La historia conmovedora de cómo los cristianos de España dieron
testimonio de su fe y hasta dieron su vida por ella. Firmes como una
roca a favor de la Biblia, preservaron estas verdades para nuestros
días.
Venga comigo a España y veamos a estos hombres y mujeres compartiendo
su fe.
Este capítulo fue compilado por los Sres. C.C. Crisler y H. H. Hall, y
se insertó en esta obra con la aprobación de la autora.
Alfonso de Valdés que, como secretario imperial, acompañó a Carlos
Quinto con motivo de su coronación, en 1520, y a la dieta de Worms, en
1521 aprovechó su viaje a Alemania y a los Países Bajos para
informarse bien respecto al origen y a la propagación del movimiento
evangélico, y escribió dos cartas a sus amigos de España haciendo un
relato completo de cuanto había oído, incluso un informe detallado de
la comparecencia de Lutero ante la dieta. "Hay razón para creer que la
primera de estas cartas se publicó en aquel entonces."—M’Crie, cap. 4.
Unos diez años después estuvo con Carlos Quinto en la dieta de
Augsburgo, donde tuvo oportunidad para conversar libremente con
Melanchton, a quien aseguró que "su influencia había contribuido a
librar el ánimo del emperador de . . . falsas impresiones; y que en
una entrevista posterior se le había encargado dijera a Melanchton que
su majestad deseaba que éste escribiera un compendio claro de las
opiniones de los luteranos, poniéndolas en oposición, artículo por
artículo, con las de sus adversarios. El reformador accedió gustoso al
pedido, y el resultado de su labor fue comunicado por Valdés a
Campegio, legado del papa. Este acto no se le escapó al ojo vigilante
de la Inquisición. Luego que Valdés regresó a su país natal, se le
acusó ante el ‘Santo Oficio,’ y fue condenado como sospechoso de
luteranismo."—M’Crie, cap. 4.
Los comienzos del siglo XVI coinciden con "el período heroico de la
historia de España, el período de la victoria final sobre los moros y
de la romántica conquista de un nuevo mundo, período en que el
entusiasmo religioso y militar elevó el carácter nacional de un modo
extraordinario. Tanto en la guerra como en la diplomacia y en el arte
de gobernar, se reconocía y temía la preeminencia de los españoles." A
fines del siglo XV, Colón había descubierto y reunido a la corona de
España "territorios dilatadísimos y fabulosamente ricos." En los
primeros años del siglo XVI fue cuando el primer europeo vio el Océano
Pacífico; y mientras se colocaba en Aquisgrán la corona de Carlomagno
y Barbarroja sobre la cabeza de Carlos Quinto, "Magallanes llevaba a
cabo el gran viaje que había de tener por resultado la
circunnavegación del globo, y Cortés hallábase empeñado en la ardua
conquista de México." Veinte años después "Pizarro había llevado a
feliz término la conquista del Perú."—Encyclopaedia Britannica, novena
ed., art. "Carlos Quinto."
Carlos Quinto ascendió al trono como soberano de España y Nápoles, de
los Países Bajos, de Alemania y Austria "en tiempo en que Alemania se
encontraba en un estado de agitación sin precedente."—The New
International Encyclopaedia, art. "Carlos Quinto." Con la invención de
la imprenta propagóse la Biblia por los hogares del pueblo, y como
muchos aprendieran a leer para sí la Palabra de Dios, la luz de la
verdad disipó las tinieblas de la superstición como por obra de una
nueva revelación. Era evidente que había habido un alejamiento de las
enseñanzas de los fundadores de la iglesia primitiva, tal cual se
hallaban relatadas en el Nuevo Testamento. ( Motley, Histoire de la
fondation de la République des Provinces Unies, Introducción, XII.)
Entre las órdenes monásticas "la vida conventual habíase corrompido al
extremo de que los monjes más virtuosos no podían ya soportarla."—
Kurtz, Kirchengeschichte, sec. 125. Otras muchas personas relacionadas
con la iglesia se asemejaban muy poco a Jesús y a Sus apóstoles. Los
católicos sinceros, que amaban y honraban la antigua religión, se
horrorizaban ante el espectáculo que se les ofrecía por doquiera.
Entre todas las clases sociales se notaba "una viva percepción de las
corrupciones" que se habían introducido en la iglesia, y "un profundo
y general anhelo por la reforma."—Id., sec. 122.
"Deseosos de respirar un ambiente más sano, surgieron por todas partes
evangelistas inspirados por una doctrina más pura."—Id., sec. 125.
Muchos católicos cristianos, nobles y serios, entre los que se
contaban no pocos del clero español e italiano, uniéronse a dicho
movimiento, que rápidamente iba extendiéndose por Alemania y Francia.
Como lo declaró el sabio arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza,
en sus Comentarios del Catecismo, aquellos piadosos prelados querían
ver "revivir en su sencillez y pureza el antiguo espíritu de nuestros
antepasados y de la iglesia primitiva."—Bartolomé Carranza y Miranda,
Comentarios sobre el catecismo cristiano, Amberes, 1558, pág. 233;
citado por Kurtz, sec. 139.
Uno de los colportores más tesoneros y afortunados en la empresa fue
Julián Hernández, un enano que, disfrazado a menudo de buhonero o de
arriero, hizo muchos viajes a España, ya cruzando los Pirineos, ya
entrando por alguno de los puertos del sur de España. Según testimonio
del escritor jesuita, fray Santiáñez, era Julián un español que "salió
de Alemania con designio de infernar toda España y corrió gran parte
de ella, repartiendo muchos libros de perversa doctrina por varias
partes y sembrando las herejías de Lutero en hombres y mujeres; y
especialmente en Sevilla. Era sobremanera astuto y mañoso, (condición
propia de herejes). Hizo gran daño en toda Castilla y Andalucía.
Entraba y salía por todas partes con mucha seguridad con sus trazas y
embustes, pegando fuego en donde ponía los pies." MS. Historia de la
Compañía de Jesús en esta provincia de Andalucía, citada por De
Castro, Historia de los protestantes españoles, nota (1), pág. 250.
(El MS. original se encuentra en la biblioteca "Columbina,"
Wáshington.)
Mientras la difusión de impresos daba a conocer en España las
doctrinas reformadas, "debido a la extensión del gobierno de Carlos
Quinto sobre Alemania y los Países Bajos, se estrechaban más las
relaciones de España con estos países, proporcionando a los españoles,
tanto seglares como eclesiásticos, una buena oportunidad para
informarse acerca de las doctrinas protestantes, y no pocos les dieron
favorable acogida."— Fisher, Historia de la Reformación, pág. 360.
Entre ellos se encontraban algunos que, como Alfonso y Juan de Valdés,
hijos de Don Fernando de Valdés, corregidor de la antigua ciudad de
Cuenca, desempeñaban altos puestos públicos.
El poder del Espíritu Santo que asistió a los reformadores en la tarea
de presentar las verdades de la Palabra de Dios durante las grandes
dietas convocadas de tanto en tanto por Carlos Quinto, hizo gran
impresión en el ánimo de los nobles y de los dignatarios de la iglesia
que de España acudieron a aquéllas. Por más que a algunos de éstos,
como al arzobispo Carranza, se les contase durante muchos años entre
los más decididos partidarios del catolicismo romano, con todo no
pocos cedieron al fin a la convicción de que era verdaderamente Dios
quien dirigía y enseñaba a aquellos intrépidos defensores de la
verdad, que, con la Biblia, abogaban por el retorno al cristianismo
primitivo y a la libertad del Evangelio.
Entre los primeros reformadores españoles que se valieron de la
imprenta para esparcir el conocimiento de la verdad bíblica, hay que
mencionar a Juan de Valdés, hermano de Alfonso, sabio jurisconsulto y
secretario del virrey español de Nápoles. Sus obras se caracterizaban
por un "amor a la libertad, digno del más alto encarecimiento." De
Castro, Historia de los protestantes españoles, págs. 99-102. En Una
nota (págs. 104, 105), De Castro publica una lista de las obras de
este reformador. Escritas "con gran maestría y agudeza, en estilo
ameno y con pensamientos muy originales" contribuyeron grandemente a
echar los cimientos del protestantismo en España.
"En Sevilla y Valladolid los protestantes llegaron a contar con el
mayor número de adeptos." Pero como "los que adoptaron la
interpretación reformada del Evangelio, se contentaron por regla
general con su promulgación, sin atacar abiertamente la teología o la
iglesia católica" (Fisher, Historia de la Reformación, pág. 361), sólo
a duras penas podían los creyentes reconocerse unos a otros, pues
temían revelar sus verdaderos sentimientos a los que no les parecían
dignos de confianza. En la providencia de Dios, fue un golpe dado por
la misma Inquisición el que rompió en Valladolid aquella valla de
retraimiento, y el que les hizo posible a los creyentes reconocerse y
hablar unos con otros.
Francisco San Román, natural de Burgos, e hijo del alcalde mayor de
Bribiesca, en el curso de sus viajes comerciales tuvo oportunidad de
visitar a Bremen, donde oyó predicar las doctrinas evangélicas. De
regreso a Amberes fue encarcelado durante ocho meses, pasados los
cuales se le permitió proseguir su viaje a España, donde se creía que
guardaría silencio. Pero, cual aconteciera con los apóstoles de
antaño, no pudo "dejar de hablar las cosas que había visto y oído"
debido a lo cual no tardó en ser "entregado a la Inquisición en
Valladolid."
"Corto fue su proceso.... Confesó abiertamente su fe en las
principales doctrinas de la Reforma, es a saber que nadie se salva por
sus propias obras, méritos o fuerzas, sino únicamente debido a la
gracia de Dios, mediante el sacrificio de un solo Medianero." Ni con
súplicas ni con torturas pudo inducírsele a que se retractara; se le
sentenció, pues, a la hoguera, y sufrió el martirio en un notable auto
de fe, en 1544.
Hacía cerca de un cuarto de siglo que la doctrina reformada había
llegado por primera vez a Valladolid, empero durante dicho período
"sus discípulos se habían contentado con guardarla en sus corazones o
hablar de ella con la mayor cautela a sus amigos de confianza. El
estudio y la meditación, avivados por el martirio de San Román,
pusieron fin a tal retraimiento. Expresiones de simpatía por su
suerte, o de admiración por sus opiniones, dieron lugar a
conversaciones, en cuyo curso los que favorecían la nueva fe, como se
la llamaba, pudieron fácilmente reconocerse unos a otros. El celo y la
magnanimidad de que dio prueba el mártir al arrostrar el odio general
y al sufrir tan horrible muerte por causa de la verdad, provocó la
emulación hasta de los más tímidos de aquéllos; de suerte que, pocos
años después de aquel auto, se organizaron formando una iglesia que se
reunía con regularidad, en privado, para la instrucción y el culto
religioso."—M’Crie, cap. 4.
Esta iglesia, cuyo desarrollo fue fomentado por los esfuerzos de la
Inquisición, tuvo por primer pastor a Domingo de Rojas. "Su padre fue
Don Juan, primer marqués de Poza; su madre fue hija del conde de
Salinas, y descendía de la familia del marqués de la Mota.... Además
de los libros de los reformadores alemanes, con los que estaba
familiarizado, propagó ciertos escritos suyos, y particularmente un
tratado con el título de Explicación de los artículos de fe, que
contenía una corta exposición y defensa de las nuevas opiniones."
"Rechazaba como contraria a las Escrituras la doctrina del purgatorio,
la misa y otros artículos de la fe establecida." "Merced a sus
exhortaciones llenas de celo, muchos fueron inducidos a unirse a la
iglesia reformada de Valladolid, entre los que se contaban varios
miembros de la familia del mismo Rojas, como también de la del marqués
de Alcañices y de otras familias nobles de Castilla."—Id., cap. 6.
Después de algunos años de servicio en la buena causa, Rojas sufrió el
martirio de la hoguera. Camino del sitio del suplicio, pasó frente al
palco real, y preguntó al rey: "¿Cómo podéis, señor, presenciar así
los tormentos de vuestros inocentes súbditos? Salvadnos de muerte tan
cruel." "No—replicó Felipe,—yo mismo llevaría la leña para quemar a mi
propio hijo si fuese un miserable como tú." —Id., cap. 7.
El Dr. Don Agustín Cazalla, compañero y sucesor de Rojas, "era hijo de
Pedro Cazalla, oficial mayor del tesoro real" y se le consideraba como
"a uno de los principales oradores sagrados de España." En 1545 fue
nombrado capellán del emperador "a quien acompañó el año siguiente a
Alemania," y ante quien predicó ocasionalmente años después, cuando
Carlos Quinto se hubo retirado al convento de Yuste. De 1555 a 1559
tuvo Cazalla oportunidad para pasar larga temporada en Valladolid, de
donde era natural su madre, en cuya casa solía reunirse secretamente
para el culto de la iglesia protestante. "No pudo resistir a las
repetidas súplicas con que se le instó para que se hiciera cargo de
los intereses espirituales de ésta; la cual, favorecida con el talento
y la nombradía del nuevo pastor, creció rápidamente en número y
respetabilidad."—Id., cap. 6.
En Valladolid "la doctrina reformada penetró hasta en los monasterios.
Fue abrazada por gran número de las monjas de Sta. Clara, y de la
orden cisterciense de San Belén, y contaba con personas convertidas
entre la clase de mujeres devotas, llamadas beatas, que . . . se
dedicaban a obras de caridad."
"Las doctrinas protestantes se esparcieron por todas partes alrededor
de Valladolid, habiendo convertidos en casi todas las ciudades y en
muchos de los pueblos del antiguo reino de León. En la ciudad de Toro
fueron aceptadas las nuevas doctrinas por . . . Antonio Herrezuelo,
abogado de gran talento, y por miembros de las familias de los
marqueses de la Mota y de Alcañices. En la ciudad de Zamora, Don
Cristóbal de Padilla era cabeza de los protestantes." De éstos los
había también en Castilla la Vieja, en Logroño, en la raya de Navarra,
en Toledo y en las provincias de Granada, Murcia, Valencia y Aragón.
"Formaron agrupaciones en Zaragoza, Huesca, Barbastro y en otras
muchas ciudades."—Ibid.
Respecto al carácter y posición social de los que se unieron al
movimiento reformador en España, se expresa así el historiador: "Tal
vez no hubo nunca en país alguno tan gran proporción de personas
ilustres, por su cuna o por su saber, entre los convertidos a una
religión nueva y proscrita. Esta circunstancia ayuda a explicar el
hecho singular de que un grupo de disidentes que no bajaría de dos mil
personas, diseminadas en tan vasto país, y débilmente relacionadas
unas con otras, hubiese logrado comunicar sus ideas y tener sus
reuniones privadas durante cierto número de años, sin ser descubierto
por un tribunal tan celoso como lo fue el de la
Inquisición."—Ibid.
El clero de España era competente para tomar parte directiva en este
retorno al cristianismo primitivo. Siempre amante de la libertad, el
pueblo español durante los primeros siglos de la era cristiana se
había negado resueltamente a reconocer la supremacía de los obispos de
Roma; y sólo después de transcurridos ocho siglos le reconocieron al
fin a Roma el derecho de entremeterse con autoridad en sus asuntos
internos. Fue precisamente con el fin de aniquilar ese espíritu de
libertad, característico del pueblo español hasta en los siglos
posteriores en que había reconocido ya la supremacía papal, con el
que, en 1483, Fernando e Isabel, en hora fatal para España,
permitieron el establecimiento de la Inquisición como tribunal
permanente en Castilla y su restablecimiento en Aragón, con Tomás de
Torquemada como inquisidor general.
Durante el reinado de Carlos Quinto "la represión de las libertades
del pueblo, que ya había ido tan lejos en tiempo de su abuelo, y que
su hijo iba a reducir a sistema, siguió desenfrenadamente, . . . no
obstante las apelaciones de las Cortes. Todas las artes de su famoso
ministro, el cardenal Jiménez, fueron requeridas para impedir un
rompimiento manifiesto. Al principio del reinado del monarca (1520)
las ciudades de Castilla se vieron impulsadas a sublevarse para
conservar sus antiguas libertades. Sólo a duras penas logró sofocarse
la insurrección (1521)."—The New International Encyclopaedia, ed. de
1904, art. "Carlos Quinto." La política de este soberano consistía,
como había consistido la de su abuelo Fernando, en oponerse al
espíritu de toda una época, considerando tanto las almas como los
cuerpos de las muchedumbres como propiedad personal de un individuo.
(Motley, Introducción, X.) Como lo ha dicho un historiador: "El
soberbio imperio de Carlos Quinto levantóse sobre la tumba de la
libertad."—Id., Prefacio.
A pesar de tan extraordinarios esfuerzos para despojar a los hombres
de sus libertades civiles y religiosas, y hasta de la del pensamiento,
"el ardor del entusiasmo religioso, unido al instinto profundo de la
libertad civil" (Id., XI), indujo a muchos hombres y mujeres piadosos
a aferrarse tenazmente a las enseñanzas de la Biblia y a sostener el
derecho que tenían de adorar a Dios según los dictados de su
conciencia. De aquí que por España se propagase un movimiento análogo
al de la revolución religiosa que se desarrollaba en otros países. Al
paso que los descubrimientos que se realizaban en un mundo nuevo
prometían al soldado y al mercader territorios sin límites y riquezas
fabulosas, muchos miembros de entre las familias más nobles fijaron
resueltamente sus miradas en las conquistas más vastas y riquezas más
duraderas del Evangelio. Las enseñanzas de las Sagradas Escrituras
estaban abriéndose paso silenciosamente en los corazones de hombres
como el erudito Alfonso de Valdés, secretario de Carlos Quinto; su
hermano, Juan de Valdés, secretario del virrey de Nápoles; y el
elocuente Constantino Ponce de la Fuente, capellán y confesor de
Carlos Quinto, de quien Felipe II dijo que era "muy gran filósofo y
profundo teólogo y de los más señalados hombres en el púlpito y
elocuencia que ha habido de tiempos acá."* J. Cristóbal Calvete de
Estrella, El felicísimo viaje del príncipe D. Felipe . . . desde
España a sus tierras de la Baja Alemania, obra citada por M’Crie, en
The Reformation in Spain, cap. 7, párr. 19 (ed. de 1856, Edimburgo).
Más allá aún fue la influencia de las Sagradas Escrituras al penetrar
en el rico monasterio de San Isidro del Campo, donde casi todos los
monjes recibieron gozosos la Palabra de Dios cual antorcha para sus
pies y luz sobre su camino. Hasta el arzobispo Carranza, después de
haber sido elevado a la primacía, se vio obligado durante cerca de
veinte años a batallar en defensa de su vida entre los muros de la
Inquisición, porque abogaba por las doctrinas de la Biblia.** Por
mandato de Felipe II, el arzobispo Carranza pasó "muchos años leyendo
libros heréticos," con el objeto de refutarlos. A esta influencia
atribuyen los historiadores el que, de implacable enemigo del
protestantismo, se convirtiera en secreto sostenedor de él. Acusado de
herejía fue encarcelado por la Inquisición en España; mas, como
primado, hizo "recusación de todos los arzobispos y obispos de" España
"para sus jueces." Como apelara al papa, fue transferido a Roma,
donde, después de haber sido encarcelado durante muchos años, se le
sentenció finalmente a un nuevo término de encarcelamiento en un
convento de los domínicos, por haber "bebido prava doctrina de muchos
herejes condenados, como de Martín Lutero, Juan Ecolampadio, Felipe
Melanchton y otros." (De Castro y Rossi, Historia de los protestantes
españoles y de su persecución por Felipe II, págs. 223, 231.) Véase
una relación detallada de las enseñanzas y del largo juicio de
Carranza, en la obra de C. A. Wilkens titulada Spanish Protestants in
the Sixteenth Century, cap. 15.
Ya en 1519 empezaron a aparecer, en forma de pequeños folletos en
latín, los escritos de los reformadores de otros países, a los que
siguieron, meses después, obras de mayor aliento, escritas casi todas
en castellano. En ellas se ponderaba la Biblia como piedra de toque
que debía servir para probar cualquier doctrina, se exponía sabiamente
la necesidad que había de reformas, y se explicaban con claridad las
grandes verdades relativas a la justificación por la fe y a la
libertad mediante el Evangelio.
"La primera, la más noble, la más sublime de todas las obras—enseñaban
los reformadores—es la fe en Jesucristo. De esta obra deben proceder
todas las obras." "Un cristiano que tiene fe en Dios lo hace todo con
libertad y con gozo; mientras que el hombre que no está con Dios vive
lleno de cuidados y sujeto siempre a servidumbre. Este se pregunta a
sí mismo con angustia, cuántas obras buenas tendrá que hacer; corre
acá y acullá; pregunta a éste y a aquél; no encuentra la paz en parte
alguna, y todo lo ejecuta con disgusto y con temor." "La fe viene
únicamente de Jesucristo, y nos es prometida y dada gratuitamente. ¡Oh
hombre! represéntate a Cristo, y considera cómo Dios te muestra en El
su misericordia, sin ningún mérito de tu parte. Saca de esta imagen de
su gracia la fe y la certidumbre de que todos tus pecados te están
perdonados: esto no lo pueden producir las obras. De la sangre, de las
llagas, de la misma muerte de Cristo es de donde mana esa fe que brota
en el corazón." D’Aubigné, Historia de la Reforma del siglo XVI, lib.
6, cap. 2. Este lenguaje es muy semejante al que empleó el arzobispo
Carranza, quien dijo en su Catecismo cristiano que "la fe sin las
obras es muerta, puesto que las obras son una indicación segura de la
existencia de la fe," que "nuestras buenas obras tienen valor
solamente cuando son ejecutadas por amor de Cristo, y que, si
prescindimos de El, no valen nada;" que "los sufrimientos de Cristo
son del todo suficientes para salvar de todo pecado;" y que "El carga
con nuestros pecados y nosotros quedamos libres."—Spanish Protestants
in the Sixteenth Century, por C. A. Wilkens, cap. 15.
En uno de los tratados se explicaba del siguiente modo la diferencia
que media entre la excelencia de la fe y las obras humanas:
"Dios dijo: ‘Quien creyere y fuere bautizado, será salvo.’ Esta
promesa de Dios debe ser preferida a toda la ostentación de las obras,
a todos los votos, a todas las satisfacciones, a todas las
indulgencias, y a cuanto ha inventado el hombre; porque de esta
promesa, si la recibimos con fe, depende toda nuestra felicidad. Si
creemos, nuestro corazón se fortalece con la promesa divina; y aunque
el fiel quedase despojado de todo, esta promesa en que cree, le
sostendría. Con ella resistiría al adversario que se lanzara contra su
alma; con ella podrá responder a la desapiadada muerte, y ante el
mismo juicio de Dios. Su consuelo en todas sus adversidades consistirá
en decir: Yo recibí ya las primicias de ella en el bautismo; si Dios
es conmigo, ¿quién será contra mí? ¡Oh! ¡qué rico es el cristiano y el
bautizado! nada puede perderle a no ser que se niegue a creer."
"Si el cristiano encuentra su salud eterna en la renovación de su
bautismo por la fe—preguntaba el autor de este tratado, —¿qué
necesidad tiene de las prescripciones de Roma? Declaro pues—añadía—que
ni el papa, ni el obispo, ni cualquier hombre que sea, tiene derecho
de imponer lo más mínimo a un cristiano sin su consentimiento. Todo lo
que no se hace así, se hace tiránicamente. Somos libres con respecto a
todos.... Dios aprecia todas las cosas según la fe, y acontece a
menudo que el simple trabajo de un criado o de una criada es más grato
a Dios que los ayunos y obras de un fraile, por faltarle a éste la fe.
El pueblo cristiano es el verdadero pueblo de Dios."—D’Aubigné,
Histoire de la Réformation du seizième siècle, lib. 6, cap. 6.
En otro tratado se enseñaba que el verdadero cristiano, al ejercer la
libertad que da la fe, tiene buen cuidado también en respetar los
poderes establecidos. El amor a sus semejantes le induce a portarse de
un modo circunspecto y a ser leal a los que gobiernan el país. "Aunque
el cristiano . . . [sea] libre, se hace voluntariamente siervo, para
obrar con sus hermanos como Dios obró con él mismo por Jesucristo."
"Yo quiero—dice el autor—servir libre, gozosa y desinteresadamente, a
un Padre que me ha dado toda la abundancia de sus bienes; quiero obrar
hacia mis hermanos, así como Cristo obró hacia mí." "De la fe—prosigue
el autor—dimana una vida llena de libertad, de caridad y de alegría.
¡Oh! ¡cuán elevada y noble es la vida del cristiano! . . . Por la fe
se eleva el cristiano hasta Dios; por el amor, desciende hasta al
hombre; y no obstante permanece siempre en Dios. He aquí la verdadera
libertad; libertad que sobrepuja a toda otra libertad, tanto como los
cielos distan de la tierra."—D’Aubigné, Historia de la Reforma del
siglo XVI, lib. 6, cap. 7.
Estas exposiciones de la libertad del Evangelio no podían dejar de
llamar la atención en un país donde el amor a la libertad era tan
arraigado. Los tratados y folletos pasaron de mano en mano. Los amigos
del movimiento evangélico en Suiza, Alemania y los Países Bajos
seguían mandando a España gran número de publicaciones. No era tarea
fácil para los comerciantes burlar la vigilancia de los esbirros de la
Inquisición, que hacían cuanto podían para acabar con las doctrinas
reformadas, contrarrestando la ola de literatura que iba inundando al
país. El extinto Dr. Ed. Boehme, de la universidad de Estrasburgo, y
miembro correspondiente de la Real Academia Española, hace un curioso
relato de este comercio en libros protestantes entre Alemania y
España, en su obra inglesa Spanish Reformers of Two Centuries from
1520, tomo 2, págs. 64, 65. Dicho relato, basado en documentos de la
época, denota un comercio muy activo llevado a cabo secretamente con
amigos de la causa protestante en España.
No obstante, los amigos de la causa perseveraron, hasta que muchos
miles de tratados y de libritos fueron introducidos de contrabando,
burlando la vigilancia de los agentes apostados en los principales
puertos del Mediterráneo y a lo largo de los pasos del Pirineo. A
veces se metían estas publicaciones dentro de fardos de heno o de yute
(cáñamo de las Indias), o en barriles de vino de Borgoña o de
Champaña. (H. C. Lea, Chapters from the Religious History of Spain,
pág. 28.) A veces iban empaquetadas en un barril interior impermeable
dentro de otro barril más grande lleno de vino. Año tras año, durante
la mayor parte del siglo decimosexto, hiciéronse esfuerzos constantes
para abastecer al pueblo con Testamentos y Biblias en castellano y con
los escritos de los reformadores. Era una época en que "la Palabra
impresa había tomado un vuelo que la llevaba, como el viento lleva las
semillas, hasta los países más remotos."—D’Aubigné, lib. 1, cap.
9.
Entretanto, la Inquisición trataba de impedir con redoblada vigilancia
que dichos libros llegasen a manos del pueblo. "Los dueños de
librerías tuvieron que entregarle tantos libros, que casi se
arruinaban."—Dr. J. P. Fisher, Historia de la Reformación, pág. 359.
Ediciones enteras fueron confiscadas, y no obstante ejemplares de
obras importantes, inclusive muchos Nuevo Testamentos y porciones del
Antiguo, llegaban a los hogares del pueblo, merced a los esfuerzos de
los comerciantes y colportores. Esto sucedía así especialmente en las
provincias del norte, en Cataluña, Aragón y Castilla la Vieja, donde
los valdenses habían sembrado pacientemente la semilla que empezaba a
brotar y que prometía abundante cosecha. Para un relato de las
primitivas colonias de cristianos valdenses en el norte de España,
véase Perrin, Histoire des Vaudois, lib. 3, cap. 7; lib. 4, cap. 2;
lib. 5, cap. 8. Según ella muchos de los valdenses, huyendo de la
persecución, se establecieron "en Cataluña y en el reino de Aragón. Es
lo que hace notar Mateo París, al decir que en tiempo del papa
Gregorio IX había gran número de valdenses en España, y por el año
1214, en tiempo del papa Alejandro IV, el cual se quejó en una de sus
bulas, de que se les había dejado arraigarse tanto, y de que no se les
hubiese molestado para multiplicarse como lo habían hecho.
Efectivamente en tiempo de Gregorio IX crecieron tanto en número y
crédito, que establecieron obispos sobre sus rebaños para que les
predicasen sus doctrinas, lo cual, al saberlo los otros obispos, fue
causa de atroz persecución." (Cap. 18, págs. 245, 246.)
Al paso que la Reforma se propagaba por todo el norte de España, con
Valladolid por centro, una obra de igual importancia, centralizada en
Sevilla, llevábase a cabo en el sur. Merced a una serie de
circunstancias providenciales, Rodrigo de Valero, joven acaudalado,
fue inducido a apartarse de los deleites y pasatiempos de los ricos
ociosos y a hacerse heraldo del Evangelio de Cristo. Hízose de un
ejemplar de la Vulgata, y aprovechaba todas las oportunidades para
aprender el latín en que estaba escrita su Biblia. "A fuerza de
estudiar día y noche," pronto logró familiarizarse con las enseñanzas
de las Sagradas Escrituras. El ideal sostenido por ellas era tan
patente y diferente del clero, que Valero se sintió obligado a hacerle
ver a éste cuánto se habían apartado del cristianismo primitivo todas
las clases sociales, tanto en cuanto a la fe como en cuanto a las
costumbres; la corrupción de su propia orden, que había contribuido a
inficionar toda la comunidad cristiana; y el sagrado deber que le
incumbía a la orden de aplicar inmediato y radical remedio antes que
el mal se volviera del todo incurable. Estas representaciones iban
siempre acompañadas de una apelación a las Sagradas Escrituras como
autoridad suprema en materia de religión, y de una exposición de las
principales doctrinas que aquéllas enseñan."—Id., cap. 4. "Y esto lo
decía —escribe Cipriano de Valera—no por rincones, sino en medio de
las plazas y calles, y en las gradas de Sevilla."—Cipriano de Valera,
Dos tratados del papa, y de la misa, págs. 242-246.
El más distinguido entre los conversos de Rodrigo de Valero fue el Dr.
Egidio (Juan Gil), canónigo mayor de la corte eclesiástica de Sevilla
(De Castro, pág. 109), quien, no obstante su extraordinario saber, no
logró por muchos años alcanzar popularidad como predicador. Valero,
reconociendo la causa del fracaso del Dr. Egidio, le aconsejó
"estudiara día y noche los preceptos y doctrinas de la Biblia; y la
frialdad impotente con que había solido predicar fue substituida con
poderosos llamamientos a la conciencia y tiernas pláticas dirigidas a
los corazones de sus oyentes. Despertóse la atención de éstos, que
llegaron a la íntima convicción de la necesidad y ventaja de aquella
salvación revelada por el Evangelio; de este modo los oyentes fueron
preparados para recibir las nuevas doctrinas de la verdad que les
presentara el predicador, tales cuales a él mismo le eran reveladas, y
con la precaución que parecía aconsejar y requerir tanto la debilidad
del pueblo como la peligrosa situación del predicador."
"De este modo y debido a un celo . . . atemperado con prudencia, . . .
cúpole la honra no sólo de ganar convertidos a Cristo, sino de educar
mártires para la verdad. ‘Entre las demás dotes celestiales de aquel
santo varón,’ decía uno de sus discípulos, Reinaldo Gonzáles de Montes
(Reginaldo Montano), Artes de la Inquisición Española, ed. castellana,
Madrid, 1851, págs 252, 253, 281-285, 292-303; ed. latinas,
Heidelberg, 1567, y Madrid, 1857, págs. 231, 256-259, 265-274. ‘era
verdaderamente de admirar el que a todos aquellos cuya instrucción
religiosa tomaba sobre sí, parecía que en su misma doctrina, les
aplicaba al alma una tea de un fuego santo, inflamándolos con ella
para todos los ejercicios piadosos, así internos como externos, y
encendiéndolos particularmente para sufrir y aun amar la cruz que les
amenazaba: en esto sólo, en los iluminados con la luz divina, daba a
conocer que le asistía Cristo en su ministerio, puesto que, en virtud
de su Espíritu grababa en los corazones de los suyos las mismas
palabras que él con su boca pronunciaba’"—M’Crie, cap. 4.
El Dr. Egidio contaba entre sus convertidos al Dr. Vargas, como
también al Dr. Constantino Ponce de la Fuente, hombre de talento poco
común, que había predicado durante muchos años en la catedral de
Sevilla, y a quien en 1539, con motivo de la muerte de la emperatriz,
se había elegido para pronunciar la oración fúnebre. En 1548 el Dr.
Constantino acompañó, por mandato real, al príncipe Felipe a los
Países Bajos "para hacer ver a los flamencos que no le faltaban a
España sabios y oradores corteses" (Geddes, Miscellaneous Tracts, tomo
1, pág. 556); y de regreso a Sevilla predicaba regularmente en la
catedral cada dos domingos. "Cuando él tenía que predicar (y predicaba
por lo común a las ocho), era tanta la concurrencia del pueblo, que a
las cuatro, muchas veces aun a las tres de la madrugada, apenas se
encontraba en el templo sitio cómodo para oírle." R. Gonzáles Montano
(ed. 1567, pág. 278), citado en la "Exposición del primer salmo, por
Constantino Ponce de la Fuente." Bonn, 3a. ed., 1881, apéndice del
editor (Ed. Bohmer), pág.
Era, en verdad, una grandísima bendición para los creyentes
protestantes de Sevilla, tener como guías espirituales a hombres como
los Dres. Egidio y Vargas, y el elocuente Constantino que cooperó con
tanto ánimo y de un modo incansable para el adelanto de la causa que
tanto amaban. "Asiduamente ocupados en el desempeño de sus deberes
profesionales durante el día, se reunían de noche con los amigos de la
doctrina reformada, unas veces en una casa particular, otras veces en
otra; el pequeño grupo de Sevilla creció insensiblemente, y llegó a
ser el tronco principal del que se tomaron ramas para plantarlas en la
campiña vecina."—M’Crie, cap. 4.
Durante su ministerio, "Constantino, a la par que instruía al pueblo
de Sevilla desde el púlpito, se ocupaba en propagar el conocimiento
religioso por el país por medio de la prensa. El carácter de sus
escritos nos muestra con plena claridad lo excelente de su corazón.
Eran aquéllos adecuados a las necesidades espirituales de sus
paisanos, pero no calculados para lucir sus talentos, o para ganar
fama entre los sabios. Fueron escritos en su idioma patrio, en estilo
al alcance de las inteligencias menos desarrolladas. Las
especulaciones abstractas y los adornos retóricos, en los que por
naturaleza y educación podía sobresalir, sacrificólos sin vacilar,
persiguiendo el único fin de que todos lo entendieran y resultara útil
a todos."—Id., cap. 6. Es un hecho histórico singular y por demás
significativo que cuando Carlos Quinto, cansado de la lucha contra la
propagación del protestantismo, lucha en que había pasado casi toda su
vida, había abdicado el trono y se había retirado a un convento en
busca de descanso, fue uno de los libros del Dr. Constantino, su Suma
de doctrina cristiana, la que el rey escogió como una de las treinta
obras favoritas que constituían aproximadamente toda su biblioteca.
(Véase Stirling, The Cloister Life of the Emperor Charles the Fifth
pág. 266.)
Si se tienen en cuenta el carácter y la alta categoría de los
caudillos del protestantismo en Sevilla, no resulta extraño que la luz
del Evangelio brillase allí con claridad bastante para iluminar no
sólo muchos hogares del bajo pueblo, sino también los palacios de
príncipes, nobles y prelados. La luz brilló con tanta claridad que,
como sucedió en Valladolid, penetró hasta en algunos de los
monasterios, que a su vez volviéronse centros de luz y bendición. "El
capellán del monasterio dominicano de S. Pablo propagaba con celo" las
doctrinas reformadas. Se contaban discípulos en el convento de Santa
Isabel y en otras instituciones religiosas de Sevilla y sus
alrededores.
Empero fue en "el convento jeronimiano de San Isidro del Campo, uno de
los más célebres monasterios de España," situado a unos dos kilómetros
de Sevilla, donde la luz de la verdad divina brilló con más fulgor.
Uno de los monjes, García de Arias, llamado vulgarmente Dr. Blanco,
enseñaba precavidamente a sus hermanos "que el recitar en los coros de
los conventos, de día y de noche, las sagradas preces, ya rezando ya
cantando, no era rogar a Dios; que los ejercicios de la verdadera
religión eran otros que los que pensaba el vulgo religioso; que debían
leerse y meditarse con suma atención las Sagradas Escrituras, y que
sólo de ellas se podía sacar el verdadero conocimiento de Dios y de su
voluntad."—R. Gonzáles de Montes, págs. 258-272; (237-247). Esta
enseñanza púsola hábilmente en realce otro monje, Casiodoro de Reyna,
"que se hizo célebre posteriormente traduciendo la Biblia en el idioma
de su país." La instrucción dada por tan notables personalidades
preparó el camino para "el cambio radical" que, en 1557, fue
introducido "en los asuntos internos de aquel monasterio." "Habiendo
recibido un buen surtido de ejemplares de las Escrituras y de libros
protestantes, en castellano, los frailes los leyeron con gran avidez,
circunstancia que contribuyó a confirmar desde luego a cuantos habían
sido instruídos, y a librar a otros de las preocupaciones de que eran
esclavos. Debido a esto el prior y otras personas de carácter oficial,
de acuerdo con la cofradía, resolvieron reformar su institución
religiosa. Las horas, llamadas de rezo, que habían solido pasar en
solemnes momerías, fueron dedicadas a oír conferencias sobre las
Escrituras; los rezos por los difuntos fueron suprimidos o
substituídos con enseñanzas para los vivos; se suprimieron por
completo las indulgencias y las dispensas papales, que constituyeran
lucrativo monopolio; se dejaron subsistir las imágenes, pero ya no se
las reverenciaba; la temperancia habitual substituyó a los ayunos
supersticiosos; y a los novicios se les instruía en los principios de
la verdadera piedad, en lugar de iniciarlos en los hábitos ociosos y
degradantes del monaquismo. Del sistema antiguo no quedaba más que el
hábito monacal y la ceremonia exterior de la misa, que no podían
abandonar sin exponerse a inevitable e inminente peligro.
"Los buenos efectos de semejante cambio no tardaron en dejarse sentir
fuera del monasterio de San Isidro del Campo. Por medio de sus
pláticas y de la circulación de libros, aquellos diligentes monjes
difundieron el conocimiento de la verdad por las comarcas vecinas y la
dieron a conocer a muchos que vivían en ciudades bastante distantes de
Sevilla."—M’Crie, cap. 6.
Por deseable que fuese "la reforma introducida por los monjes de San
Isidro en su convento, . . . no obstante ella los puso en situación
delicada a la par que dolorosa. No podían deshacerse del todo de las
formas monásticas sin exponerse al furor de sus enemigos; no podían
tampoco conservarlas sin incurrir en culpable inconsecuencia."
Todo bien pensado, resolvieron que no sería cuerdo tratar de fugarse
del convento, y que lo único que podían hacer era "quedarse donde
estaban y encomendarse a lo que dispusiera una Providencia omnipotente
y bondadosa." Acontecimientos subsiguientes les hicieron reconsiderar
el asunto, llegando al acuerdo de dejar a cada cual libre de hacer,
según las circunstancias, lo que mejor y más prudente le pareciera.
"Consecuentemente, doce de entre ellos abandonaron el monasterio y,
por diferentes caminos, lograron ponerse a salvo fuera de España, y a
los doce meses se reunieron en Ginebra."—Ibid.
Hacía unos cuarenta años que las primeras publicaciones que contenían
las doctrinas reformadas habían penetrado en España. Los esfuerzos
combinados de la iglesia católica romana no habían logrado
contrarrestar el avance secreto del movimiento, y año tras año la
causa del protestantismo se había robustecido, hasta contarse por
miles los adherentes a la nueva fe. De cuando en cuando se iban
algunos a otros países para gozar de la libertad religiosa. Otros
salían de su tierra para colaborar en la obra de crear toda una
literatura especialmente adecuada para fomentar la causa que amaban
más que la misma vida. Otros aún, cual los monjes que abandonaron el
monasterio de San Isidro, se sentían impelidos a salir debido a las
circunstancias peculiares en que se hallaban.
La desaparición de estos creyentes, muchos de los cuales se habían
destacado en la vida política y religiosa, había despertado, desde
hacía mucho tiempo, las sospechas de la Inquisición, y andando el
tiempo, algunos de los ausentes fueron descubiertos en el extranjero,
desde donde se afanaban por fomentar la causa protestante en España.
Esto indujo a creer que había muchos protestantes en España. Empero
los creyentes habían sido tan discretos, que ninguno de los familiares
de la Inquisición podía ni siquiera fijar el paradero de ellos.
Fue entonces cuando una serie de circunstancias llevó al
descubrimiento de los centros del movimiento en España, y de muchos
creyentes. En 1556 Juan Pérez, que vivía a la sazón en Ginebra,
terminó su versión castellana del Nuevo Testamento. Esta edición,
junto con ejemplares del catecismo español que preparó el año
siguiente y con una traducción de los Salmos, deseaba mandarla a
España, pero durante algún tiempo fuele imposible encontrar a nadie
que estuviese dispuesto a acometer tan arriesgada empresa. Finalmente,
Julián Hernández, el fiel colportor, se ofreció a hacer la prueba.
Colocando los libros dentro de dos grandes barriles, logró burlar los
esbirros de la Inquisición y llegó a Sevilla, desde donde se
distribuyeron rápidamente los preciosos volúmenes. Esta edición del
Nuevo Testamento fue la primera versión protestante que alcanzara
circulación bastante grande en España. La versión castellana de
Francisco de Encinas, publicada en Amberes en 1543, sólo tuvo limitada
circulación, pues gran parte de la edición fue confiscada. En cuanto a
Encinas, fue encerrado en una cárcel en Bruselas por haberse atrevido
a proporcionar a sus compatriotas ejemplares del Nuevo Testamento en
su propio idioma. "Después de haber estado encerrado quince meses, un
día se encontró con las puertas de su prisión abiertas, y saliendo,
sin que nadie se opusiera a ello en lo más mínimo, escapó de Bruselas
y llegó sano y salvo a Wittenberg." (M’Crie, cap. 5.)
"Durante su viaje, Hernández había dado un ejemplar del Nuevo
Testamento a un herrero en Flandes. El herrero enseñó el libro a un
cura que obtuvo del donante una descripción de la persona que se lo
había dado a él, y la transmitió inmediatamente a los inquisidores de
España. Merced a estas señas, los esbirros inquisitoriales le
acecharon a su regreso y le prendieron cerca de la ciudad de Palma. Le
volvieron a conducir a Sevilla, y le encerraron entre los muros de la
Inquisición, donde durante más de dos años se hizo cuanto fue posible
para inducirle a que delatara a sus amigos, pero sin resultado alguno.
Fiel hasta el fin, sufrió valientemente el martirio de la hoguera,
gozoso de haber sido honrado con el privilegio de ‘introducir la luz
de la verdad divina en su descarriado país,’ y seguro de que el día
del juicio final, al comparecer ante su Hacedor, oiría las palabras de
aprobación divina que le permitirían vivir para siempre con su
Señor".
No obstante, aunque desafortunados en sus esfuerzos para conseguir de
Hernández datos que llevaran al descubrimiento de los amigos de éste,
"al fin llegaron los inquisidores a conocer el secreto que tanto
deseaban saber."—M’Crie, cap. 7. Por aquel mismo entonces, uno de sus
agentes secretos consiguió informes análogos referentes a la iglesia
de Valladolid.
Inmediatamente los que estaban a cargo de la Inquisición en España
"despacharon mensajeros a los diferentes tribunales inquisitoriales
del reino, ordenándoles que hicieran investigaciones con el mayor
sigilo en sus respectivas jurisdicciones, y que estuvieran listos para
proceder en común tan pronto como recibieran nuevas
instrucciones."—Ibid. Así, silenciosamente y con presteza, se
consiguieron los nombres de centenares de creyentes, y al tiempo
señalado y sin previo aviso, fueron éstos capturados simultáneamente y
encarcelados. Los miembros nobles de las prósperas iglesias de
Valladolid y de Sevilla, los monjes que permanecieron en el monasterio
de San Isidro del Campo, los fieles creyentes que vivían lejos en el
norte, al pie de los Pirineos, y otros más en Toledo, Granada, Murcia
y Valencia, todos se vieron de pronto encerrados entre los muros de la
Inquisición, para sellar luego su testimonio con su sangre.
"Las personas convictas de luteranismo . . . eran tan numerosas que
alcanzaron a abastecer con víctimas cuatro grandes y tétricos autos de
fe en el curso de los dos años subsiguientes. . . . Dos se celebraron
en Valladolid, en 1559; uno en Sevilla, el mismo año, y otro el 22 de
diciembre de 1560."—B. B. Wiffen, Nota en su reimpresión de la
Epístola consolatoria, de Juan Pérez, pág. 17.
Entre los primeros que fueron apresados en Sevilla figuraba el Dr.
Constantino Ponce de la Fuente, que había trabajado tanto tiempo sin
despertar sospechas. "Cuando se le dio la noticia a Carlos Quinto, el
cual se encontraba entonces en el monasterio de Yuste, de que se había
encarcelado a su capellán favorito, exclamó: ‘¡Si Constantino es
hereje, gran hereje es!’ y cuando más tarde un inquisidor le aseguró
que había sido declarado reo, replicó suspirando: ‘¡No podéis condenar
a otro mayor!’ " Sandoval, Historia del Emperador Carlos Quinto, tomo
2, pág. 829; citado por M’Crie, cap. 7.
No obstante no fue fácil probar la culpabilidad de Constantino. En
efecto, parecían ser incapaces los inquisidores de probar los cargos
levantados contra él, cuando por casualidad "encontraron, entre otros
muchos, un gran libro, escrito todo de puño y letra del mismo
Constantino, en el cual, abiertamente y como si escribiese para sí
mismo, trataba en particular de estos capítulos (según los mismos
inquisidores declararon en su sentencia, publicada después en el
cadalso), a saber: del estado de la iglesia; de la verdadera iglesia y
de la iglesia del papa, a quien llamaba anticristo; del sacramento de
la eucaristía y del invento de la misa, acerca de todo lo cual,
afirmaba él, estaba el mundo fascinado a causa de la ignorancia de las
Sagradas Escrituras; de la justificación del hombre; del purgatorio,
al que llamaba cabeza de lobo e invento de los frailes en pro de su
gula; de las bulas e indulgencias papales, de los méritos de los
hombres; de la confesión...." Al enseñársele el volumen a Constantino,
éste dijo: "Reconozco mi letra, y así confieso haber escrito todo
esto, y declaro ingenuamente ser todo verdad. Ni tenéis ya que
cansaros en buscar contra mí otros testimonios: tenéis aquí ya una
confesión clara y explícita de mi creencia: obrad pues, y haced de mí
lo que queráis."—R. Gonzáles de Montes, págs. 320_322; (289, 290).
Debido a los rigores de su encierro, Constantino no llegó a vivir dos
años desde que entró en la cárcel. Hasta sus últimos momentos se
mantuvo fiel a la fe protestante y conservó su serena confianza en
Dios. Providencialmente fue encerrado en el mismo calabozo de
Constantino uno de los jóvenes monjes del monasterio de San Isidro del
Campo, al cual le cupo el privilegio de atenderle durante su última
enfermedad y de cerrarle los ojos en paz. (M’Crie, cap. 7.)
El Dr. Constantino no fue el único amigo y capellán del emperador que
sufriera a causa de sus relaciones con la causa protestante. El Dr.
Agustín Cazalla, tenido durante muchos años por uno de los mejores
oradores sagrados de España, y que había oficiado a menudo ante la
familia real, se encontraba entre los que habían sido apresados y
encarcelados en Valladolid. En el momento de su ejecución pública
volvióse hacia la princesa Juana, ante quien había predicado muchas
veces, y señalando a su hermana que había sido también condenada,
dijo: "Os suplico, Alteza, tengáis compasión de esa mujer inocente que
tiene trece hijos huérfanos." No obstante no se la absolvió, si bien
su suerte es desconocida. Pero se sabe que los esbirros de la
Inquisición, en su insensata ferocidad, no estando contentos aún con
haber condenado a los vivos, entablaron juicio contra la madre de
aquélla, Doña Leonor de Vivero, que había muerto años antes,
acusándola de que su casa había servido de "templo a los luteranos."
"Se falló que había muerto en estado de herejía, que su memoria era
digna de difamación y que se confiscaba su hacienda, y se mandaron
exhumar sus huesos y quemarlos públicamente junto con su efigie; ítem
más que se arrasara su casa, que se esparramara sal sobre el solar y
que se erigiera allí mismo una columna con una inscripción que
explicara el motivo de la demolición. Todo lo cual fue hecho," y el
monumento ha permanecido en pie durante cerca de tres siglos. Durante
una visita hecha a Valladolid en 1826, el Sr. B. B. Wiffen sacó copia
exacta de esta inscripción que reza como sigue: "Presidiendo la Igla.
Roma. Paulo IV. y Reinando en Espa. Phelip. II.—El Santo Oficio de la
Inquisición condenó a derrocar e asolar estas Cassas de Pedro de
Cazalla y Da. Leonor de Vilbero su Muger porque los hereges Luteranos
se juntaban a acer conciliabulos contra era. Sta. fee chaa. é igla.
Roma. Ano de MDLIX. en XXI de Mayo." La casa donde se reunían los
protestantes de Sevilla tuvo fin análogo: se roció la tierra con sal,
y se erigió un monumental parecido. (B.B.Wiffen, Nota, por vía de
prólogo, en su reimpresión de la Epístola consolatoria, de Juan Pérez.
Londres, ed. de 1871, pág. 16.)
Fue durante ese auto cuando la fe sublime y la constancia
inquebrantable de los protestantes quedaron realzadas en el
comportamiento de "Antonio Herrezuelo, jurisconsulto sapientísimo, y
de doña Leonor de Cisneros, su mujer, dama de veinticuatro años,
discreta y virtuosa a maravilla y de una hermosura tal que parecía
fingida por el deseo."
"Herrezuelo era hombre de una condición altiva y de una firmeza en sus
pareceres, superior a los tormentos del ‘Santo’ Oficio. En todas las
audiencias que tuvo con sus jueces, . . . se manifestó desde luego
protestante, y no sólo protestante, sino dogmatizador de su secta en
la ciudad de Toro, donde hasta entonces había morado. Exigiéronle los
jueces de la Inquisición que declarase uno a uno los nombres de
aquellas personas llevadas por él a las nuevas doctrinas; pero ni las
promesas, ni los ruegos, ni las amenazas bastaron a alterar el
propósito de Herrezuelo en no descubrir a sus amigos y parciales. ¿Y
qué más? ni aun los tormentos pudieron quebrantar su constancia, más
firme que envejecido roble o que soberbia peña nacida en el seno de
los mares.
"Su esposa . . . presa también en los calabozos de la Inquisición, al
fin débil como joven de veinticuatro años [después de cerca de dos
años de encarcelamiento], cediendo al espanto de verse reducida a la
estrechez de los negros paredones que formaban su cárcel, tratada como
delincuente, lejos de su marido a quien amaba aun más que a su propia
vida, . . . y temiendo todas las iras de los inquisidores, declaró
haber dado franca entrada en su pecho a los errores de los herejes,
manifestando al propio tiempo con dulces lágrimas en los ojos su
arrepentimiento....
"Llegado el día en que se celebraba el auto de fe con la pompa
conveniente al orgullo de los inquisidores, salieron los reos al
cadalso y desde él escucharon la lectura de sus sentencias. Herrezuelo
iba a ser reducido a cenizas en la voracidad de una hoguera: y su
esposa doña Leonor a abjurar las doctrinas luteranas, que hasta aquel
punto había albergado en su alma, y a vivir, a voluntad del ‘Santo’
Oficio, en las casas de reclusión que para tales delincuentes estaban
preparadas. En ellas, con penitencias y sambenito recibiría el castigo
de sus errores y una enseñanza para en lo venidero desviarse del
camino de su perdición y ruina."—De Castro, págs. 167, 168.
Al ir Herrezuelo al cadalso "lo único que le conmovió fue el ver a su
esposa en ropas de penitenta; y la mirada que echó (pues no podía
hablar) al pasar cerca de ella, camino del lugar de la ejecución,
parecía decir: ‘¡Esto sí que es difícil soportarlo!’ Escuchó sin
inmutarse a los frailes que le hostigaban con sus importunas
exhortaciones para que se retractase, mientras le conducían a la
hoguera. ‘El bachiller Herrezuelo—dice Gonzalo de Illescas en su
Historia pontifical—se dejó quemar vivo con valor sin igual. Estaba yo
tan cerca de él que podía verlo por completo y observar todos sus
movimientos y expresiones. No podía hablar, pues estaba amordazado:
... pero todo su continente revelaba que era una persona de
extraordinaria resolución y fortaleza, que antes que someterse a creer
con sus compañeros lo que se les exigiera, resolvió morir en las
llamas. Por mucho que lo observara, no pude notar ni el más mínimo
síntoma de temor o de dolor; eso sí, se reflejaba en su semblante una
tristeza cual nunca había yo visto.’ "—M’Crie, cap. 7.
Su esposa no olvidó jamás su mirada de despedida. "La idea—dice el
historiador—de que había causado dolor a su corazón durante el
terrible conflicto por el que tuvo que pasar, avivó la llama del
afecto que hacia la religión reformada ardía secretamente en su pecho;
y habiendo resuelto, confiada en el poder que se perfecciona en la
flaqueza," seguir el ejemplo de constancia dado por el mártir,
"interrumpió resueltamente el curso de penitencia a que había dado
principio." En el acto fue arrojada en la cárcel, donde durante ocho
años resistió a todos los esfuerzos hechos por los inquisidores para
que se retractara, y por fin murió ella también en la hoguera como
había muerto su marido. Quién no será del mismo parecer que su
paisano, De Castro cuando exclama: "¡Infelices esposos, iguales en el
amor, iguales en las doctrinas e iguales en la muerte! ¿Quién negará
una lágrima a vuestra memoria y un sentimiento de horror y de
desprecio a unos jueces que, en vez de encadenar los entendimientos
con la dulzura de la Palabra divina, usaron como armas del raciocinio,
los potros y las hogueras?"—De Castro, pág. 171.
Tal fue la suerte que corrieron muchos que en España se habían
identificado íntimamente con la Reforma protestante en el siglo XVI,
pero de esto "no debemos sacar la conclusión de que los mártires
españoles sacrificaran sus vidas y derramaran su sangre en vano.
Ofrecieron a Dios sacrificios de grato olor. Dejaron en favor de la
verdad un testimonio que no se perdió del todo."—M’Crie, Prefacio.
A través de los siglos este testimonio hizo resaltar la constancia de
los que prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres; y
subsiste hoy día para inspirar aliento a quienes decidan mantenerse
firmes, en la hora de prueba, en defensa de las verdades de la Palabra
de Dios, y para que con su constancia y fe inquebrantable sean
testimonios vivos del poder transformador de la gracia redentora.
Perdonandonos unos a otros
"Y cuando estuviereis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno,
para que vuestro Padre que está en los cielos os perdone también á
vosotros vuestras ofensas. Porque si vosotros no perdonareis, tampoco
vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas."
Marcos 11:25-26.
"Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos á
nuestros deudores." Mateo 6:12.
"Entonces Pedro, llegándose á él, dijo: Señor, ¿cuántas veces
perdonaré á mi hermano que pecare contra mí? ¿hasta siete? Jesús le
dice: No te digo hasta siete, mas aun hasta setenta veces siete."
Mateo 18:21-22.