La terrible Revolución Francesa de 1790 es cosa del pasado, pero fue
el resultado directo de una lucha de doscientos años sobre la Biblia.
La historia tiene muchas lecciones. Si no las aprendemos, es posible
que tengamos que repetirlas.
Sucedió hace dos siglos,–pero tiene gran significado para nosotros
hoy. Vea el terrible experimento de una nación que empezó con
persecución religiosa–y terminó en el ateísmo más vil–y muerte para
muchos.
EN EL siglo XVI la Reforma, presentando a los pueblos la Biblia
abierta, procuró entrar en todos los países de Europa. Algunas
naciones le dieron la bienvenida como a mensajera del cielo. En otros
países el papado consiguió hasta cierto punto cerrarle la entrada; y
la luz del conocimiento de la Biblia, con sus influencias
ennoblecedoras, quedó excluida casi por completo. Hubo un país donde,
aunque la luz logró penetrar, las tinieblas no permitieron apreciarla.
Durante siglos, la verdad y el error se disputaron el predominio.
Triunfó al fin el mal y la verdad divina fue desechada. "Esta es la
condenación, que la luz ha venido al mundo, y los hombres amaron más
las tinieblas que la luz." Juan 3:19. Aquella nación tuvo que cosechar
los resultados del mal que ella misma se había escogido. El freno del
Espíritu de Dios le fue quitado al pueblo que había despreciado el don
de su gracia. Se permitió al mal que llegase a su madurez, y todo el
mundo pudo palpar las consecuencias de este rechazamiento voluntario
de la luz.
La guerra que se hizo en Francia contra la Biblia durante tantos
siglos llegó a su mayor grado en los días de la Revolución. Esa
terrible insurrección del pueblo no fue sino resultado natural de la
supresión que Roma había hecho de las Sagradas Escrituras. Fue la
ilustración más elocuente que jamás presenciara el mundo, de las
maquinaciones de la política papal, y una ilustración de los
resultados hacia los cuales tendían durante más de mil años las
enseñanzas de la iglesia de Roma.
La supresión de las Sagradas Escrituras durante el período de la
supremacía papal había sido predicha por los profetas; y el revelador
había señalado también los terribles resultados que iba a tener
especialmente para Francia el dominio "del hombre de pecado."
Dijo el ángel del Señor: "Hollarán la Santa Ciudad, cuarenta y dos
meses. Y daré autoridad a mis dos testigos, los cuales profetizarán
mil doscientos sesenta días, vestidos de sacos.... Y cuando hayan
acabado de dar su testimonio, la bestia que sube del abismo hará
guerra contra ellos, y prevalecerá contra ellos, y los matará. Y sus
cuerpos muertos yacerán en la plaza de la gran ciudad, que se llama
simbólicamente Sodoma y Egipto, en donde también el Señor de ellos fue
crucificado.... Y los que habitan sobre la tierra se regocijan sobre
ellos, y hacen fiesta, y se envían regalos los unos a los otros;
porque estos dos profetas atormentaron a los que habitan sobre la
tierra. Y después de los tres días y medio, el espíritu de vida,
venido de Dios, entró en ellos, y se levantaron sobre sus pies: y cayó
gran temor sobre los que lo vieron." Apocalipsis 11: 2-11.
Los "cuarenta y dos meses" y los "mil doscientos sesenta días"
designan el mismo plazo, o sea el tiempo durante el cual la iglesia de
Cristo iba a sufrir bajo la opresión de Roma. Los 1.260 años del
dominio temporal del papa comenzaron en el año 538 de J. C. y debían
terminar en 1798. En dicha fecha, entró en Roma un ejército francés
que tomó preso al papa, el cual murió en el destierro. A pesar de
haberse elegido un nuevo papa al poco tiempo, la jerarquía pontificia
no volvió a alcanzar el esplendor y poderío que antes tuviera.
La persecución contra la iglesia no continuó durante todos los 1.260
años. Dios, usando de misericordia con su pueblo, acortó el tiempo de
tan horribles pruebas. Al predecir la "gran tribulación" que había de
venir sobre la iglesia, el Salvador había dicho: "Si aquellos días no
fuesen acortados, ninguna carne sería salva; mas por causa de los
escogidos, aquellos días serán acortados." Mateo 24:22. Debido a la
influencia de los acontecimientos relacionados con la Reforma, las
persecuciones cesaron antes del año 1798.
Y acerca de los dos testigos, el profeta declara más adelante: "Estos
son los dos olivos y los dos candelabros, que están delante de la
presencia del Señor de toda la tierra." "Lámpara es a mis pies tu
palabra—dijo el salmista,—y luz a mi camino." Apocalipsis 11:4; Salmo
119:105. Estos dos testigos representan las Escrituras del Antiguo
Testamento y del Nuevo. Ambos son testimonios importantes del origen y
del carácter perpetuo de la ley de Dios. Ambos testifican también
acerca del plan de salvación. Los símbolos, los sacrificios y las
profecías del Antiguo Testamento se refieren a un Salvador que había
de venir. Y los Evangelios y las epístolas del Nuevo Testamento hablan
de un Salvador que vino tal como fuera predicho por los símbolos y la
profecía.
"Los cuales profetizarán mil doscientos sesenta días, vestidos de
sacos." Durante la mayor parte de dicho período los testigos de Dios
permanecieron en obscuridad. El poder papal procuró ocultarle al
pueblo la Palabra de verdad y poner ante él testigos falsos que
contradijeran su testimonio. Cuando la Biblia fue prohibida por las
autoridades civiles y religiosas, cuando su testimonio fue pervertido
y se hizo cuanto pudieron inventar los hombres y los demonios para
desviar de ella la atención de la gente, y cuando los que osaban
proclamar sus verdades sagradas fueron perseguidos, entregados,
atormentados, confinados en las mazmorras, martirizados por su fe u
obligados a refugiarse en las fortalezas de los montes y en las cuevas
de la tierra, fue entonces cuando los fieles testigos profetizaron
vestidos de sacos. No obstante, siguieron dando su testimonio durante
todo el período de 1.260 años. Aun en los tiempos más sombríos hubo
hombres fieles que amaron la Palabra de Dios y se manifestaron celosos
por defender su honor. A estos fieles siervos de Dios les fueron dados
poder, sabiduría y autoridad para que divulgasen la verdad durante
todo este período.
"Y si alguno procura dañarlos, fuego procede de sus bocas, y devora a
sus enemigos; y si alguno procurare dañarlos, es menester que de esta
manera sea muerto." Apocalipsis 11:5. Los hombres no pueden pisotear
impunemente la Palabra de Dios. El significado de tan terrible
sentencia resalta en el último capítulo del Apocalipsis: "Yo protesto
a cualquiera que oye las palabras de la profecía de este libro: Si
alguno añadiere a estas cosas, Dios pondrá sobre él las plagas que
están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras del
libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y
de la santa ciudad, y de las cosas que están escritas en este libro."
Apocalipsis 22:18, 19.
Tales son los avisos que ha dado Dios para que los hombres se
abstengan de alterar lo revelado o mandado por El. Estas solemnes
denuncias se refieren a todos los que con su influencia hacen que
otros consideren con menosprecio la ley de Dios. Deben hacer temblar y
temer a los que declaran con liviandad que poco importa que
obedezcamos o no obedezcamos a la ley de Dios. Todos los que alteran
el significado preciso de las Sagradas Escrituras sobreponiéndoles sus
opiniones particulares, y los que tuercen los preceptos de la Palabra
divina ajustándolos a sus propias conveniencias, o a las del mundo, se
arrogan terrible responsabilidad. La Palabra escrita, la ley de Dios,
medirá el carácter de cada individuo y condenará a todo el que fuere
hallado falto por esta prueba infalible.
"Y cuando hayan acabado [estén acabando] de dar su testimonio." El
período en que los dos testigos iban a testificar "vestidos de sacos"
terminó en 1798. Cuando estuviesen por concluir su obra en la
obscuridad, les haría la guerra el poder representado por "la bestia
que sube del abismo." En muchas de las naciones de Europa los poderes
que gobernaban la iglesia y el estado habían permanecido bajo el
dominio de Satanás por medio del papado. Mas aquí se deja ver una
nueva manifestación del poder satánico.
Con el pretexto de reverenciar las Escrituras, Roma las había
mantenido aprisionadas en una lengua desconocida, y las había ocultado
al pueblo. Durante la época de su dominio los testigos profetizaron
"vestidos de sacos;" pero, otro poder —la bestia que sube del
abismo—iba a levantarse a combatir abiertamente contra la Palabra de
Dios.
La "gran ciudad" en cuyas calles son asesinados los testigos y donde
yacen sus cuerpos muertos, "se llama simbólicamente Egipto." De todas
las naciones mencionadas en la historia de la Biblia, fue Egipto la
que con más osadía negó la existencia del Dios vivo y se opuso a sus
mandamientos. Ningún monarca resistió con tanto descaro a la autoridad
del cielo, como el rey de Egipto. Cuando se presentó Moisés ante él
para comunicarle el mensaje del Señor, el faraón contestó con
arrogancia: "¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a
Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel." Éxodo
5:2. Esto es ateísmo; y la nación representada por Egipto iba a
oponerse de un modo parecido a la voluntad del Dios vivo, y a dar
pruebas del mismo espíritu de incredulidad y desafio. La "gran ciudad"
es también comparada "simbólicamente" con Sodoma. La corrupción de
Sodoma al quebrantar la ley de Dios fue puesta de manifiesto
especialmente en la vida disoluta. Y este pecado iba a ser también
rasgo característico de la nación que cumpliría lo que estaba predicho
en este pasaje.
En conformidad con lo que dice el profeta, se iba a ver en aquel
tiempo, poco antes del año 1798, que un poder de origen y carácter
satánicos se levantaría para hacer guerra a la Biblia. Y en la tierra
en que de aquella manera iban a verse obligados a callar los dos
testigos de Dios, se manifestarían el ateísmo del faraón y la
disolución de Sodoma.
Esta profecía se cumplió de un modo muy preciso y sorprendente en la
historia de Francia. Durante la Revolución en 1793, "el mundo oyó por
primera vez a toda una asamblea de hombres nacidos y educados en la
civilización, que se habían arrogado el derecho de gobernar a una de
las más admirables naciones europeas, levantar unánime voz para negar
la verdad más solemne para las almas y renunciar de común acuerdo a la
fe y a la adoración que se deben tributar a la Deidad."—Sir Walter
Scott, Life of Napoleón Buonaparte, tomo 1, cap. 17. "Francia ha sido
la única nación del mundo acerca de la cual consta en forma auténtica
que fue una nación erguida en rebelión contra el Autor del universo.
Muchos blasfemos, muchos infieles hay y seguirá habiéndolos en
Inglaterra, Alemania, España y en otras partes; pero Francia es la
única nación en la historia del mundo, que por decreto de su asamblea
legislativa, declaró que no hay Dios, cosa que regocijó a todos los
habitantes de la capital, y entre una gran mayoría de otros pueblos,
cantaron y bailaron hombres y mujeres al aceptar el
manifiesto."—Blackwood’s Magazine, noviembre, 1870.
Francia presentó también la característica que más distinguió a
Sodoma. Durante la Revolución manifestóse una condición moral tan
degradada y corrompida que puede compararse con la que acarreó la
destrucción de las ciudades de la llanura. Y el historiador presenta
juntos el ateísmo y la prostitución de Francia, tal como nos los da la
profecía: "Íntimamente relacionada con estas leyes que afectan la
religión, se encontraba aquella que reducía la unión matrimonial—el
contrato más sagrado que puedan hacer seres humanos, y cuya
permanencia y estabilidad contribuye eficacísimamente a la
consolidación de la sociedad—a un mero convenio civil de carácter
transitorio, que dos personas cualesquiera podían celebrar o deshacer
a su antojo.... Si los demonios se hubieran propuesto inventar la
manera más eficaz de destruir todo lo que existe de venerable, de
bueno o de permanente en la vida doméstica, con la seguridad a la vez
de que el daño que intentaban hacer se perpetuaría de generación en
generación, no habrían podido echar mano de un plan más adecuado que
el de la degradación del matrimonio.... Sofía Arnoult, notable actriz
que se distinguía por la agudeza de sus dichos, definió el casamiento
republicano como ‘el sacramento del adulterio.’" —Scott, tomo 1, cap.
17.
"En donde también el Señor de ellos fue crucificado." En Francia se
cumplió también este rasgo de la profecía. En ningún otro país se
había desarrollado tanto el espíritu de enemistad contra Cristo. En
ninguno había hallado la verdad tan acerba y cruel oposición. En la
persecución con que Francia afligió a los que profesaban el Evangelio,
crucificó también a Cristo en la persona de sus discípulos.
Siglo tras siglo la sangre de los santos había sido derramada.
Mientras los valdenses sucumbían en las montañas del Piamonte "a causa
de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús," sus hermanos, los
albigenses de Francia, testificaban de la misma manera por la verdad.
En los días de la Reforma los discípulos de ésta habían sucumbido en
medio de horribles tormentos. Reyes y nobles, mujeres de elevada
alcurnia, delicadas doncellas, la flor y nata de la nación, se habían
recreado viendo las agonías de los mártires de Jesús. Los valientes
hugonotes, en su lucha por los derechos más sagrados al corazón
humano, habían derramado su sangre en muchos y rudos combates. Los
protestantes eran considerados como fuera de la ley; sus cabezas eran
puestas a precio y se les cazaba como a fieras.
La "iglesia del desierto," es decir, los pocos descendientes de los
antiguos cristianos que aún quedaban en Francia en el siglo XVIII,
escondidos en las montañas del sur, seguían apegados a la fe de sus
padres. Cuando se arriesgaban a congregarse en las faldas de los
montes o en los páramos solitarios, eran cazados por los soldados y
arrastrados a las galeras donde llevaban una vida de esclavos hasta su
muerte. A los habitantes más morales, más refinados e inteligentes de
Francia se les encadenaba y torturaba horriblemente entre ladrones y
asesinos. (Wylie, lib. 22, cap. 6.) Otros, tratados con más
misericordia, eran muertos a sangre fría y a balazos, mientras que
indefensos oraban de rodillas. Centenares de ancianos, de mujeres
indefensas y de niños inocentes, eran dejados muertos en el mismo
lugar donde se habían reunido para celebrar su culto. Al recorrer la
falda del monte o el bosque para acudir al punto en donde solían
reunirse, no era raro hallar "a cada trecho, cadáveres que maculaban
la hierba o que colgaban de los árboles." Su país, asolado por la
espada, el hacha y la hoguera, "se había convertido en vasto y sombrío
yermo." "Estas atrocidades no se cometieron en la Edad Media, sino en
el siglo brillante de Luis XIV, en que se cultivaba la ciencia y
florecían las letras; cuando los teólogos de la corte y de la capital
eran hombres instruídos y elocuentes y que afectaban poseer las
gracias de la mansedumbre y del amor."—Id., cap. 7.
Pero lo más inicuo que se registra en el lóbrego catálogo de los
crímenes, el más horrible de los actos diabólicos de aquella sucesión
de siglos espantosos, fue la "matanza de San Bartolomé." Todavía se
estremece horrorizado el mundo al recordar las escenas de aquella
carnicería, la más vil y alevosa que se registra. El rey de Francia
instado por los sacerdotes y prelados de Roma sancionó tan espantoso
crimen. El tañido de una campana, resonando a medianoche, dio la señal
del degüello. Millares de protestantes que dormían tranquilamente en
sus casas, confiando en la palabra que les había dado el rey,
asegurándoles protección, fueron arrastrados a la calle sin previo
aviso y asesinados a sangre fría.
Así como Cristo era el jefe invisible de su pueblo cuando salió de la
esclavitud de Egipto, así lo fue Satanás de sus súbditos cuando
acometieron la horrenda tarea de multiplicar el número de los
mártires. La matanza continuó en París por siete días, con una furia
indescriptible durante los tres primeros. Y no se limitó a la ciudad,
sino que por decreto especial del rey se hizo extensiva a todas las
provincias y pueblos donde había protestantes. No se respetaba edad ni
sexo. No escapaba el inocente niño ni el anciano de canas. Nobles y
campesinos, viejos y jóvenes, madres y niños, sucumbían juntos. La
matanza siguió en Francia por espacio de dos meses. Perecieron en ella
setenta mil personas de la flor y nata de la nación.
"Cuando la noticia de la matanza llegó a Roma, el regocijo del clero
no tuvo límites. El cardenal de Lorena premió al mensajero con mil
duros; el cañón de San Angelo tronó en alegres salvas; se oyeron las
campanas de todas las torres; innumerables fogatas convirtieron la
noche en día; y Gregorio XIII acompañado de los cardenales y otros
dignatarios eclesiásticos, se encaminó en larga procesión hacia la
iglesia de San Luis, donde el cardenal de Lorena cantó el Te Deum....
Se acuñó una medalla para conmemorar la matanza, y aun pueden verse en
el Vaticano tres frescos de Vasari, representando la agresión contra
el almirante, al rey en el concilio maquinando la matanza, y la
matanza misma. Gregorio envió a Carlos la Rosa de Oro; y a los cuatro
meses de la matanza, ... escuchó complacido el sermón de un sacerdote
francés, ... que habló de ‘ese día tan lleno de dicha y alegría,
cuando el santísimo padre recibió la noticia y se encaminó hacia San
Luis en solemne comitiva para dar gracias a Dios.’ "—H. White, The
Massacre of St. Bartholomew, cap. 14.
El mismo espíritu maestro que impulsó la matanza de San Bartolomé fue
también el que dirigió las escenas de la Revolución. Jesucristo fue
declarado impostor, y el grito de unión de los incrédulos franceses
era: "Aplastad al infame," lo cual decían refiriéndose a Cristo. Las
blasfemias contra el cielo y las iniquidades más abominables se daban
la mano, y eran exaltados a los mejores puestos los hombres más
degradados y los más entregados al vicio y a la crueldad. En todo esto
no se hacía más que tributar homenaje supremo a Satanás, mientras que
se crucificaba a Cristo en sus rasgos característicos de verdad,
pureza y amor abnegado.
"La bestia que sube del abismo hará guerra contra ellos, y prevalecerá
contra ellos y los matará." El poder ateo que gobernó a Francia
durante la Revolución y el reinado del terror, hizo a Dios y a la
Biblia una guerra como nunca la presenciara el mundo. El culto de la
Deidad fue abolido por la asamblea nacional. Se recogían Biblias para
quemarlas en las calles haciendo cuanta burla de ellas se podía. La
ley de Dios fue pisoteada; las instituciones de la Biblia abolidas; el
día del descanso semanal fue abandonado y en su lugar se consagraba un
día de cada diez a la orgía y a la blasfemia. El bautismo y la
comunión quedaron prohibidos. Y en los sitios más a la vista en los
cementerios se fijaron avisos en que se declaraba que la muerte era un
sueño eterno.
El temor de Dios, decían, dista tanto de ser el principio de la
sabiduría que más bien puede considerársele como principio de la
locura. Quedó prohibida toda clase de culto religioso a excepción del
tributado a la libertad y a la patria. El "obispo constitucional de
París fue empujado a desempeñar el papel más importante en la farsa
más desvergonzada que jamás fuera llevada a cabo ante una
representación nacional ... Lo sacaron en pública procesión para que
manifestase a la convención que la religión que él había enseñado por
tantos años, era en todos respectos una tramoya del clero, sin
fundamento alguno en la historia ni en la verdad sagrada. Negó
solemnemente y en los términos más explícitos la existencia de la
Deidad a cuyo culto se había consagrado él y ofreció que en lo
sucesivo se dedicaría a rendir homenaje a la libertad, la igualdad, la
virtud y la moral. Colocó luego sobre una mesa sus ornamentos
episcopales y recibió un abrazo fraternal del presidente de la
convención. Varios sacerdotes apóstatas imitaron el ejemplo del
prelado."—Scott, tomo 1, cap. 17.
"Y los que habitan sobre la tierra se regocijan sobre ellos, y hacen
fiesta; y se envían regalos los unos a los otros; porque estos dos
profetas atormentaron a los que habitan sobre la tierra." La Francia
incrédula había acallado las voces de reprensión de los testigos de
Dios. La Palabra de verdad yacía muerta en sus calles y los que
odiaban las restricciones y los preceptos de la ley de Dios se
llenaron de júbilo. Los hombres desafiaban públicamente al Rey de los
cielos, y gritaban como los pecadores de la antigüedad: "¿Cómo sabe
Dios? ¿y hay conocimiento en lo alto?" Salmo 73:11.
Uno de los sacerdotes del nuevo orden, profiriendo terribles
blasfemias, dijo: "¡Dios! si es cierto que existes, toma venganza de
las injurias que se hacen a tu nombre. ¡Yo te desafío! Guardas
silencio; no te atreves a descargar tus truenos. Entonces ¿quién va a
creer que existes?"—M. Ch. Lacretelle, Histoire de France pendant le
dixhuitième siècle, tomo 11, pág. 309. ¡Qué eco tan fiel de la
pregunta de Faraón: "¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz?" "No
conozco a Jehová"!
318) "Dijo el necio en su corazón: No hay Dios." Salmo 14:1. Y el
Señor declara respecto de los que pervierten la verdad que "se hará
manifiesta a todos su necedad." 2 Timoteo 3:9. Después que hubo
renunciado al culto del Dios vivo, "el Alto y el Excelso que habita la
eternidad," cayó Francia al poco tiempo en una idolatría degradante
rindiendo culto a la Diosa de la razón en la persona de una mujer
libertina. ¡Y esto en la cámara representativa de la nación y por
medio de las más altas autoridades civiles y legislativas! Dice el
historiador: "Una de las ceremonias de aquel tiempo de locura no tiene
igual por lo absurdo combinado con lo impío. Las puertas de la
convención se abrieron de par en par para dar entrada a los músicos de
la banda que precedía a los miembros del cuerpo municipal que entraron
en solemne procesión, cantando un himno a la libertad y escoltando
como objeto de su futura adoración a una mujer cubierta con un velo y
a la cual llamaban la Diosa de la razón. Cuando llegó ésta al lugar
que le estaba reservado, le fue quitado el velo con gran ceremonial, y
se le dio asiento a la derecha del presidente, reconociendo todos
ellos en ella a una bailarina de la ópera.... A esta mujer rindió
público homenaje la convención nacional de Francia, considerándola
como la representación perfecta de la razón que ellos veneraban.
"Esta momería sacrílega y ridícula estuvo de moda; y la instalación de
la Diosa de la razón fue imitada en algunas poblaciones del país que
deseaban demostrar que se hallaban a la altura de la
Revolución."—Scott, tomo 1, cap. 17.
El orador que introdujo el culto de la razón, se expresó en estos
términos: "¡Legisladores! El fanatismo ha cedido su puesto a la razón;
sus turbios ojos no han podido resistir el brillo de la luz. Un pueblo
inmenso se ha trasladado hoy a esas bóvedas góticas, en las que por
vez primera han repercutido los ecos de la verdad. Allí han celebrado
los franceses el único culto verdadero: el de la libertad, el de la
razón. Allí hemos hecho votos por la prosperidad de las armas de la
República; allí hemos abandonado inanimados ídolos para seguir a la
razón, a esta imagen animada, la obra más sublime de la
naturaleza."—M. A. Thiers, Historia de la Revolución Francesa, cap.
29.
Al ser presentada la Diosa ante la convención, la tomó el orador de la
mano y dirigiéndose a toda la asamblea, dijo: "Mortales, cesad de
temblar ante los truenos impotentes de un Dios que vuestros temores
crearon. No reconozcáis de hoy en adelante otra divinidad que la
razón. Yo os presento su imagen más noble y pura; y, si habéis de
tener ídolos, ofreced sacrificios solamente a los que sean como éste
... ¡Caiga ante el augusto senado de la libertad, el velo de la razón!
...
"La Diosa, después de haber sido abrazada por el presidente, tomó
asiento en una magnífica carroza que condujeron por entre el inmenso
gentío hasta la catedral de Notre Dame, para reemplazar a la Deidad.
La elevaron sobre el altar mayor y recibió la adoración de todos los
que estaban presentes."—Alison, tomo 1, cap. 10.
Poco después de esto procedieron a quemar públicamente la Biblia. En
cierta ocasión "la Sociedad Popular del Museo" entró en el salón
municipal gritando: ¡Vive la Raison! y llevando en la punta de un palo
los fragmentos de varios libros que habían sacado de las llamas,
quemados en parte; entre otros, breviarios, misales, y el Antiguo y
Nuevo Testamentos que "expiaron en un gran fuego—dijo el
presidente—todas las locuras en que por causa de ellos había incurrido
la raza humana."—Journal de Paris, 14 de nov. de 1793 (No. 318, pág.
1279).
El romanismo había principiado la obra que el ateísmo se encargaba de
concluir. A la política de Roma se debía la condición social, política
y religiosa que empujaba a Francia hacia la ruina. No faltan los
autores que, refiriéndose a los horrores de la Revolución, admiten que
de esos excesos debe hacerse responsables al trono y a la iglesia. En
estricta justicia debieran atribuirse a la iglesia sola. El romanismo
había enconado el ánimo de los monarcas contra la Reforma, haciéndola
aparecer como enemiga de la corona, como elemento de discordia que
podía ser fatal a la paz y a la buena marcha de la nación. Fue el
genio de Roma el que por este medio inspiró las espantosas crueldades
y la acérrima opresión que procedían del trono.
El espíritu de libertad acompañaba a la Biblia. Doquiera se le
recibiese, el Evangelio despertaba la inteligencia de los hombres.
Estos empezaban por arrojar las cadenas que por tanto tiempo los
habían tenido sujetos a la ignorancia, al vicio y a la superstición.
Empezaban a pensar y a obrar como hombres. Al ver esto los monarcas
temieron por la suerte de su despotismo.
Roma no fue tardía para inflamar los temores y los celos de los reyes.
Decía el papa al regente de Francia en 1525: "Esta manía [el
protestantismo] no sólo confundirá y acabará con la religión, sino
hasta con los principados, con la nobleza, con las leyes, con el orden
y con las jerarquías."—G. de Felice, Histoire des Protestants de
France, lib. 1, cap. 2. Y pocos años después un nuncio papal le daba
este aviso al rey: ‘Señor, no os engañéis. Los protestantes van a
trastornar tanto el orden civil como el religioso.... El trono peligra
tanto como el altar. . . . Al introducirse una nueva religión se
introduce necesariamente un nuevo gobierno."—D’Aubigné, Histoire de la
Réformation au temps de Calvin, lib. 2, cap. 36. Y los teólogos
apelaban a las preocupaciones del pueblo al declarar que las doctrinas
protestantes "seducen a los hombres hacia las novedades y la locura;
roban así al rey el afecto leal de sus súbditos y destruyen la iglesia
y el estado al mismo tiempo." De ese modo logró Roma predisponer a
Francia contra la Reforma. "Y la espada de la persecución se
desenvainó por primera vez en Francia para sostener el trono,
resguardar a los nobles y conservar las leyes."—Wylie, lib. 13, cap.
4.
Poco previeron los reyes cuán fatales iban a ser los resultados de tan
odiosa política. Las enseñanzas de la Biblia eran las que hubieran
podido implantar en las mentes y en los corazones de los hombres
aquellos principios de justicia, de templanza, de verdad, de equidad y
de benevolencia, que son la piedra angular del edificio de la
prosperidad de un pueblo. "La justicia engrandece la nación." Y con
ella "será afirmado el trono." Proverbios 14:34; 16:12. "El efecto de
la justicia será paz; y la labor de justicia, reposo y seguridad para
siempre." Isaías 32:17. El que obedece las leyes divinas es el que
mejor respetará y acatará las leyes de su país. El que teme a Dios
honrará al rey en el ejercicio de su autoridad justa y legítima. Pero
por desgracia Francia prohibió la Biblia y desterró a sus discípulos.
Siglo tras siglo hubo hombres de principios e integridad, de gran
inteligencia y de fuerza moral, que tuvieron valor para confesar sus
convicciones y fe suficiente para sufrir por la verdad—siglo tras
siglo estos hombres penaron como esclavos en las galeras, y perecieron
en la hoguera o los dejaron que se pudrieran en tenebrosas e inmundas
mazmorras. Miles y miles se pusieron en salvo huyendo; y esto duró
doscientos cincuenta años después de iniciada la Reforma.
"Casi no hubo generación de franceses durante ese largo período que no
fuera testigo de la fuga de los discípulos del Evangelio que huían
para escapar de la furia insensata de sus perseguidores, llevándose
consigo la inteligencia, las artes, la industria y el carácter
ordenado que por lo general los distinguían y contribuían luego a
enriquecer a los países donde encontraban refugio. Pero en la medida
en que enriquecían otros países con sus preciosos dones, despojaban al
suyo propio. Si hubieran permanecido en Francia todos los que la
abandonaron; si por espacio de trescientos años la pericia industrial
de aquéllos hubiera sido empleada en cultivar el suelo de su país, en
hacer progresar las manufacturas; si durante estos trescientos años el
genio creador de los mismos, junto con su poder analítico, hubiera
seguido enriqueciendo la literatura y cultivando las ciencias de
Francia; si hubiera sido dedicada la sabiduría de tan nobles hijos a
dirigir sus asambleas, su valor a pelear sus batallas, y su equidad a
formular las leyes, y la religión de la Biblia a robustecer la
inteligencia y dirigir las conciencias del pueblo, ¡qué inmensa gloria
no tendría Francia hoy! ¡Qué grande, qué próspero y qué dichoso país
no sería! ... ¡Toda una nación modelo!
"Pero un fanatismo ciego e inexorable echó de su suelo a todos los que
enseñaban la virtud, a los campeones del orden y a los honrados
defensores del trono; dijo a los que hubieran podido dar a su país
‘renombre y gloria’: Escoged entre la hoguera o el destierro. Al fin
la ruina del estado fue completa; ya no quedaba en el país conciencia
que proscribir, religión que arrastrar a la hoguera ni patriotismo que
desterrar."—Wylie, lib. 13, cap. 20. Todo lo cual dio por resultado la
Revolución con sus horrores.
"Con la huida de los hugonotes quedó Francia sumida en general
decadencia. Florecientes ciudades manufactureras quedaron arruinadas;
los distritos más fértiles volvieron a quedar baldíos, el
entorpecimiento intelectual y el decaimiento de la moralidad
sucedieron al notable progreso que antes imperara. París quedó
convertido en un vasto asilo: asegúrase que precisamente antes de
estallar la Revolución doscientos mil indigentes dependían de los
socorros del rey. Únicamente los jesuitas prosperaban en la nación
decaída, y gobernaban con infame tiranía sobre las iglesias y las
escuelas, las cárceles y las galeras."
El Evangelio hubiera dado a Francia la solución de estos problemas
políticos y sociales que frustraron los propósitos de su clero, de su
rey y de sus gobernantes, y arrastraron finalmente a la nación entera
a la anarquía y a la ruina. Pero bajo el dominio de Roma el pueblo
había perdido las benditas lecciones de sacrificio y de amor que diera
el Salvador. Todos se habían apartado de la práctica de la abnegación
en beneficio de los demás. Los ricos no tenían quien los reprendiera
por la opresión con que trataban a los pobres, y a éstos nadie los
aliviaba de su degradación y servidumbre. El egoísmo de los ricos y de
los poderosos se hacía más y más manifiesto y avasallador. Por varios
siglos el libertinaje y la ambición de los nobles habían impuesto a
los campesinos extorsiones agotadoras. El rico perjudicaba al pobre y
éste odiaba al rico.
En muchas provincias sucedía que los nobles eran dueños del suelo y
los de las clases trabajadoras simples arrendatarios; y de este modo,
el pobre estaba a merced del rico, y se veía obligado a someterse a
sus exorbitantes exigencias. La carga del sostenimiento de la iglesia
y del estado pesaba sobre los hombros de las clases media y baja del
pueblo, las cuales eran recargadas con tributos por las autoridades
civiles y por el clero. "El placer de los nobles era considerado como
ley suprema; y que el labriego y el campesino pereciesen de hambre no
era para conmover a sus opresores.... En todo momento el pueblo debía
velar exclusivamente por los intereses del propietario. Los
agricultores llevaban una vida de trabajo duro y continuo, y de una
miseria sin alivio; y si alguna vez osaban quejarse se les trataba con
insolente desprecio. En los tribunales siempre se fallaba en favor del
noble y en contra del campesino; los jueces aceptaban sin escrúpulo el
cohecho; en virtud de este sistema de corrupción universal, cualquier
capricho de la aristocracia tenía fuerza de ley. De los impuestos
exigidos a la gente común por los magnates seculares y por el clero,
no llegaba ni la mitad al tesoro del reino, ni al arca episcopal, pues
la mayor parte de lo que cobraban lo gastaban los recaudadores en la
disipación y en francachelas. Y los que de esta manera despojaban a
sus consúbditos estaban libres de impuestos y con derecho por la ley o
por la costumbre a ocupar todos los puestos del gobierno. La clase
privilegiada estaba formada por ciento cincuenta mil personas, y para
regalar a esta gente se condenaba a millones de seres a una vida de
degradación irremediable."
La corte estaba completamente entregada a la lujuria y al libertinaje.
El pueblo y sus gobernantes se veían con desconfianza. Se sospechaba
de todas las medidas que dictaba el gobierno, porque se le consideraba
intrigante y egoísta. Por más de medio siglo antes de la Revolución,
ocupó el trono Luis XV, quien aun en aquellos tiempos corrompidos
sobresalió en su frivolidad, su indolencia y su lujuria. Al observar
aquella depravada y cruel aristocracia y la clase humilde sumergida en
la ignorancia y en la miseria, al estado en plena crisis financiera y
al pueblo exasperado, no se necesitaba tener ojo de profeta para ver
de antemano una inminente insurrección. A las amonestaciones que le
daban sus consejeros, solía contestar el rey: "Procurad que todo siga
así mientras yo viva; después de mi muerte, suceda lo que quiera." En
vano se le hizo ver la necesidad que había de una reforma. Bien
comprendía él el mal estado de las cosas, pero no tenía ni valor ni
poder suficiente para remediarlo. Con acierto describía él la suerte
de Francia con su respuesta tan egoísta como indolente: "¡Después de
mí el diluvio!"
Valiéndose Roma de la ambición de los reyes y de las clases
dominantes, había ejercido su influencia para sujetar al pueblo en la
esclavitud, pues comprendía que de ese modo el estado se debilitaría y
ella podría dominar completamente gobiernos y súbditos. Por su
previsora política advirtió que para esclavizar eficazmente a los
hombres necesitaba subyugar sus almas y que el medio más seguro para
evitar que escapasen de su dominio era convertirlos en seres impropios
para la libertad. Mil veces más terrible que el padecimiento físico
que resultó de su política, fue la degradación moral que prevaleció en
todas partes. Despojado el pueblo de la Biblia y sin más enseñanzas
que la del fanatismo y la del egoísmo, quedó sumido en la ignorancia y
en la superstición y tan degradado por los vicios que resultaba
incapaz de gobernarse por sí solo.
Empero los resultados fueron muy diferentes de lo que Roma había
procurado. En vez de que las masas se sujetaran ciegamente a sus
dogmas, su obra las volvió incrédulas y Revolucionaras; odiaron al
romanismo y al sacerdocio a los que consideraban cómplices en la
opresión. El único Dios que el pueblo conocía era el de Roma, y la
enseñanza de ésta su única religión. Considerando la crueldad y la
iniquidad de Roma como fruto legítimo de las enseñanzas de la Biblia,
no quería saber nada de éstas.
Roma había dado a los hombres una idea falsa del carácter de Dios, y
pervertido sus requerimientos. En consecuencia, al fin el pueblo
rechazó la Biblia y a su Autor. Roma había exigido que se creyese
ciegamente en sus dogmas, que declaraba sancionados por las
Escrituras. En la reacción que se produjo, Voltaire y sus compañeros
desecharon en absoluto la Palabra de Dios e hicieron cundir por todas
partes el veneno de la incredulidad. Roma había hollado al pueblo con
su pie de hierro, y las masas degradadas y embrutecidas, al sublevarse
contra tamaña tiranía, desconocieron toda sujeción. Se enfurecieron al
ver que por mucho tiempo habían aceptado tan descarados embustes y
rechazaron la verdad juntamente con la mentira; y confundiendo la
libertad con el libertinaje, los esclavos del vicio se regocijaron con
una libertad imaginaria.
Al estallar la Revolución el rey concedió al pueblo que lo
representara en la asamblea nacional un número de delegados superior
al del clero y al de los nobles juntos. Era pues el pueblo dueño de la
situación; pero no estaba preparado para hacer uso de su poder con
sabiduría y moderación. Ansioso de reparar los agravios que había
sufrido, decidió reconstituir la sociedad. Un populacho encolerizado
que guardaba en su memoria el recuerdo de tantos sufrimientos,
resolvió levantarse contra aquel estado de miseria que había venido ya
a ser insoportable, y vengarse de aquellos a quienes consideraba como
responsables de sus padecimientos. Los oprimidos, poniendo en práctica
las lecciones que habían aprendido bajo el yugo de los tiranos, se
convirtieron en opresores de los mismos que antes les habían
oprimido.
La desdichada Francia recogió con sangre lo que había sembrado.
Terribles fueron las consecuencias de su sumisión al poder avasallador
de Roma. Allí donde Francia, impulsada por el papismo, prendiera la
primera hoguera en los comienzos de la Reforma, allí también la
Revolución levantó su primera guillotina. En el mismo sitio en que
murieron quemados los primeros mártires del protestantismo en el siglo
XVI, fueron precisamente decapitadas las primeras víctimas en el siglo
XVIII. Al rechazar Francia el Evangelio que le brindaba bienestar,
franqueó las puertas a la incredulidad y a la ruina. Una vez
desechadas las restricciones de la ley de Dios, se echó de ver que las
leyes humanas no tenían fuerza alguna para contener las pasiones, y la
nación fue arrastrada a la rebeldía y a la anarquía. La guerra contra
la Biblia inició una era conocida en la historia como "el reinado del
terror." La paz y la dicha fueron desterradas de todos los hogares y
de todos los corazones. Nadie tenía la vida segura. El que triunfaba
hoy era considerado al día siguiente como sospechoso y le condenaban a
muerte. La violencia y la lujuria dominaban sin disputa.
El rey, el clero y la nobleza, tuvieron que someterse a las
atrocidades de un pueblo excitado y frenético. Su sed de venganza
subió de punto cuando el rey fue ejecutado, y los mismos que
decretaron su muerte le siguieron bien pronto al cadalso. Se resolvió
matar a cuantos resultasen sospechosos de ser hostiles a la
Revolución. Las cárceles se llenaron y hubo en cierta ocasión dentro
de sus muros más de doscientos mil presos. En las ciudades del reino
se registraron crímenes horrorosos. Se levantaba un partido
Revolucionario contra otro, y Francia quedó convertida en inmenso
campo de batalla donde las luchas eran inspiradas y dirigidas por las
violencias y las pasiones. "En París sucedíanse los tumultos uno a
otro y los ciudadanos divididos en diversos partidos, no parecían
llevar otra mira que el exterminio mutuo." Y para agravar más aun la
miseria general, la nación entera se vio envuelta en prolongada y
devastadora guerra con las mayores potencias de Europa. "El país
estaba casi en bancarrota, el ejército reclamaba pagos atrasados, los
parisienses se morían de hambre, las provincias habían sido puestas a
saco por los bandidos y la civilización casi había desaparecido en la
anarquía y la licencia."
Harto bien había aprendido el pueblo las lecciones de crueldad y de
tormento que con tanta diligencia Roma le enseñara. Al fin había
llegado el día de la retribución. Ya no eran los discípulos de Jesús
los que eran arrojados a las mazmorras o a la hoguera. Tiempo hacía ya
que estos habían perecido o que se hallaban en el destierro; la
desapiadada Roma sentía ya el poder mortífero de aquellos a quienes
ella había enseñado a deleitarse en la perpetración de crímenes
sangrientos. "El ejemplo de persecución que había dado el clero de
Francia durante varios siglos se volvía contra él con señalado vigor.
Los cadalsos se teñían con la sangre de los sacerdotes. Las galeras y
las prisiones en donde antes se confinaba a los hugonotes, se hallaban
ahora llenas de los perseguidores de ellos. Sujetos con cadenas al
banquillo del buque y trabajando duramente con los remos, el clero
católico romano experimentaba los tormentos que antes con tanta
prodigalidad infligiera su iglesia a los mansos herejes."
"Llegó entonces el día en que el código más bárbaro que jamás se haya
conocido fue puesto en vigor por el tribunal más bárbaro que se
hubiera visto hasta entonces; día aquél en que nadie podía saludar a
sus vecinos, ni a nadie se le permitía que hiciese oración . . . so
pena de incurrir en el peligro de cometer un crimen digno de muerte;
en que los espías acechaban en cada esquina; en que la guillotina no
cesaba en su tarea día tras día; en que las cárceles estaban tan
llenas de presos que más parecían galeras de esclavos; y en que las
acequias corrían al Sena llevando en sus raudales la sangre de las
víctimas....Mientras que en París se llevaban cada día al suplicio
carros repletos de sentenciados a muerte, los procónsules que eran
enviados por el comité supremo a los departamentos desplegaban tan
espantosa crueldad que ni aun en la misma capital se veía cosa
semejante. La cuchilla de la máquina infernal no daba abasto a la
tarea de matar gente. Largas filas de cautivos sucumbían bajo
descargas graneadas de fusilería. Se abrían intencionalmente boquetes
en las barcazas sobrecargadas de cautivos. Lyon se había convertido en
desierto. En Arrás ni aun se concedía a los presos la cruel
misericordia de una muerte rápida. Por toda la ribera del Loira, río
abajo desde Saumur al mar, se veían grandes bandadas de cuervos y
milanos que devoraban los cadáveres desnudos que yacían unidos en
abrazos horrendos y repugnantes. No se hacía cuartel ni a sexo ni a
edad. El número de muchachos y doncellas menores de diecisiete años
que fueron asesinados por orden de aquel execrable gobierno se cuenta
por centenares. Pequeñuelos arrebatados del regazo de sus madres eran
ensartados de pica en pica entre las filas jacobinas." En apenas diez
años perecieron multitudes de seres humanos.
Todo esto era del agrado de Satanás. Con este fin había estado
trabajando desde hacía muchos siglos. Su política es el engaño desde
el principio hasta el fin, y su firme intento es acarrear a los
hombres dolor y miseria, desfigurar y corromper la obra de Dios,
estorbar sus planes divinos de benevolencia y amor, y de esta manera
contristar al cielo. Confunde con sus artimañas las mentes de los
hombres y hace que éstos achaquen a Dios la obra diabólica, como si
toda esta miseria fuera resultado de los planes del Creador. Asimismo,
cuando los que han sido degradados y embrutecidos por su cruel dominio
alcanzan su libertad, los impulsa al crimen, a los excesos y a las
atrocidades. Y luego los tiranos y los opresores se valen de
semejantes cuadros del libertinaje para ilustrar las consecuencias de
la libertad.
Cuando un disfraz del error ha sido descubierto, Satanás le da otro, y
la gente lo saluda con el mismo entusiasmo con que acogió el anterior.
Cuando el pueblo descubrió que el romanismo era un engaño, y él,
Satanás, ya no podía conseguir por ese medio que se violase la ley de
Dios, optó entonces por hacerle creer que todas las religiones eran
engañosas y la Biblia una fábula; y arrojando lejos de sí los
estatutos divinos se entregó a una iniquidad desenfrenada.
El error fatal que ocasionó tantos males a los habitantes de Francia
fue el desconocimiento de esta gran verdad: que la libertad bien
entendida se basa en las prohibiciones de la ley de Dios. "¡Oh si
hubieras escuchado mis mandamientos! entonces tu paz habría sido como
un río, y tu justicia como las olas del mar." "¡Mas no hay paz, dice
Jehová, para los inicuos!" "Aquel empero que me oyere a mí, habitará
seguro, y estará tranquilo, sin temor de mal." Isaías 48:18, 22;
Proverbios 1:33.
Los ateos, los incrédulos y los apóstatas se oponen abiertamente a la
ley de Dios; pero los resultados de su influencia prueban que el
bienestar del hombre depende de la obediencia a los estatutos divinos.
Los que no quieran leer esta lección en el libro de Dios, tendrán que
leerla en la historia de las naciones.
Cuando Satanás obró por la iglesia romana para desviar a los hombres
de la obediencia a Dios, nadie sospechaba quiénes fueran sus agentes y
su obra estaba tan bien disfrazada que nadie comprendió que la miseria
que de ella resultó fuera fruto de la transgresión. Pero su poder fue
contrarrestado de tal modo por la obra del Espíritu de Dios que sus
planes no llegaron a desarrollarse hasta su consumación. La gente no
supo remontar del efecto a la causa ni descubrir el origen de tanta
desgracia. Pero en la Revolución la asamblea nacional rechazó la ley
de Dios, y durante el reinado del terror que siguió todos pudieron ver
cuál era la causa de todas las desgracias.
Cuando Francia desechó a Dios y descartó la Biblia públicamente, hubo
impíos y espíritus de las tinieblas que se llenaron de júbilo por
haber logrado al fin el objeto que por tanto tiempo se habían
propuesto: un reino libre de las restricciones de la ley de Dios. Y
porque la maldad no era pronto castigada, el corazón de los hijos de
los hombres estaba "plenamente resuelto a hacer el mal." Empero la
transgresión de una ley justa y recta debía traer inevitablemente como
consecuencia la miseria y el desastre. Si bien es verdad que no vino
el juicio inmediatamente sobre los culpables, estaban éstos labrando
su ruina segura. Siglos de apostasía y de crimen iban acumulando la
ira para el día de la retribución; y cuando llegaron al colmo de la
iniquidad comprendieron los menospreciadores de Dios cuán terrible es
agotar la paciencia divina. Fue retirado en gran medida el poder
restrictivo del Espíritu de Dios que hubiera sido el único capaz de
tener en jaque al poder cruel de Satanás y se le permitió al que se
deleita en los sufrimientos de la humanidad que hiciese su voluntad.
Los que habían preferido servir a la rebelión cosecharon los frutos de
ella hasta que la tierra se llenó de crímenes tan horribles que la
pluma se resiste a describirlos. De las provincias y asoladas y de las
ciudades arruinadas, levantábase un clamor terrible de desesperación,
de angustia indescriptible. Francia se estremecía como sacudida por un
terremoto. La religión, la ley, la sociedad, el orden, la familia, el
estado y la iglesia, todo lo abatía la mano impía que se levantara
contra la ley de Dios. Bien dijo el sabio: "Por su misma maldad caerá
el hombre malo." "Pero aunque el pecador haga mal cien veces, y con
todo se le prolonguen los días, sin embargo yo ciertamente sé que les
irá bien a los que temen a Dios, por lo mismo que temen delante de él.
Al hombre malo empero no le irá bien." "Por cuanto aborrecieron la
ciencia, y no escogieron el temor de Jehová; . . . por tanto comerán
del fruto de su mismo camino, y se hartarán de sus propios consejos."
Proverbios 11:5; Eclesiastés 8:12, 13; Proverbios 1:29, 31.
No iban a permanecer mucho tiempo en silencio los fieles testigos de
Dios que habían sucumbido bajo el poder blasfemo "que sube del
abismo." "Después de los tres días y medio, el espíritu de vida,
venido de Dios, entró en ellos, y se levantaron sobre sus pies: y cayó
gran temor sobre los que lo vieron." Apocalipsis 11:11. En 1793 había
promulgado la Asamblea francesa los decretos que abolían la religión
cristiana y desechaban la Biblia. Tres años y medio después, este
mismo cuerpo legislativo adoptó una resolución que rescindía esos
decretos y concedía tolerancia a las Sagradas Escrituras. El mundo
contemplaba estupefacto los terribles resultados que se había obtenido
al despreciar los Oráculos Sagrados y los hombres reconocían que la fe
en Dios y en Su Palabra son la base de la virtud y de la moralidad.
Dice el Señor: "¿A quién injuriaste y a quién blasfemaste? ¿contra
quién has alzado tu voz, y levantado tus ojos en alto? Contra el Santo
de Israel " "Por tanto, he aquí, les enseñaré de esta vez, enseñarles
he mi mano y mi fortaleza, y sabrán que mi nombre es Jehová." Isaías
37:23; Jeremías 16:21.
Hablando de los dos testigos, el profeta dice además: "Y oyeron una
grande voz del cielo, que les decía: Subid acá. Y subieron al cielo en
una nube, y sus enemigos los vieron" Apocalipsis 11:12. Desde que
Francia les declarara la guerra, estos dos testigos de Dios han
recibido mayor honra que nunca antes. En el año 1804 se organizó la
Sociedad Bíblica Británica y Extranjera. Este hecho fue seguido de
otros semejantes en otras partes de Europa donde se organizaron
sociedades similares con numerosas ramas esparcidas por muchas partes
del continente. En 1816 se fundó la Sociedad Bíblica Americana. Cuando
se creó la Sociedad Británica, la Biblia circulaba en cincuenta
idiomas. Desde entonces ha sido traducida en muchos centenares de
idiomas y dialectos.
Durante los cincuenta años que precedieron a 1792, se daba muy escasa
importancia a la obra de las misiones en el extranjero. No se fundaron
sociedades nuevas, y eran muy pocas las iglesias que se esforzaban por
extender el Evangelio en los países paganos. Pero en las postrimerías
del siglo XVIII se vio un cambio notable. Los hombres comenzaron a
sentirse descontentos con los resultados del racionalismo y
comprendieron la gran necesidad que tenían de la revelación divina y
de la experiencia religiosa. Desde entonces la obra de las misiones en
el extranjero se extendió rápidamente.
Los adelantos de la imprenta dieron notable impulso a la circulación
de la Biblia. El incremento de los medios de comunicación entre los
diferentes países, la supresión de las barreras del prejuicio y del
exclusivismo nacional, y la pérdida del dominio temporal del pontífice
de Roma, han ido abriéndole paso a la Palabra de Dios. Hace ya muchos
años que la Biblia se vende en las calles de Roma sin que haya quien
lo impida, y en el día de hoy ha sido llevada a todas las partes del
mundo habitado.
El incrédulo Voltaire dijo con arrogancia en cierta ocasión: "Estoy
cansado de oír de continuo que doce hombres establecieron la religión
cristiana. Yo he de probar que un solo hombre basta para destruirla."
Han transcurrido varias generaciones desde que Voltaire murió y
millones de hombres han secundado su obra de propaganda contra la
Biblia. Pero lejos de agotarse la circulación del precioso libro, allí
donde había cien ejemplares en tiempo de Voltaire hay diez mil hoy
día, por no decir cien mil. Como dijo uno de los primitivos
reformadores hablando de la iglesia cristiana: "La Biblia es un yunque
sobre el cual se han gastado muchos martillos." Ya había dicho el
Señor: "Ninguna arma forjada contra ti tendrá éxito; y a toda lengua
que en juicio se levantare contra ti, condenarás." Isaías 54:17.
"La Palabra de nuestro Dios permanece para siempre." "Seguros son
todos sus preceptos; establecidos para siempre jamás, hechos en verdad
y en rectitud." Isaías 40:8; Salmo 111:7, 8. Lo que fuere edificado
sobre la autoridad de los hombres será derribado; mas lo que lo fuere
sobre la roca inamovible de la Palabra de Dios, permanecerá para
siempre.
"El que venciere, poseerá todas las cosas; y yo seré su Dios, y él
será mi hijo." Apocalipsis 21:7.