tendía más a convencer el
entendimiento y a despertar la conciencia que a excitar las
emociones.
En 1833 Miller recibió de la iglesia bautista, de la cual era miembro,
una licencia que le autorizaba para predicar. Además, buen número de
los ministros de su denominación aprobaban su obra, y le dieron su
sanción formal mientras proseguía sus trabajos.
Viajaba y predicaba sin descanso, si bien sus labores personales se
limitaban principalmente a los estados del este y del centro de los
Estados Unidos. Durante varios años sufragó él mismo todos sus gastos
de su bolsillo y ni aun más tarde se le costearon nunca por completo
los gastos de viaje a los puntos adonde se le llamaba. De modo que,
lejos de reportarle provecho pecuniario, sus labores públicas
constituían un pesado gravamen para su fortuna particular que fue
menguando durante este período de su vida. Era padre de numerosa
familia, pero como todos los miembros de ella eran frugales y
diligentes, su finca rural bastaba para el sustento de todos
ellos.
En 1833, dos años después de haber principiado Miller a presentar en
público las pruebas de la próxima venida de Cristo, apareció la última
de las señales que habían sido anunciadas por el Salvador como
precursoras de su segundo advenimiento. Jesús había dicho: "Las
estrellas caerán del cielo." Mateo 24:29. Y Juan, al recibir la visión
de las escenas que anunciarían el día de Dios, declara en el
Apocalipsis: "Las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la
higuera echa sus higos cuando es movida de gran viento." Apocalipsis
6:13. Esta profecía se cumplió de modo sorprendente y pasmoso con la
gran lluvia meteórica del 13 de noviembre de 1833. Fue éste el más
dilatado y admirable espectáculo de estrellas fugaces que se haya
registrado, pues "¡sobre todos los Estados Unidos el firmamento entero
estuvo entonces, durante horas seguidas, en conmoción ígnea! No ha
ocurrido jamás en este país, desde el tiempo de los primeros colonos,
un fenómeno celestial que despertara tan grande admiración entre unos,
ni tanto terror ni alarma entre otros." "Su sublimidad y terrible
belleza quedan aún grabadas en el recuerdo de muchos.... Jamás cayó
lluvia más tupida que ésa en que cayeron los meteoros hacia la tierra;
al este, al oeste, al norte y al sur era lo mismo. En una palabra,
todo el cielo parecía en conmoción . . . El espectáculo, tal como está
descrito en el diario del profesor Silliman, fue visto por toda la
América del Norte... Desde las dos de la madrugada hasta la plena
claridad del día en un firmamento perfectamente sereno y sin nubes,
todo el cielo estuvo constantemente surcado por una lluvia incesante
de cuerpos que brillaban de modo deslumbrador."—R. M. Devens, American
Progress; or, The Great Events of the Greatest Century, cap. 28,
párrs. 1-5.
"En verdad, ninguna lengua podría describir el esplendor de tan
hermoso espectáculo; . . . nadie que no lo haya presenciado puede
formarse exacta idea de su esplendor. Parecía que todas las estrellas
del cielo se hubiesen reunido en un punto cerca del cenit, y que
fuesen lanzadas de allí, con la velocidad del rayo, en todas las
direcciones del horizonte; y sin embargo no se agotaban: con toda
rapidez seguíanse por miles unas tras otras, como si hubiesen sido
creadas para el caso."—F. Reed en el Christian Advocate and Journal,
13 de dic. de 1833. "Es imposible contemplar una imagen más exacta de
la higuera que deja caer sus higos cuando es sacudida por un gran
viento."—"The Old Countryman," en el Evening Advertiser de Portland,
26 de nov. de 1833.
En el Journal of Commerce de Nueva York del 14 de noviembre se publicó
un largo artículo referente a este maravilloso fenómeno y en él se
leía la siguiente declaración: "Supongo que ningún filósofo ni erudito
ha referido o registrado jamás un suceso como el de ayer por la
mañana. Hace mil ochocientos años un profeta lo predijo con toda
exactitud, si entendemos que las estrellas que cayeron eran estrellas
errantes o fugaces, . . . que es el único sentido verdadero y
literal."
Así se realizó la última de las señales de su venida acerca de las
cuales Jesús había dicho a sus discípulos: "Cuando viereis todas estas
cosas, sabed que está cercano, a las puertas." Mateo 24:33. Después de
estas señales, Juan vio que el gran acontecimiento que debía seguir
consistía en que el cielo desaparecía como un libro cuando es
arrollado, mientras que la tierra era sacudida, las montañas y las
islas eran movidas de sus lugares, y los impíos, aterrorizados,
trataban de esconderse de la presencia del Hijo del hombre.
Apocalipsis 6:12-17.
Muchos de los que presenciaron la caída de las estrellas la
consideraron como un anuncio del juicio venidero—"como un signo
precursor espantoso, un presagio misericordioso, de aquel grande y
terrible día."—"The Old Countryman," en el Evening Advertiser de
Portland, 26 de nov. de 1833. Así fue dirigida la atención del pueblo
hacia el cumplimiento de la profecía, y muchos fueron inducidos a
hacer caso del aviso del segundo advenimiento.
En 1840 otro notable cumplimiento de la profecía despertó interés
general. Dos años antes, Josías Litch, uno de los principales
ministros que predicaban el segundo advenimiento, publicó una
explicación del capítulo noveno del Apocalipsis, que predecía la caída
del imperio otomano. Según sus cálculos esa potencia sería derribada
"en el año 1840 de J. C., durante el mes de agosto"; y pocos días
antes de su cumplimiento escribió: "Admitiendo que el primer período
de 150 años se haya cumplido exactamente antes de que Deacozes subiera
al trono con permiso de los turcos, y que los 391 años y quince días
comenzaran al terminar el primer período, terminarán el 11 de agosto
de 1840, día en que puede anticiparse que el poder otomano en
Constantinopla será quebrantado. Y esto es lo que creo que va a
confirmarse."—Josías Litch, en Signs of the Times, and Expositor of
Prophecy, 18 de agosto de 1840.
En la fecha misma que había sido especificada, Turquía aceptó, por
medio de sus embajadores, la protección de las potencias aliadas de
Europa, y se puso así bajo la tutela de las naciones cristianas. El
acontecimiento cumplió exactamente la predicción. Cuando esto se llegó
a saber, multitudes se convencieron de que los principios de
interpretación profética adoptados por Miller y sus compañeros eran
correctos, con lo que recibió un impulso maravilloso el movimiento
adventista. Hombres de saber y de posición social se adhirieron a
Miller para divulgar sus ideas, y de 1840 a 1844 la obra se extendió
rápidamente.
Guillermo Miller poseía grandes dotes intelectuales, disciplinadas por
la reflexión y el estudio; y a ellas añadió la sabiduría del cielo al
ponerse en relación con la Fuente de la sabiduría. Era hombre de
verdadero valer, que no podía menos que imponer respeto y granjearse
el aprecio dondequiera que supiera estimarse la integridad, el
carácter y el valor moral. Uniendo verdadera bondad de corazón a la
humildad cristiana y al dominio de sí mismo, era atento y afable para
con todos, y siempre listo para escuchar las opiniones de los demás y
pesar sus argumentos. Sin apasionamiento ni agitación, examinaba todas
las teorías y doctrinas a la luz de la Palabra de Dios; y su sano
juicio y profundo conocimiento de las Santas Escrituras, le permitían
descubrir y refutar el error.
Sin embargo no prosiguió su obra sin encontrar violenta oposición.
Como les sucediera a los primeros reformadores, las verdades que
proclamaba no fueron recibidas favorablemente por los maestros
religiosos del pueblo. Como éstos no podían sostener sus posiciones
apoyándose en las Santas Escrituras, se vieron obligados a recurrir a
los dichos y doctrinas de los hombres, a las tradiciones de los
padres. Pero la Palabra de Dios era el único testimonio que aceptaban
los predicadores de la verdad del segundo advenimiento. "La Biblia, y
la Biblia sola," era su consigna. La falta de argumentos bíblicos de
parte de sus adversarios era suplida por el ridículo y la burla.
Tiempo, medios y talentos fueron empleados en difamar a aquellos cuyo
único crimen consistía en esperar con gozo el regreso de su Señor, y
en esforzarse por vivir santamente, y en exhortar a los demás a que se
preparasen para su aparición.
Serios fueron los esfuerzos que se hicieron para apartar la mente del
pueblo del asunto del segundo advenimiento. Se hizo aparecer como
pecado, como algo de que los hombres debían avergonzarse, el estudio
de las profecías referentes a la venida de Cristo y al fin del mundo.
Así los ministros populares socavaron la fe en la Palabra de Dios. Sus
enseñanzas volvían incrédulos a los hombres, y muchos se arrogaron la
libertad de andar según sus impías pasiones. Luego los autores del mal
echaban la culpa de él a los adventistas.
Mientras que un sinnúmero de personas inteligentes e interesadas se
apiñaban para oír a Miller, su nombre era rara vez mencionado por la
prensa religiosa y sólo para ridiculizarlo y acusarlo. Los
indiferentes y los impíos, alentados por la actitud de los maestros de
religión, recurrieron a epítetos difamantes, a chistes vulgares y
blasfemos, en sus esfuerzos para atraer el desprecio sobre él y su
obra. El siervo de Dios, encanecido en el servicio y que había dejado
su cómodo hogar para viajar a costa propia de ciudad en ciudad, y de
pueblo en pueblo, para proclamar al mundo la solemne amonestación del
juicio inminente, fue llamado fanático, mentiroso y malvado.
Las mofas, las mentiras y los ultrajes acumulados sobre él despertaron
la censura y la indignación hasta de la prensa profana. La gente del
mundo declaró que "tratar un tema de tan imponente majestad e
importantes consecuencias" con ligereza y lenguaje vulgar, "no
equivalía sólo a divertirse a costa de los sentimientos de sus
propagadores y defensores," sino "a reírse del día del juicio, a
mofarse del mismo Dios y a hacer burla de su tribunal."—Bliss, pág.
183.
El instigador de todo mal no trató únicamente de contrarrestar los
efectos del mensaje del advenimiento, sino de destruir al mismo
mensajero. Miller hacía una aplicación práctica de la verdad bíblica a
los corazones de sus oyentes, reprobando sus pecados y turbando el
sentimiento de satisfacción de sí mismos, y sus palabras claras y
contundentes despertaron la animosidad de ellos. La oposición
manifestada por los miembros de las iglesias contra su mensaje
alentaba a las clases bajas a ir aún más allá; y hubo enemigos que
conspiraron para quitarle la vida a su salida del local de reunión.
Pero hubo ángeles guardianes entre la multitud, y uno de ellos, bajo
la forma de un hombre, tomó el brazo del siervo del Señor, y lo puso a
salvo del populacho furioso. Su obra no estaba aún terminada, y
Satanás y sus emisarios se vieron frustrados en sus planes.
A pesar de toda oposición, el interés en el movimiento adventista
siguió en aumento. De decenas y centenas el número de los creyentes
alcanzó a miles. Las diferentes iglesias se habían acrecentado
notablemente, pero al poco tiempo el espíritu de oposición se
manifestó hasta contra los conversos ganados por Miller, y las
iglesias empezaron a tomar medidas disciplinarias contra ellos. Esto
indujo a Miller a instar a los cristianos de todas las denominaciones
a que, si sus doctrinas eran falsas, se lo probasen por las
Escrituras.
"¿Qué hemos creído—decía él—que no nos haya sido ordenado creer por la
Palabra de Dios, que vosotros mismos reconocéis como regla única de
nuestra fe y de nuestra conducta? ¿Qué hemos hecho para que se nos
arrojasen tan virulentos cargos y diatribas desde el púlpito y la
prensa, y para daros motivo para excluirnos a nosotros [los
adventistas] de vuestras iglesias y de vuestra comunión?" "Si estamos
en el error, os ruego nos enseñéis en qué consiste nuestro error.
Probádnoslo por la Palabra de Dios; harto se nos ha ridiculizado, pero
no será eso lo que pueda jamás convencernos de que estemos en error;
la Palabra de Dios sola puede cambiar nuestro modo de ver. Llegamos a
nuestras conclusiones después de madura reflexión y de mucha oración,
a medida que veíamos las evidencias de las Escrituras."—Id., págs.
250, 252.
Siglo tras siglo las amonestaciones que Dios dirigió al mundo por
medio de sus siervos, fueron recibidas con la misma incredulidad y
falta de fe. Cuando la maldad de los antediluvianos le indujo a enviar
el diluvio sobre la tierra, les dio primero a conocer su propósito
para ofrecerles oportunidad de apartarse de sus malos caminos. Durante
ciento veinte años oyeron resonar en sus oídos la amonestación que los
llamaba al arrepentimiento, no fuese que la ira de Dios los
destruyese. Pero el mensaje se les antojó fábula ridícula, y no lo
creyeron. Envalentonándose en su maldad, se mofaron del mensajero de
Dios, se rieron de sus amenazas, y hasta le acusaron de presunción.
¿Cómo se atrevía él solo a levantarse contra todos los grandes de la
tierra? Si el mensaje de Noé era verdadero, ¿por qué no lo reconocía
por tal el mundo entero? y ¿por qué no le daba crédito? ¡Era la
afirmación de un hombre contra la sabiduría de millares! No quisieron
dar fe a la amonestación, ni buscar protección en el arca.
Los burladores llamaban la atención a las cosas de la naturaleza,—a la
sucesión invariable de las estaciones, al cielo azul que nunca había
derramado lluvia, a los verdes campos refrescados por el suave rocío
de la noche,—y exclamaban: "¿No habla acaso en parábolas?" Con
desprecio declaraban que el predicador de la justicia era fanático
rematado; y siguieron corriendo tras los placeres y andando en sus
malos caminos con más empeño que nunca antes. Pero su incredulidad no
impidió la realización del acontecimiento predicho. Dios soportó mucho
tiempo su maldad, dándoles amplia oportunidad para arrepentirse, pero
a su debido tiempo sus juicios cayeron sobre los que habían rechazado
su misericordia.
Cristo declara que habrá una incredulidad análoga respecto a su
segunda venida. Así como en tiempo de Noé los hombres "no entendieron
hasta que vino el diluvio, y los llevó a todos; así," según las
palabras de nuestro Salvador, "será la venida del Hijo del hombre."
Mateo 24:39. Cuando los que profesan ser el pueblo de Dios se unan con
el mundo, viviendo como él vive y compartiendo sus placeres
prohibidos; cuando el lujo del mundo se vuelva el lujo de la iglesia;
cuando las campanas repiquen a bodas, y todos cuenten en perspectiva
con muchos años de prosperidad mundana,—entonces, tan repentinamente
como el relámpago cruza el cielo, se desvanecerán sus visiones
brillantes y sus falaces esperanzas.
Así como Dios envió a su siervo para dar al mundo aviso del diluvio
que se acercaba, también envió mensajeros escogidos para anunciar la
venida del juicio final. Y así como los contemporáneos de Noé se
burlaron con desprecio de las predicciones del predicador de la
justicia, también en los días de Miller muchos, hasta de los que
profesaban ser del pueblo de Dios, se burlaron de las palabras de
aviso.
¿Y por qué la doctrina y predicación de la segunda venida de Cristo
fueron tan mal recibidas por las iglesias? Si bien el advenimiento del
Señor significa desgracia y desolación para los impíos, para los
justos es motivo de dicha y esperanza. Esta gran verdad había sido
consuelo de los fieles siervos de Dios a través de los siglos; ¿por
qué hubo de convertirse, como su Autor, en "piedra de tropiezo, y
piedra de caída," para los que profesaban ser su pueblo? Fue nuestro
Señor mismo quien prometió a sus discípulos: "Si yo fuere y os
preparare el lugar, vendré otra vez, y os recibiré conmigo." Juan
14:3. El compasivo Salvador fue quien, previendo el abandono y dolor
de sus discípulos, encargó a los ángeles que los consolaran con la
seguridad de que volvería en persona, como había subido al cielo.
Mientras los discípulos estaban mirando con ansia al cielo para
percibir la última vislumbre de Aquel a quien amaban, fue atraída su
atención por las palabras: "¡Varones galileos, ¿por qué os quedáis
mirando así al cielo? este mismo Jesús que ha sido tomado de vosotros
al cielo, así vendrá del mismo modo que le habéis visto ir al cielo!"
Hechos 1:11. El mensaje de los ángeles reavivó la esperanza de los
discípulos. "Volvieron a Jerusalem con gran gozo: y estaban siempre en
el templo, alabando y bendiciendo a Dios." Lucas 24:52, 53. No se
alegraban de que Jesús se hubiese separado de ellos ni de que hubiesen
sido dejados para luchar con las pruebas y tentaciones del mundo, sino
porque los ángeles les habían asegurado que él volvería.
La proclamación de la venida de Cristo debería ser ahora lo que fue la
hecha por los ángeles a los pastores de Belén, es decir, buenas nuevas
de gran gozo. Los que aman verdaderamente al Salvador no pueden menos
que recibir con aclamaciones de alegría el anuncio fundado en la
Palabra de Dios de que Aquel en quien se concentran sus esperanzas
para la vida eterna volverá, no para ser insultado, despreciado y
rechazado como en su primer advenimiento, sino con poder y gloria,
para redimir a su pueblo. Son aquellos que no aman al Salvador quienes
desean que no regrese; y no puede haber prueba más concluyente de que
las iglesias se han apartado de Dios, que la irritación y la
animosidad despertadas por este mensaje celestial.
Los que aceptaron la doctrina del advenimiento vieron la necesidad de
arrepentirse y humillarse ante Dios. Muchos habían estado vacilando
mucho tiempo entre Cristo y el mundo; entonces comprendieron que era
tiempo de decidirse. "Las cosas eternas asumieron para ellos
extraordinaria realidad. Acercóseles el cielo y se sintieron culpables
ante Dios."—Bliss, pág. 146. Nueva vida espiritual se despertó en los
creyentes. El mensaje les hizo sentir que el tiempo era corto, que
debían hacer pronto cuanto habían de hacer por sus semejantes. La
tierra retrocedía, la eternidad parecía abrirse ante ellos, y el alma,
con todo lo que pertenece a su dicha o infortunio inmortal, eclipsaba
por así decirlo, todo objeto temporal. El Espíritu de Dios descansaba
sobre ellos, y daba fuerza a los llamamientos ardientes que dirigían
tanto a sus hermanos como a los pecadores a fin de que se preparasen
para el día de Dios. El testimonio mudo de su conducta diaria
equivalía a una censura constante para los miembros formalistas y no
santificados de las iglesias. Estos no querían que se les molestara en
su búsqueda de placeres, ni en su culto a Mamón ni en su ambición de
honores mundanos. De ahí la enemistad y oposición despertadas contra
la fe adventista y los que la proclamaban.
Como los argumentos basados en los períodos proféticos resultaban
irrefutables, los adversarios trataron de prevenir la investigación de
este asunto enseñando que las profecías estaban selladas. De este modo
los protestantes seguían las huellas de los romanistas. Mientras que
la iglesia papal le niega la Biblia al pueblo (véase el Apéndice), las
iglesias protestantes aseguraban que parte importante de la Palabra
Sagrada—o sea la que pone a la vista verdades de especial aplicación
para nuestro tiempo—no podía ser entendida.
Los ministros y el pueblo declararon que las profecías de Daniel y del
Apocalipsis eran misterios incomprensibles. Pero Cristo había llamado
la atención de sus discípulos a las palabras del profeta Daniel
relativas a los acontecimientos que debían desarrollarse en tiempo de
ellos, y les había dicho: "El que lee, entienda." Y la aseveración de
que el Apocalipsis es un misterio que no se puede comprender es
rebatida por el título mismo del libro: "Revelación de Jesucristo, que
Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder
pronto.... Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de
esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas: porque el tiempo
está cerca." Apocalipsis 1:1-3.
El profeta dice: "Bienaventurado el que lee"—hay quienes no quieren
leer; la bendición no es para ellos. "Y los que oyen"—hay algunos,
también, que se niegan a oír cualquier cosa relativa a las profecías;
la bendición no es tampoco para esa clase de personas. "Y guardan las
cosas en ella escritas"—muchos se niegan a tomar en cuenta las
amonestaciones e instrucciones contenidas en el Apocalipsis. Ninguno
de ellos tiene derecho a la bendición prometida. Todos los que
ridiculizan los argumentos de la profecía y se mofan de los símbolos
dados solemnemente en ella, todos los que se niegan a reformar sus
vidas y a prepararse para la venida del Hijo del hombre, no serán
bendecidos.
Ante semejante testimonio de la Inspiración, ¿cómo se atreven los
hombres a enseñar que el Apocalipsis es un misterio fuera del alcance
de la inteligencia humana? Es un misterio revelado, un libro abierto.
El estudio del Apocalipsis nos lleva a las profecías de Daniel, y
ambos libros contienen enseñanzas de suma importancia, dadas por Dios
a los hombres, acerca de los acontecimientos que han de desarrollarse
al fin de la historia de este mundo.
A Juan le fueron descubiertos cuadros de la experiencia de la iglesia
que resultaban de interés profundo y conmovedor. Vio las
circunstancias, los peligros, las luchas y la liberación final del
pueblo de Dios. Consigna los mensajes finales que han de hacer madurar
la mies de la tierra, ya sea en gavillas para el granero celestial, o
en manojos para los fuegos de la destrucción. Fuéronle revelados
asuntos de suma importancia, especialmente para la última iglesia, con
el objeto de que los que se volviesen del error a la verdad pudiesen
ser instruídos con respecto a los peligros y luchas que les esperaban.
Nadie necesita estar a obscuras en lo que concierne a lo que ha de
acontecer en la tierra.
¿Por qué existe, pues, esta ignorancia general acerca de tan
importante porción de las Escrituras? ¿Por qué es tan universal la
falta de voluntad para investigar sus enseñanzas? Es resultado de un
esfuerzo del príncipe de las tinieblas para ocultar a los hombres lo
que revela sus engaños. Por esto Cristo, el Revelador, previendo la
guerra que se haría al estudio del Apocalipsis, pronunció una
bendición sobre cuantos leyesen, oyesen y guardasen las palabras de la
profecía.
VIDA ETERNA SOLO EN CRISTO
"Porque la paga del pecado es muerte." Romanos 6:23.
"Y en ningún otro hay salud; porque no hay otro nombre debajo del
cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos." Hechos
4:12.
"Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen; Y yo les doy
vida eterna y no perecerán para siempre, ni nadie las arrebatará de mi
mano." Juan 10:27-28.
"El que tiene al Hijo, tiene al vida: el que no tiene la Hijo de Dios,
no tiene la vida." 1 Juan 5:12.
"Porque el mismo Señor con aclamación, con voz de arcángel, y con
trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo
resucitarán primero." 1Tesalonisenses 4:16.
"Mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro."
Romanos 6:23.
"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado á su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga
vida eterna." Juan 3:16.
"Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un
hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adam todos
mueren, así también en Cristo todos serán vivificados." 1 Corintios
15:21-22.
"Y este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta
vida está en su Hijo." 1 Juan 5:11.
"En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios
envió á su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él." 1Juan
4:9
"En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres." Juan
1:4.
"Esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios
verdadero, y á Jesucristo, al cual has enviado." Juan 17:3: