Luis de Berquin era de los rangos más nobles de Francia. Pero se
encontró con Cristo, y lo que encontró era tan precioso que tenía la
voluntad de morir por su fe–y así fue—
Lea la historia de la lucha de Berquin para mantenerse recto, cuando
la mayoría a su alrededor deseaban sólo protección. Lea la historia de
hombres y mujeres que con él, rehusaron deponer su fe—la historia de
la Revolución Francesa—
A LA protesta de Spira y a la confesión de Augsburgo, que marcaron el
triunfo de la Reforma en Alemania, siguieron años de conflicto y
obscuridad. El protestantismo, debilitado por las divisiones sembradas
entre los que lo sostenían, y atacado por enemigos poderosos, parecía
destinado a ser totalmente destruido. Millares sellaron su testimonio
con su sangre. Estalló la guerra civil; la causa protestante fue
traicionada por uno de sus principales adherentes; los más nobles de
los príncipes reformados cayeron en manos del emperador y fueron
llevados cautivos de pueblo en pueblo. Pero en el momento de su
aparente triunfo, el monarca fue castigado por la derrota. Vio que la
presa se le escapaba de las manos y al fin tuvo que conceder
tolerancia a las doctrinas cuyo aniquilamiento constituyera el gran
anhelo de su vida. Había comprometido su reino, sus tesoros, y hasta
su misma vida, en la persecución de la herejía, y ahora veía sus
tropas diezmadas, agotados sus tesoros, sus muchos reinos amenazados
por las revueltas, y entre tanto seguía cundiendo por todas partes la
fe que en vano se había esforzado en suprimir. Carlos V estaba
combatiendo contra un poder omnipotente. Dios había dicho: "Haya luz,"
pero el empe
rador había procurado impedir que se desvaneciesen las tinieblas. Sus
propósitos fallaron, y, en prematura vejez, sintiéndose agotado por
tan larga lucha, abdicó el trono, y se encerró en un claustro.
En Suiza, lo mismo que en Alemania, vinieron días tenebrosos para la
Reforma. Mientras que muchos cantones aceptaban la fe reformada, otros
se aferraban ciega y obstinadamente al credo de Roma. Las
persecuciones dirigidas contra los que aceptaban la verdad provocaron
finalmente una guerra civil. Zuinglio y muchos de los que se habían
unido con él en la Reforma sucumbieron en el sangriento campo de
Cappel. Ecolampadio, abrumado por estos terribles desastres, murió
poco después. Roma parecía triunfar y recuperar en muchos lugares lo
que había perdido. Pero Aquel cuyos consejos son desde el siglo y
hasta el siglo, no había abandonado la causa de su pueblo. Su mano le
iba a dar libertad. Había levantado en otros países obreros que
impulsasen la Reforma.
En Francia, mucho antes que el nombre de Lutero fuese conocido como el
de un reformador, había empezado a amanecer. Uno de los primeros en
recibir la luz fue el anciano Lefevre, hombre de extensos
conocimientos, catedrático de la universidad de París, y sincero y
fiel partidario del papa. En las investigaciones que hizo en la
literatura antigua se despertó su atención por la Biblia e introdujo
el estudio de ella entre sus estudiantes.
Lefevre era entusiasta adorador de los santos y se había consagrado a
preparar una historia de éstos y de los mártires como la dan las
leyendas de la iglesia. Era ésta una obra magna, que requería mucho
trabajo; pero ya estaba muy adelantado en ella cuando decidió estudiar
la Biblia con el propósito de obtener de ella datos para su libro. En
el sagrado libro halló santos, es verdad, pero no como los que figuran
en el calendario romano. Un raudal de luz divina penetró en su mente.
Perplejo y disgustado abandonó el trabajo que se había impuesto, y se
consagró a la Palabra de Dios. Pronto comenzó a enseñar las preciosas
verdades que encontraba en ella.
En 1512, antes que Lutero y Zuinglio empezaran la obra de la Reforma,
escribía Lefevre: "Dios es el que da, por la fe, la justicia, que por
gracia nos justifica para la vida eterna."— Wylie, lib. 13, cap. 1.
Refiriéndose a los misterios de la redención, exclamaba: "¡Oh grandeza
indecible de este cambio: el Inocente es condenado, y el culpable
queda libre; el que bendice carga con la maldición, y la maldición se
vuelve bendición; la Vida muere, y los muertos viven; la Gloria es
envuelta en tinieblas, y el que no conocía más que confusión de
rostro, es revestido de gloria!"—D’Aubigné, lib. 12, cap. 2.
Y al declarar que la gloria de la salvación pertenece sólo a Dios,
declaraba también que al hombre le incumbe el deber de obedecer.
Decía: "Si eres miembro de la iglesia de Cristo, eres miembro de su
cuerpo, y en tal virtud, estás lleno de la naturaleza divina.... ¡Oh!
si los hombres pudiesen penetrar en este conocimiento y darse cuenta
de este privilegio, ¡cuán pura, casta y santa no sería su vida y cuán
despreciable no les parecería toda la gloria de este mundo en
comparación con la que está dentro de ellos y que el ojo carnal no
puede ver!"—Ibid.
Hubo algunos, entre los discípulos de Lefevre, que escuchaban con
ansia sus palabras, y que mucho después que fuese acallada la voz del
maestro, iban a seguir predicando la verdad. Uno de ellos fue
Guillermo Farel. Era hijo de padres piadosos y se le había enseñado a
aceptar con fe implícita las enseñanzas de la iglesia. Hubiera podido
decir como Pablo: "Conforme a la más rigurosa secta de nuestra
religión he vivido Fariseo." Hechos 26:5. Como devoto romanista se
desvelaba por concluir con todos los que se atrevían a oponerse a la
iglesia. "Rechinaba los dientes—-decía él más tarde—-como un lobo
furioso, cuando oía que alguno hablaba contra el papa."—Wylie, lib.
13, cap. 2. Había sido incansable en la adoración de los santos, en
compañía de Lefevre, haciendo juntos el jubileo circular de las
iglesias de París, adorando en
sus altares y adornando con ofrendas los santos relicarios. Pero estas
observancias no podían infundir paz a su alma. Todos los actos de
penitencia que practicaba no podían borrar la profunda convicción de
pecado que pesaba sobre él. Oyó como una voz del cielo las palabras
del reformador: "La salvación es por gracia." "El Inocente es
condenado, y el culpable queda libre." "Es sólo la cruz de Cristo la
que abre las puertas del cielo, y la que cierra las del
infierno."—Ibid.
Farel aceptó gozoso la verdad. Por medio de una conversión parecida a
la de Pablo, salió de la esclavitud de la tradición y llegó a la
libertad de los hijos de Dios. "En vez del sanguinario corazón de lobo
hambriento," tuvo, al convertirse, dice él, "la mansedumbre de un
humilde e inofensivo cordero, libre ya el corazón de toda influencia
papista, y entregado a Jesucristo."—D’Aubigné, lib. 12, cap. 3.
Entre tanto que Lefevre continuaba esparciendo entre los estudiantes
la luz divina, Farel, tan celoso en la causa de Cristo como lo había
sido en la del papa, se dispuso a predicar la verdad en público. Un
dignatario de la iglesia, el obispo de Meaux, no tardó en unirse con
ellos. Otros maestros que descollaban por su capacidad y talento, se
adhirieron a su propagación del Evangelio, y éste ganó adherentes
entre todas las clases sociales, desde los humildes hogares de los
artesanos y campesinos hasta el mismo palacio del rey. La hermana de
Francisco I, que era entonces el monarca reinante, abrazó la fe
reformada. El mismo rey y la reina madre parecieron por algún tiempo
considerarla con simpatía, y los reformadores miraban con esperanza
hacia lo porvenir y veían ya a Francia ganada para el Evangelio.
Pero sus esperanzas no iban a realizarse. Pruebas y persecuciones
aguardaban a los discípulos de Cristo, si bien la misericordia divina
se las ocultaba, pues hubo un período de paz muy oportuno para
permitirles acopiar fuerzas para hacer frente a las tempestades, y la
Reforma se extendió con rapidez. El obispo de Meaux trabajó con
empe
ño en su propia diócesis para instruir tanto a los sacerdotes como al
pueblo. Los curas inmorales e ignorantes fueron removidos de sus
puestos, y en cuanto fue posible, se los reemplazó por hombres
instruídos y piadosos. El obispo se afanaba porque su pueblo tuviera
libre acceso a la Palabra de Dios y esto pronto se verificó. Lefevre
se encargó de traducir el Nuevo Testamento y al mismo tiempo que la
Biblia alemana de Lutero salía de la imprenta en Wittenberg, el Nuevo
Testamento francés se publicaba en Meaux. El obispo no omitió esfuerzo
ni gasto alguno para hacerlo circular entre sus feligreses, y muy
pronto el pueblo de Meaux se vio en posesión de las Santas
Escrituras.
Así como los viajeros que son atormentados por la sed se regocijan al
llegar a un manantial de agua pura, así recibieron estas almas el
mensaje del cielo. Los trabajadores del campo y los artesanos en el
taller, amenizaban sus trabajos de cada día hablando de las preciosas
verdades de la Biblia. De noche, en lugar de reunirse en los despachos
de vinos, se congregaban unos en casas de otros para leer la Palabra
de Dios y unir sus oraciones y alabanzas. Pronto se notó un cambio muy
notable en todas estas comunidades. Aunque formadas de gente de la
clase humilde, dedicada al rudo trabajo y carente de instrucción, se
veía en ella el poder de la Reforma, y en la vida de todos se notaba
el efecto de la gracia divina que dignifica y eleva. Mansos, amantes y
fieles, resultaban ser como un testimonio vivo de lo que el Evangelio
puede efectuar en aquellos que lo reciben con sinceridad de
corazón.
La luz derramada en Meaux iba a extenderse más lejos. Cada día
aumentaba el número de los convertidos. El rey contuvo por algún
tiempo la ira del clero, porque despreciaba el estrecho fanatismo de
los frailes; pero al fin, los jefes papales lograron prevalecer. Se
levantó la hoguera. Al obispo de Meaux le obligaron a elegir entre
ella y la retractación, y optó por el camino más fácil; pero a pesar
de su caída, el rebaño de este débil pastor se mantuvo firme. Muchos
dieron testimo
nio de la verdad entre las llamas. Con su valor y fidelidad en la
hoguera, estos humildes cristianos hablaron a millares de personas que
en días de paz no hubieran oído jamás el testimonio de ellos.
No eran solamente los pobres y los humildes, los que en medio del
padecimiento y del escarnio se atrevían a ser testigos del Señor. En
las casas señoriles, en el castillo, en el palacio, había almas regias
para quienes la verdad valía más que los tesoros, las categorías
sociales y aun que la misma vida. La armadura real encerraba un
espíritu más noble y elevado que la mitra y las vestiduras
episcopales. Luis de Berquin era de noble alcurnia. Cortés y bravo
caballero, dedicado al estudio, de elegantes modales y de intachable
moralidad, "era" dice un escritor "fiel partidario de las
instituciones del papa y celoso oyente de misas y sermones, . . . y
coronaba todas estas virtudes aborreciendo de todo corazón el
luteranismo." Empero, como a otros muchos, la Providencia le condujo a
la Biblia, y quedó maravillado de hallar en ella, "no las doctrinas de
Roma, sino las doctrinas de Lutero."—Wylie, lib. 13, cap. 9. Desde
entonces se entregó con entera devoción a la causa del Evangelio.
"Siendo el más instruido entre todos los nobles de Francia," su genio
y elocuencia y su valor indómito y su celo heroico, tanto como su
privanza en la corte—-por ser favorito del rey—-lo hicieron considerar
por muchos como el que estaba destinado a ser el reformador de su
país. Beza dijo: "Berquin hubiera sido un segundo Lutero, de haber
hallado en Francisco I un segundo Elector." Los papistas decían: "Es
peor que Lutero."—Ibid. Y efectivamente, era más temido que Lutero por
los romanistas de Francia. Le echaron en la cárcel por hereje, pero el
rey mandó soltarle. La lucha duró varios años. Francisco fluctuaba
entre Roma y la Reforma, tolerando y restringiendo alternadamente el
celo bravío de los frailes. Tres veces fue apresado Berquin por las
autoridades papales, para ser librado otras tantas por el monarca,
quien, admirando su genio y la nobleza de su carácter, se negó a
sacrificarle a la malicia del clero.
Berquin fue avisado repetidas veces del peligro que le amenazaba en
Francia e instado para que siguiera el ejemplo de aquellos que habían
hallado seguridad en un destierro voluntario. El tímido y complaciente
Erasmo, que con todo el esplendor de su erudición carecía sin embargo
de la grandeza moral que mantiene la vida y el honor subordinados a la
verdad, escribió a Berquin: "Solicita que te manden de embajador al
extranjero; ve y viaja por Alemania. Ya sabes lo que es Beda—-un
monstruo de mil cabezas, que destila ponzoña por todas partes. Tus
enemigos son legión. Aunque fuera tu causa mejor que la de Cristo, no
te dejarán en paz hasta que hayan acabado miserablemente contigo. No
te fíes mucho de la protección del rey. Y sobre todas las cosas, te
encarezco que no me comprometas con la facultad de
teología."—Ibid.
Pero cuanto más cuerpo iban tomando los peligros, más se afirmaba el
fervor de Berquin. Lejos de adoptar la política y el egoísmo que
Erasmo le aconsejara, resolvió emplear medios más enérgicos y
eficaces. No quería ya tan sólo seguir siendo defensor de la verdad,
sino que iba a intentar atacar el error. El cargo de herejía que los
romanistas procuraban echarle encima, él iba a devolvérselo. Los más
activos y acerbos de sus opositores eran los sabios doctores y frailes
de la facultad de teología de la universidad de París, una de las más
altas autoridades eclesiásticas de la capital y de la nación. De los
escritos de estos doctores entresacó Berquin doce proposiciones, que
declaró públicamente "contrarias a la Biblia, y por lo tanto
heréticas;" y apeló al rey para que actuara de juez en la
controversia.
El monarca, no descontento de poner frente a frente el poder y la
inteligencia de campeones opuestos, y de tener la oportunidad de
humillar la soberbia de los altivos frailes, ordenó a los romanistas
que defendiesen su causa con la Biblia. Bien sabían éstos que
semejante arma de poco les serviría; la cárcel, el tormento y la
hoguera eran las armas que mejor sabían manejar. Cambiadas estaban las
suer
tes y ellos se veían a punto de caer en la sima a que habían querido
echar a Berquin. Puestos así en aprieto no buscaban más que un modo de
escapar.
"Por aquel tiempo, una imagen de la virgen, que estaba colocada en la
esquina de una calle, amaneció mutilada." Esto produjo gran agitación
en la ciudad. Multitud de gente acudió al lugar dando señales de duelo
y de indignación. El mismo rey fue hondamente conmovido. Vieron en
esto los monjes una coyuntura favorable para ellos, y se apresuraron
en aprovecharla. "Estos son los frutos de las doctrinas de
Berquin—-exclamaban.—-Todo va a ser echado por tierra, la religión,
las leyes, el trono mismo, por esta conspiración luterana."—Ibid.
Berquin fue aprehendido de nuevo. El rey salió de París y los frailes
pudieron obrar a su gusto. Enjuiciaron al reformador y le condenaron a
muerte, y para que Francisco no pudiese interponer su influencia para
librarle, la sentencia se ejecutó el mismo día en que fue pronunciada.
Al medio día fue conducido Berquin al lugar de suplicio. Un inmenso
gentío se reunió para presenciar el auto, y muchos notaron con
turbación y espanto que la víctima había sido escogida de entre las
mejores y más valientes familias nobles de Francia. La estupefacción,
la indignación, el escarnio y el odio, se pintaban en los semblantes
de aquella inquieta muchedumbre; pero había un rostro sin sombra
alguna, pues los pensamientos del mártir estaban muy lejos de la
escena del tumulto, y lo único que percibía era la presencia de su
Señor.
La miserable carreta en que lo llevaban, las miradas de enojo que le
echaban sus perseguidores, la muerte espantosa que le esperaba—-nada
de esto le importaba; el que vive, si bien estuvo muerto, pero ahora
vive para siempre y tiene las llaves de la muerte y del infierno,
estaba a su lado. El semblante de Berquin estaba radiante de luz y paz
del cielo. Vestía lujosa ropa, y llevaba "capa de terciopelo, justillo
de raso y de damasco, calzas de oro."-— D’Aubigné, Histoire de la
Réformation au temps de Calvin, lib. 2, cap. 16. Iba a dar testimonio
de su fe en presencia del Rey de reyes y ante todo el universo, y
ninguna señal de duelo empañaba su alegría.
Mientras la procesión desfilaba despacio por las calles atestadas de
gente, el pueblo notaba maravillado la paz inalterable y el gozo
triunfante que se pintaban en el rostro y el continente del mártir.
"Parece—-decían—-como si estuviera sentado en el templo meditando en
cosas santas."—Wylie, lib. 13, cap. 9.
Ya atado a la estaca, quiso Berquin dirigir unas cuantas palabras al
pueblo, pero los monjes, temiendo las consecuencias, empezaron a dar
gritos y los soldados a entrechocar sus armas, y con esto ahogaron la
voz del mártir. Así fue como en 1529, la autoridad eclesiástica y
literaria más notable de la culta ciudad de París, "dio al populacho
de 1793 el vil ejemplo de sofocar en el cadalso las sagradas palabras
de los moribundos."—Ibid.
Berquin fue estrangulado y su cuerpo entregado a las llamas. La
noticia de su muerte entristeció a los amigos de la Reforma en todas
partes de Francia. Pero su ejemplo no quedó sin provecho. "También
nosotros estamos listos-—decían los testigos de la verdad—-para
recibir la muerte con gozo, poniendo nuestros ojos en la vida
venidera."-—D’Aubigné, Ibid.
Durante la persecución en Meaux, se prohibió a los predicadores de la
Reforma que siguieran en su obra de propaganda, por lo cual fueron a
establecerse en otros campos de acción. Lefevre, al cabo de algún
tiempo, se dirigió a Alemania, y Farel volvió a su pueblo natal, en el
este de Francia, para esparcir la luz en la tierra de su niñez. Ya se
había sabido lo que estaba ocurriendo en Meaux, y por consiguiente la
verdad, que él enseñaba sin temor, encontró adeptos. Muy pronto las
autoridades le impusieron silencio y le echaron de la ciudad. Ya que
no podía trabajar en público, se puso a recorrer los valles y los
pueblos, enseñando en casas particulares y en apartados campos,
hallando abrigo en los bosques y en las cuevas de las peñas de él
conocidos desde que los frecuentara en los años de su infancia. Dios
le preparaba para
mayores pruebas. "Las penas, la persecución y todas las asechanzas del
diablo, con las que se me amenaza, no han escaseado—-decía él,—-y
hasta han sido mucho más severas de lo que yo con mis propias fuerzas
hubiera podido sobrellevar; pero Dios es mi Padre; El me ha
suministrado y seguirá suministrándome las fuerzas que
necesite."—D’Aubigné, Histoire de la Réformation au seizième siecle,
lib. 12, cap. 9.
Como en los tiempos apostólicos, la persecución había redundado en
bien del adelanto del Evangelio. (Filipenses 1:12.) Expulsados de
París y Meaux, "los que fueron esparcidos, iban por todas partes
anunciando la palabra." Hechos 8:4. Y de esta manera la verdad se
abrió paso en muchas de las remotas provincias de Francia.
Dios estaba preparando aun más obreros para extender su causa. En una
de las escuelas de París hallábase un joven formal, de ánimo
tranquilo, que daba muestras evidentes de poseer una mente poderosa y
perspicaz, y que no era menos notable por la pureza de su vida que por
su actividad intelectual y su devoción religiosa. Su talento y
aplicación hicieron pronto de él un motivo de orgullo para el colegio,
y se susurraba entre los estudiantes que Juan Calvino sería un día uno
de los más capaces y más ilustres defensores de la iglesia. Pero un
rayo de luz divina penetró aun dentro de los muros del escolasticismo
y de la superstición que encerraban a Calvino. Estremecióse al oír las
nuevas doctrinas, sin dudar nunca que los herejes merecieran el fuego
al que eran entregados. Y no obstante, sin saber cómo, tuvo que
habérselas con la herejía y se vio obligado a poner a prueba el poder
de la teología romanista para rebatir la doctrina protestante.
Hallábase en París un primo hermano de Calvino, que se había unido con
los reformadores. Ambos parientes se reunían con frecuencia para
discutir las cuestiones que perturbaban a la cristiandad. "No hay más
que dos religiones en el mundo —decía Olivetán, el protestante.—-Una,
que los hombres han inventado, y según la cual se salva el ser humano
por medio de ceremonias y buenas obras; la otra es la que está
revelada en la Biblia y que enseña al hombre a no esperar su salvación
sino de la gracia soberana de Dios."
"No quiero tener nada que ver con ninguna de vuestras nuevas
doctrinas—-respondía Calvino,—-¿creéis que he vivido en el error todos
los días de mi vida?"—Wylie, lib. 13, cap. 7.
Pero habíanse despertado en su mente pensamientos que ya no podía
desterrar de ella. A solas en su aposento meditaba en las palabras de
su primo. El sentimiento del pecado se había apoderado de su corazón;
se veía sin intercesor en presencia de un Juez santo y justo. La
mediación de los santos, las buenas obras, las ceremonias de la
iglesia, todo ello le parecía ineficaz para expiar el pecado. Ya no
veía ante sí mismo sino la lobreguez de una eterna desesperación. En
vano se esforzaban los doctores de la iglesia por aliviarle de su
pena. En vano recurría a la confesión y a la penitencia; estas cosas
no pueden reconciliar al alma con Dios.
Aun estaba Calvino empeñado en tan infructuosas luchas cuando un día
en que por casualidad pasaba por una plaza pública, presenció la
muerte de un hereje en la hoguera. Se llenó de admiración al ver la
expresión de paz que se pintaba en el rostro del mártir. En medio de
las torturas de una muerte espantosa, y bajo la terrible condenación
de la iglesia, daba el mártir pruebas de una fe y de un valor que el
joven estudiante comparaba con dolor con su propia desesperación y con
las tinieblas en que vivía a pesar de su estricta obediencia a los
mandamientos de la iglesia. Sabía que los herejes fundaban su fe en la
Biblia; por lo tanto se decidió a estudiarla para descubrir, si
posible fuera, el secreto del gozo del mártir.
En la Biblia encontró a Cristo. "¡Oh! Padre—-exclamó,—-su sacrificio
ha calmado tu ira; su sangre ha lavado mis manchas; su cruz ha llevado
mi maldición; su muerte ha hecho expiación por mí. Habíamos inventado
muchas locuras inútiles, pero tú has puesto delante de mí tu Palabra
como una antorcha y has conmovido mi corazón para que
tenga por abominables todos los méritos que no sean los de
Jesús."—Martyn, tomo 3, cap. 13.
Calvino había sido educado para el sacerdocio. Tenía sólo doce años
cuando fue nombrado capellán de una pequeña iglesia y el obispo le
tonsuró la cabeza para cumplir con el canon eclesiástico. No fue
consagrado ni desempeñó los deberes del sacerdocio, pero sí fue hecho
miembro del clero, se le dio el título de su cargo y percibía la renta
correspondiente.
Viendo entonces que ya no podría jamás llegar a ser sacerdote, se
dedicó por un tiempo a la jurisprudencia, y por último abandonó este
estudio para consagrarse al Evangelio. Pero no podía resolverse a
dedicarse a la enseñanza. Era tímido por naturaleza, le abrumaba el
peso de la responsabilidad del cargo y deseaba seguir dedicándose aún
al estudio. Las reiteradas súplicas de sus amigos lograron por fin
convencerle. "Cuán maravilloso es—-decía—-que un hombre de tan bajo
origen llegue a ser elevado hasta tan alta dignidad."—Wylie, lib. 13,
cap 9.
Calvino empezó su obra con ánimo tranquilo y sus palabras eran como el
rocío que refresca la tierra. Se había alejado de París y ahora se
encontraba en un pueblo de provincia bajo la protección de la princesa
Margarita, la cual, amante como lo era del Evangelio, extendía su
protección a los que lo profesaban. Calvino era joven aún, de
continente discreto y humilde. Comenzó su trabajo visitando a los
lugareños en sus propias casas. Allí, rodeado de los miembros de la
familia, leía la Biblia y exponía las verdades de la salvación. Los
que oían el mensaje, llevaban las buenas nuevas a otros, y pronto el
maestro fue más allá, a otros lugares, predicando en los pueblos y
villorrios. Se le abrían las puertas de los castillos y de las chozas,
y con su obra colocaba los cimientos de iglesias de donde iban a salir
más tarde los valientes testigos de la verdad.
A los pocos meses estaba de vuelta en París. Reinaba gran agitación en
el círculo de literatos y estudiantes. El estudio de los idiomas
antiguos había sido causa de que muchos fijaran su atención en la
Biblia, y no pocos, cuyos corazones no habían sido conmovidos por las
verdades de aquélla, las discutían con interés y aun se atrevían a
desafiar a los campeones del romanismo. Calvino, si bien muy capaz
para luchar en el campo de la controversia religiosa, tenía que
desempeñar una misión más importante que la de aquellos bulliciosos
estudiantes. Los ánimos se sentían confundidos, y había llegado el
momento oportuno de enseñarles la verdad. Entretanto que en las aulas
de la universidad repercutían las disputas de los teólogos, Calvino se
abría paso de casa en casa, leyendo la Biblia al pueblo y hablándole
de Cristo y de éste crucificado.
Por la providencia de Dios, París iba a recibir otra invitación para
aceptar el Evangelio. El llamamiento de Lefevre y Farel había sido
rechazado, pero nuevamente el mensaje iba a ser oído en aquella gran
capital por todas las clases de la sociedad. Llevado por
consideraciones políticas, el rey no estaba enteramente al lado de
Roma contra la Reforma. Margarita abrigaba aún la esperanza de que el
protestantismo triunfaría en Francia. Resolvió que la fe reformada
fuera predicada en París. Ordenó durante la ausencia del rey que un
ministro protestante predicase en las iglesias de la ciudad. Pero
habiéndose opuesto a esto los dignatarios papales, la princesa abrió
entonces las puertas del palacio. Dispúsose uno de los salones para
que sirviera de capilla y se dio aviso que cada día, a una hora
señalada, se predicaría un sermón, al que podían acudir las personas
de toda jerarquía y posición. Muchedumbres asistían a las
predicaciones. No sólo se llenaba la capilla sino que las antesalas y
los corredores eran invadidos por el gentío. Millares se congregaban
diariamente: nobles, magistrados, abogados, comerciantes y artesanos.
El rey, en vez de prohibir estas reuniones, dispuso que dos de las
iglesias de París fuesen afectadas a este servicio. Antes de esto la
ciudad no había sido nunca conmovida de modo semejante por la Palabra
de Dios. El Espíritu de vida que descendía del cielo parecía soplar
sobre el pueblo. La templanza, la pureza, el orden y el trabajo iban
substitu
yendo a la embriaguez, al libertinaje, a la contienda y a la
pereza.
Pero el clero no descansaba. Como el rey se negase a hacer cesar las
predicaciones, apeló entonces al populacho. No perdonó medio alguno
para despertar los temores, los prejuicios y el fanatismo de las
multitudes ignorantes y supersticiosas. Siguiendo ciegamente a sus
falsos maestros, París, como en otro tiempo Jerusalén, no conoció el
tiempo de su visitación ni las cosas que pertenecían a su paz. Durante
dos años fue predicada la Palabra de Dios en la capital; pero si bien
muchas personas aceptaban el Evangelio, la mayoría del pueblo lo
rechazaba. Francisco había dado pruebas de tolerancia por mera
conveniencia personal, y los papistas lograron al fin recuperar su
privanza. De nuevo fueron clausuradas las iglesias y se levantó la
hoguera.
Calvino permanecía aún en París, preparándose por medio del estudio,
la oración y la meditación, para su trabajo futuro, y seguía
derramando luz. Pero, al fin, se hizo sospechoso. Las autoridades
acordaron entregarlo a las llamas. Creyéndose seguro en su retiro no
pensaba en el peligro, cuando sus amigos llegaron apresurados a su
estancia para darle aviso de que llegaban emisarios para aprehenderle.
En aquel instante se oyó que llamaban con fuerza en el zaguán. No
había pues ni un momento que perder. Algunos de sus amigos detuvieron
a los emisarios en la puerta, mientras otros le ayudaban a descolgarse
por una ventana, para huir luego precipitadamente hacia las afueras de
la ciudad. Encontrando refugio en la choza de un labriego, amigo de la
Reforma, se disfrazó con la ropa de él, y llevando al hombro un
azadón, emprendió viaje. Caminando hacia el sur volvió a hallar
refugio en los dominios de Margarita. (Véase D’Aubigné, Histoire de la
Réformation au temps de Calvin, lib. 2, cap. 30.)
Allí permaneció varios meses, seguro bajo la protección de amigos
poderosos, y ocupado como anteriormente en el estudio. Empero su
corazón estaba empeñado en evangelizar a Francia y no podía permanecer
mucho tiempo inactivo. Tan pronto como escampó la tempestad, buscó
nuevo campo de trabajo en Poitiers, donde había una universidad y
donde las nuevas ideas habían encontrado aceptación. Personas de todas
las clases sociales oían con gusto el Evangelio. No había predicación
pública, pero en casa del magistrado principal, en su propio aposento,
y a veces en un jardín público, explicaba Calvino las palabras de vida
eterna a aquellos que deseaban oírlas. Después de algún tiempo, como
creciese el número de oyentes, se pensó que sería más seguro reunirse
en las afueras de la ciudad. Se escogió como lugar de culto una cueva
que se encontraba en la falda de una profunda quebrada, en un sitio
escondido por árboles y rocas sobresalientes. En pequeños grupos, y
saliendo de la ciudad por diferentes partes, se congregaban allí. En
ese retiro se leía y explicaba la Biblia. Allí celebraron por primera
vez los protestantes de Francia la Cena del Señor. De esta pequeña
iglesia fueron enviados a otros lugares varios fieles
evangelistas.
Una vez más Calvino volvió a París. No podía abandonar la esperanza de
que Francia como nación aceptase la Reforma. Pero halló cerradas casi
todas las puertas. Predicar el Evangelio era ir directamente a la
hoguera, y resolvió finalmente partir para Alemania. Apenas había
salido de Francia cuando estalló un movimiento contra los protestantes
que de seguro le hubiera envuelto en la ruina general, si se hubiese
quedado.
Los reformadores franceses, deseosos de ver a su país marchar de
consuno con Suiza y Alemania, se propusieron asestar a las
supersticiones de Roma un golpe audaz que hiciera levantarse a toda la
nación. Con este fin en una misma noche y en toda Francia se fijaron
carteles que atacaban la misa. En lugar de ayudar a la Reforma, este
movimiento inspirado por el celo más que por el buen juicio reportó un
fracaso no sólo para sus propagadores, sino también para los amigos de
la fe reformada por todo el país. Dio a los romanistas lo que tanto
habían deseado: una coyuntura de la cual sacar partido para pedir que
se conclu
yera por completo con los herejes a quienes tacharon de perturbadores
peligrosos para la estabilidad del trono y la paz de la nación.
Una mano secreta, la de algún amigo indiscreto, o la de algún astuto
enemigo, pues nunca quedó aclarado el asunto, fijó uno de los carteles
en la puerta de la cámara particular del rey. El monarca se horrorizó.
En ese papel se atacaban con acritud supersticiones que por siglos
habían sido veneradas. La ira del rey se encendió por el atrevimiento
sin igual de los que introdujeron hasta su real presencia aquellos
escritos tan claros y precisos. En su asombro quedó el rey por algún
tiempo tembloroso y sin articular palabra alguna. Luego dio rienda
suelta a su enojo con estas terribles palabras: "Préndase a todos los
sospechosos de herejía luterana.... Quiero exterminarlos a
todos."—Id., lib. 4, cap. 10. La suerte estaba echada. El rey resolvió
pasarse por completo al lado de Roma.
Se tomaron medidas para arrestar a todos los luteranos que se hallasen
en París. Un pobre artesano, adherente a la fe reformada, que tenía
por costumbre convocar a los creyentes para que se reuniesen en sus
asambleas secretas, fue apresado e intimidándolo con la amenaza de
llevarlo inmediatamente a la hoguera, se le ordenó que condujese a los
emisarios papales a la casa de todo protestante que hubiera en la
ciudad. Se estremeció de horror al oír la vil proposición que se le
hacía, pero, al fin, vencido por el temor de las llamas, consintió en
convertirse en traidor de sus hermanos. Precedido por la hostia, y
rodeado de una compañía de sacerdotes, monaguillos, frailes y
soldados, Morin, el policía secreto del rey, junto con el traidor,
recorrían despacio y sigilosamente las calles de la ciudad. Era
aquello una ostensible demostración en honor del "santo sacramento" en
desagravio por el insulto que los protestantes lanzaran contra la
misa. Aquel espectáculo, sin embargo, no servía más que para disfrazar
los aviesos fines. Al pasar frente a la casa de un luterano, el
traidor hacía una señal, pero no pronunciaba palabra alguna. La
procesión se detenía, entraban en la casa, sacaban a la familia y la
encadenaban, y la terrible compañía seguía adelante en busca de nuevas
víctimas. "No perdonaron casa, grande ni chica, ni los departamentos
de la universidad de París.... Morin hizo temblar la ciudad. . . . Era
el reinado del terror."—Ibid.
Las víctimas sucumbían en medio de terribles tormentos, pues se había
ordenado a los verdugos que las quemasen a fuego lento para que se
prolongara su agonía. Pero morían como vencedores. No menguaba su fe,
ni desmayaba su confianza. Los perseguidores, viendo que no podían
conmover la firmeza de aquellos fieles, se sentían derrotados. "Se
erigieron cadalsos en todos los barrios de la ciudad de París y se
quemaban herejes todos los días con el fin de sembrar el terror entre
los partidarios de las doctrinas heréticas, multiplicando las
ejecuciones. Sin embargo, al fin la ventaja fue para el Evangelio.
Todo París pudo ver qué clase de hombres eran los que abrigaban en su
corazón las nuevas enseñanzas. No hay mejor púlpito que la hoguera de
los mártires. El gozo sereno que iluminaba los rostros de aquellos
hombres cuando . . . se les conducía al lugar de la ejecución, su
heroísmo cuando eran envueltos por las llamas, su mansedumbre para
perdonar las injurias, cambiaba no pocas veces, el enojo en lástima,
el odio en amor, y hablaba con irresistible elocuencia en pro del
Evangelio." —-Wylie, lib. 13, cap. 20.
Con el fin de atizar aun más la furia del pueblo, los sacerdotes
hicieron circular las más terribles calumnias contra los protestantes.
Los culpaban de querer asesinar a los católicos, derribar al gobierno
y matar al rey. Ni sombra de evidencia podían presentar en apoyo de
tales asertos. Sin embargo resultaron siniestras profecías que iban a
tener su cumplimiento, pero en circunstancias diferentes y por muy
diversas causas. Las crueldades que los católicos infligieron a los
inocentes protestantes acumularon en su contra la debida retribución,
y en siglos posteriores se verificó el juicio que habían predicho que
sobrevendría sobre el rey, sobre los súbditos y sobre el gobierno;
pero dicho juicio se debió a los incrédulos y a
los mismos papistas. No fue por el establecimiento, sino por la
supresión del protestantismo, por lo que tres siglos más tarde habían
de venir sobre Francia tan espantosas calamidades.
Todas las clases sociales se encontraban ahora presa de la sospecha,
la desconfianza y el terror. En medio de la alarma general se notó
cuán profundamente se habían arraigado las enseñanzas luteranas en las
mentes de los hombres que más se distinguían por su brillante
educación, su influencia y la superioridad de su carácter. Los puestos
más honrosos y de más confianza quedaron de repente vacantes.
Desaparecieron artesanos, impresores, literatos, catedráticos de las
universidades, autores, y hasta cortesanos. A centenares salían
huyendo de París, desterrándose voluntariamente de su propio país,
dando así en muchos casos la primera indicación de que estaban en
favor de la Reforma. Los papistas se admiraban al ver a tantos herejes
de quienes no habían sospechado y que habían sido tolerados entre
ellos. Su ira se descargó sobre la multitud de humildes víctimas que
había a su alcance. Las cárceles quedaron atestadas y el aire parecía
obscurecerse con el humo de tantas hogueras en que se hacía morir a
los que profesaban el Evangelio.
Francisco I se vanagloriaba de ser uno de los caudillos del gran
movimiento que hizo revivir las letras a principios del siglo XVI.
Tenía especial deleite en reunir en su corte a literatos de todos los
países. A su empeño de saber, y al desprecio que le inspiraba la
ignorancia y la superstición de los frailes se debía, siquiera en
parte, el grado de tolerancia que había concedido a los reformadores.
Pero, en su celo por aniquilar la herejía, este fomentador del saber
expidió un edicto declarando abolida la imprenta en toda Francia.
Francisco I ofrece uno de los muchos ejemplos conocidos de cómo la
cultura intelectual no es una salvaguardia contra la persecución y la
intolerancia religiosa.
Francia, por medio de una ceremonia pública y solemne, iba a
comprometerse formalmente en la destrucción del protestantismo. Los
sacerdotes exigían que el insulto lanzado al Cielo en la condenación
de la misa, fuese expiado con sangre, y que el rey, en nombre del
pueblo, sancionara la espantosa tarea.
Se señaló el 21 de enero de 1535 para efectuar la terrible ceremonia.
Se atizaron el odio hipócrita y los temores supersticiosos de toda la
nación. París estaba repleto de visitantes que habían acudido de los
alrededores y que invadían sus calles. Tenía que empezar el día con el
desfile de una larga e imponente procesión. "Las casas por delante de
las cuales debía pasar, estaban enlutadas, y se habían levantado
altares, de trecho en trecho." Frente a todas las puertas había una
luz encendida en honor del "santo sacramento." Desde el amanecer se
formó la procesión en palacio. "Iban delante las cruces y los pendones
de las parroquias, y después, seguían los particulares de dos en dos,
y llevando teas encendidas." A continuación seguían las cuatro órdenes
de frailes, luciendo cada una sus vestiduras particulares. A éstas
seguía una gran colección de famosas reliquias. Iban tras ella, en sus
carrozas, los altos dignatarios eclesiásticos, ostentando sus
vestiduras moradas y de escarlata adornadas con pedrerías, formando
todo aquello un conjunto espléndido y deslumbrador.
"La hostia era llevada por el obispo de París bajo vistoso dosel ...
sostenido por cuatro príncipes de los de más alta jerarquía.... Tras
ellos iba el monarca ... Francisco I iba en esa ocasión despojado de
su corona y de su manto real." Con "la cabeza descubierta y la vista
hacia el suelo, llevando en su mano un cirio encendido," el rey de
Francia se presentó en público, "como penitente."—Id., cap. 21. Se
inclinaba ante cada altar, humillándose, no por los pecados que
manchaban su alma, ni por la sangre inocente que habían derramado sus
manos, sino por el pecado mortal de sus súbditos que se habían
atrevido a condenar la misa. Cerraban la marcha la reina y los
dignatarios del estado, que iban también de dos en dos llevando en sus
manos antorchas encendidas.
Como parte del programa de aquel día, el monar
ca mismo dirigió un discurso a los dignatarios del reino en la vasta
sala del palacio episcopal. Se presentó ante ellos con aspecto triste,
y con conmovedora elocuencia, lamentó el "crimen, la blasfemia, y el
día de luto y de desgracia" que habían sobrevenido a toda la nación.
Instó a todos sus leales súbditos a que cooperasen en la extirpación
de la herejía que amenazaba arruinar a Francia. "Tan cierto, señores,
como que soy vuestro rey—-declaró,—-si yo supiese que uno de mis
miembros estuviese contaminado por esta asquerosa podredumbre, os lo
entregaría para que fuese cortado por vosotros.... Y aun más, si viera
a uno de mis hijos contaminado por ella, no lo toleraría, sino que lo
entregaría yo mismo y lo sacrificaría a Dios." Las lágrimas le
ahogaron la voz y la asamblea entera lloró, exclamando unánimemente:
"¡Viviremos y moriremos en la religión católica!"—D’Aubigné, Histoire
de la Réformation au temps de Calvin, lib. 4, cap. 12.
Terribles eran las tinieblas de la nación que había rechazado la luz
de la verdad. "La gracia que trae salvación" se había manifestado;
pero Francia, después de haber comprobado su poder y su santidad,
después que millares de sus hijos hubieron sido alumbrados por su
belleza, después que su radiante luz se hubo esparcido por ciudades y
pueblos, se desvió y escogió las tinieblas en vez de la luz. Habían
rehusado los franceses el don celestial cuando les fuera ofrecido.
Habían llamado a lo malo bueno, y a lo bueno malo, hasta llegar a ser
víctimas de su propio engaño. Y ahora, aunque creyeran de todo corazón
que servían a Dios persiguiendo a su pueblo, su sinceridad no los
dejaba sin culpa. Habían rechazado precisamente aquella luz que los
hubiera salvado del engaño y librado sus almas del pecado de derramar
sangre.
Se juró solemnemente en la gran catedral que se extirparía la herejía,
y en aquel mismo lugar, tres siglos más tarde iba a ser entronizada la
"diosa razón" por un pueblo que se había olvidado del Dios viviente.
Volvióse a formar la procesión y los representantes de Francia se
marcharon dispuestos a dar principio a la obra que habían jurado
llevar a cabo. "De trecho en trecho, a lo largo del camino, se habían
preparado hogueras para quemar vivos a ciertos cristianos
protestantes, y las cosas estaban arregladas de modo que cuando se
encendieran aquéllas al acercarse el rey, debía detenerse la procesión
para presenciar la ejecución."—Wylie, lib. 13, cap. 21. Los detalles
de los tormentos que sufrieron estos confesores de Cristo no son para
ser descritos; pero no hubo desfallecimiento en las víctimas. Al ser
instado uno de esos hombres para que se retractase, dijo: "Yo sólo
creo en lo que los profetas y apóstoles predicaron en los tiempos
antiguos, y en lo que la comunión de los santos ha creído. Mi fe
confía de tal manera en Dios que puedo resistir a todos los poderes
del infierno."—D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de
Calvin, lib. 4, cap. 12.
La procesión se detenía cada vez frente a los sitios de tormento. Al
volver al lugar de donde había partido, el palacio real, se dispersó
la muchedumbre y se retiraron el rey y los prelados, satisfechos de
los autos de aquel día y congratulándose entre sí porque la obra así
comenzada se proseguiría hasta lograrse la completa destrucción de la
herejía.
El Evangelio de paz que Francia había rechazado iba a ser arrancado de
raíz, lo que acarrearía terribles consecuencias. El 21 de enero de
1793, es decir, a los doscientos cincuenta y ocho años cabales,
contados desde aquel día en que Francia entera se comprometiera a
perseguir a los reformadores, otra procesión, organizada con un fin
muy diferente, atravesaba las calles de París. "Nuevamente era el rey
la figura principal; otra vez veíase el mismo tumulto y oíase la misma
gritería; pedíanse de nuevo más víctimas; volviéronse a erigir negros
cadalsos, y nuevamente las escenas del día se clausuraron con
espantosas ejecuciones; Luis XVI fue arrastrado a la guillotina,
forcejeando con sus carceleros y verdugos que lo sujetaron fuertemente
en la temible máquina hasta que cayó sobre su cuello la cuchilla y
separó de sus hombros la cabeza que rodó sobre los tablones del
cadalso."—Wylie, lib.
13, cap. 21. Y no fue él la única víctima; allí cerca del mismo sitio
perecieron decapitados por la guillotina dos mil ochocientos seres
humanos, durante el sangriento reinado del terror.
La Reforma había presentado al mundo una Biblia abierta, había
desatado los sellos de los preceptos de Dios, e invitado al pueblo a
cumplir sus mandatos. El amor infinito había presentado a los hombres
con toda claridad los principios y los estatutos del cielo. Dios había
dicho: "Los guardaréis pues para cumplirlos; porque en esto consistirá
vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a la vista de las naciones;
las cuales oirán hablar de todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente
pueblo sabio y entendido es esta gran nación." Deuteronomio 4:6.
Francia misma, al rechazar el don celestial, sembró la semilla de la
anarquía y de la ruina; y la acción consecutiva e inevitable de la
causa y del efecto resultó en la Revolución y el reinado del
terror.
Mucho antes de aquella persecución despertada por los carteles, el
osado y ardiente Farel se había visto obligado a huir de la tierra de
sus padres. Se refugió en Suiza, y mediante los esfuerzos con que
secundó la obra de Zuinglio, ayudó a inclinar el platillo de la
balanza en favor de la Reforma. Iba a pasar en Suiza sus últimos años,
pero no obstante siguió ejerciendo poderosa influencia en la Reforma
en Francia. Durante los primeros años de su destierro, dirigió sus
esfuerzos especialmente a extender en su propio país el conocimiento
del Evangelio. Dedicó gran parte de su tiempo a predicar a sus
paisanos cerca de la frontera, desde donde seguía la suerte del
conflicto con infatigable constancia, y ayudaba con sus palabras de
estímulo y sus consejos. Con el auxilio de otros desterrados, tradujo
al francés los escritos del reformador alemán, y éstos y la Biblia
vertida a la misma lengua popular se imprimieron en grandes
cantidades, que fueron vendidas en toda Francia por los colportores.
Los tales conseguían estos libros a bajo precio y con el producto de
la venta avanzaban más y más en el trabajo.
Farel dio comienzo a sus trabajos en Suiza como humilde maestro de
escuela. Se retiró a una parroquia apartada y se consagró a la
enseñanza de los niños. Además de las clases usuales requeridas por el
plan de estudios, introdujo con mucha prudencia las verdades de la
Biblia, esperando alcanzar a los padres por medio de los niños.
Algunos creyeron, pero los sacerdotes se apresuraron a detener la
obra, y los supersticiosos campesinos fueron incitados a oponerse a
ella. "Ese no puede ser el Evangelio de Cristo—-decían con insistencia
los sacerdotes,—-puesto que su predicación no trae paz sino guerra."
—Wylie, lib. 14, cap. 3. Y a semejanza de los primeros discípulos,
cuando se le perseguía en una ciudad se iba para otra. Andaba de aldea
en aldea, y de pueblo en pueblo, a pie, sufriendo hambre, frío,
fatigas, y exponiendo su vida en todas partes. Predicaba en las
plazas, en las iglesias y a veces en los púlpitos de las catedrales.
En ocasiones se reunía poca gente a oírle; en otras, interrumpían su
predicación con burlas y gritería, y le echaban abajo del púlpito. Más
de una vez cayó en manos de la canalla, que le dio de golpes hasta
dejarlo medio muerto. Sin embargo seguía firme en su propósito. Aunque
le rechazaban a menudo, volvía a la carga con incansable perseverancia
y logró al fin que una tras otra, las ciudades que habían sido los
baluartes del papismo abrieran sus puertas al Evangelio. Fue aceptada
la fe reformada en aquella pequeña parroquia donde había trabajado
primero. Las ciudades de Morat y de Neuchatel renunciaron también a
los ritos romanos y quitaron de sus templos las imágenes de
idolatría.
Farel había deseado mucho plantar en Ginebra el estandarte
protestante. Si esa ciudad podía ser ganada a la causa, se convertiría
en centro de la Reforma para Francia, Suiza e Italia. Para conseguirlo
prosiguió su obra hasta que los pueblos y las aldeas de alrededor
quedaron conquistados por el Evangelio. Luego entró en Ginebra con un
solo compañero. Pero no le permitieron que predicara sino dos
sermones. Habiéndose empeñado en vano
los sacerdotes en conseguir de las autoridades civiles que le
condenaran, lo citaron a un concejo eclesiástico y allí fueron ellos
llevando armas bajo sus sotanas y resueltos a asesinarle. Fuera de la
sala, una furiosa turba, con palos y espadas, se agolpó para estar
segura de matarle en caso de que lograse escaparse del concejo. La
presencia de los magistrados y de una fuerza armada le salvaron de la
muerte. Al día siguiente, muy temprano, lo condujeron con su compañero
a la ribera opuesta del lago y los dejaron fuera de peligro. Así
terminó su primer esfuerzo para evangelizar a Ginebra.
Para la siguiente tentativa el elegido fue un instrumento menos
destacado: un joven de tan humilde apariencia que era tratado con
frialdad hasta por los que profesaban ser amigos de la Reforma. ¿Qué
podría hacer uno como él allí donde Farel había sido rechazado? ¿Cómo
podría un hombre de tan poco valor y tan escasa experiencia, resistir
la tempestad ante la cual había huido el más fuerte y el más bravo?
"¡No por esfuerzo, ni con poder, sino por mi Espíritu! dice Jehová de
los ejércitos." "Ha escogido Dios las cosas insensatas del mundo, para
confundir a los sabios." "Porque lo insensato de Dios, es más sabio
que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres."
Zacarías 4:6; 1 Corintios 1:27, 25.
Fromento principió su obra como maestro de escuela. Las verdades que
inculcaba a los niños en la escuela, ellos las repetían en sus
hogares. No tardaron los padres en acudir a escuchar la explicación de
la Biblia, hasta que la sala de la escuela se llenó de atentos
oyentes. Se distribuyeron gratis folletos y el Nuevo Testamentos que
alcanzaron a muchos que no se atrevían a venir públicamente a oír las
nuevas doctrinas. Después de algún tiempo también este sembrador tuvo
que huir; pero las verdades que había propagado quedaron grabadas en
la mente del pueblo. La Reforma se había establecido e iba a
desarrollarse y fortalecerse. Volvieron los predicadores, y merced a
sus trabajos, el culto protestante se arraigó finalmente en
Ginebra.
La ciudad se había declarado ya partidaria de la Reforma cuando
Calvino, después de varios trabajos y vicisitudes, penetró en ella.
Volvía de su última visita a su tierra natal y dirigíase a Basilea,
cuando hallando el camino invadido por las tropas de Carlos V, tuvo
que hacer un rodeo y pasar por Ginebra.
En esta visita reconoció Farel la mano de Dios. Aunque Ginebra había
aceptado ya la fe reformada, quedaba aún una gran obra por hacer. Los
hombres se convierten a Dios por individuos y no por comunidades; la
obra de regeneración debe ser realizada en el corazón y en la
conciencia por el poder del Espíritu Santo, y no por decretos de
concilios. Si bien el pueblo ginebrino había desechado el yugo de
Roma, no por eso estaba dispuesto a renunciar también a los vicios que
florecieran en su seno bajo el dominio de aquélla. Y no era obra de
poca monta la de implantar entre aquel pueblo los principios puros del
Evangelio, y prepararlo para que ocupara dignamente el puesto a que la
Providencia parecía llamarle.
Farel estaba seguro de haber hallado en Calvino a uno que podría
unírsele en esta empresa. En el nombre de Dios rogó al joven
evangelista que se quedase allí a trabajar. Calvino retrocedió
alarmado. Era tímido y amigo de la paz, y quería evitar el trato con
el espíritu atrevido, independiente y hasta violento de los
ginebrinos. Por otra parte, su poca salud y su afición al estudio le
inclinaban al retraimiento. Creyendo que con su pluma podría servir
mejor a la causa de la Reforma, deseaba encontrar un sitio tranquilo
donde dedicarse al estudio, y desde allí, por medio de la prensa,
instruir y edificar a las iglesias. Pero la solemne amonestación de
Farel le pareció un llamamiento del cielo, y no se atrevió a oponerse
a él. Le pareció, según dijo, "como si la mano de Dios se hubiera
extendido desde el cielo y le sujetase para detenerle precisamente en
aquel lugar que con tanta impaciencia quería dejar." —D’Aubigné,
Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 9, cap. 17.
La causa protestante se veía entonces rodeada de grandes peligros. Los
anatemas del papa tronaban con
tra Ginebra, y poderosas naciones amenazaban destruirla. ¿Cómo iba tan
pequeña ciudad a resistir a la poderosa jerarquía que tan a menudo
había sometido a reyes y emperadores? ¿Cómo podía vencer los ejércitos
de los grandes capitanes del siglo?
En toda la cristiandad se veía amenazado el protestantismo por
formidables enemigos. Pasados los primeros triunfos de la Reforma,
Roma reunió nuevas fuerzas con la esperanza de acabar con ella.
Entonces fue cuando nació la orden de los jesuitas, que iba a ser el
más cruel, el menos escrupuloso y el más formidable de todos los
campeones del papado. Libres de todo lazo terrenal y de todo interés
humano, insensibles a la voz del afecto natural, sordos a los
argumentos de la razón y a la voz de la conciencia, no reconocían los
miembros más ley, ni más sujeción que las de su orden, y no tenían más
preocupación que la de extender su poderío. El Evangelio de Cristo
había capacitado a sus adherentes para arrostrar los peligros y
soportar los padecimientos, sin desmayar por el frío, el hambre, el
trabajo o la miseria, y para sostener con denuedo el estandarte de la
verdad frente al potro, al calabozo y a la hoguera. Para combatir
contra estas fuerzas, el jesuitismo inspiraba a sus adeptos un
fanatismo tal, que los habilitaba para soportar peligros similares y
oponer al poder de la verdad todas las armas del engaño. Para ellos
ningún crimen era demasiado grande, ninguna mentira demasiado vil,
ningún disfraz demasiado difícil de llevar. Ligados por votos de
pobreza y de humildad perpetuas, estudiaban el arte de adueñarse de la
riqueza y del poder para consagrarlos a la destrucción del
protestantismo y al restablecimiento de la supremacía papal.
Al darse a conocer como miembros de la orden, se presentaban con
cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo a los
enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado al
mundo, y llevando el sagrado nombre de Jesús, de Aquel que anduvo
haciendo bienes. Pero bajo esta fingida mansedumbre, ocultaban a
menudo propósitos criminales y mortíferos. Era un principio
fundamental de la orden, que el fin justifica los medios. Según dicho
principio, la mentira, el robo, el perjurio y el asesinato, no sólo
eran perdonables, sino dignos de ser recomendados, siempre que
sirvieran los intereses de la iglesia. Con muy diversos disfraces se
introducían los jesuitas en los puestos del estado, elevándose hasta
la categoría de consejeros de los reyes, y dirigiendo la política de
las naciones. Se hacían criados para convertirse en espías de sus
señores. Establecían colegios para los hijos de príncipes y nobles, y
escuelas para los del pueblo; y los hijos de padres protestantes eran
inducidos a observar los ritos romanistas. Toda la pompa exterior
desplegada en el culto de la iglesia de Roma se aplicaba a confundir
la mente y ofuscar y embaucar la imaginación, para que los hijos
traicionaran aquella libertad por la cual sus padres habían trabajado
y derramado su sangre. Los jesuitas se esparcieron rápidamente por
toda Europa y doquiera iban lograban reavivar el papismo.
Para otorgarles más poder, se expidió una bula que restablecía la
Inquisición. No obstante el odio general que inspiraba, aun en los
países católicos, el terrible tribunal fue restablecido por los
gobernantes obedientes al papa; y muchas atrocidades demasiado
terribles para cometerse a la luz del día, volvieron a perpetrarse en
los secretos y obscuros calabozos. En muchos países, miles y miles de
representantes de la flor y nata de la nación, de los más puros y
nobles, de los más inteligentes y cultos, de los pastores más piadosos
y abnegados, de los ciudadanos más patriotas e industriosos, de los
más brillantes literatos, de los artistas de más talento y de los
artesanos más expertos, fueron asesinados o se vieron obligados a huir
a otras tierras.
Estos eran los medios de que se valía Roma para apagar la luz de la
Reforma, para privar de la Biblia a los hombres, y restaurar la
ignorancia y la superstición de la Edad Media. Empero, debido a la
bendición de Dios y al esfuerzo de aquellos nobles hombres que él
había suscitado para suceder a Lutero, el protestantismo no fue
vencido. Esto no se debió al favor ni a las armas de los prínci
pes. Los países más pequeños, las naciones más humildes e
insignificantes, fueron sus baluartes. La pequeña Ginebra, a la que
rodeaban poderosos enemigos que tramaban su destrucción; Holanda en
sus bancos de arena del Mar del Norte, que luchaba contra la tiranía
de España, el más grande y el más opulento de los reinos de aquel
tiempo; la glacial y estéril Suecia, ésas fueron las que ganaron
victorias para la Reforma.
Calvino trabajó en Ginebra por cerca de treinta años; primero para
establecer una iglesia que se adhiriese a la moralidad de la Biblia, y
después para fomentar el movimiento de la Reforma por toda Europa. Su
carrera como caudillo público no fue inmaculada, ni sus doctrinas
estuvieron exentas de error. Pero así y todo fue el instrumento que
sirvió para dar a conocer verdades especialmente importantes en su
época, y para mantener los principios del protestantismo,
defendiéndolos contra la ola creciente del papismo, así como para
instituir en las iglesias reformadas la sencillez y la pureza de vida
en lugar de la corrupción y el orgullo fomentados por las enseñanzas
del romanismo.
De Ginebra salían publicaciones y maestros que esparcían las doctrinas
reformadas. Y a ella acudían los perseguidos de todas partes, en busca
de instrucción, de consejo y de aliento. La ciudad de Calvino se
convirtió en refugio para los reformadores que en toda la Europa
occidental eran objeto de persecución. Huyendo de las tremendas
tempestades que siguieron desencadenándose por varios siglos, los
fugitivos llegaban a las puertas de Ginebra. Desfallecientes de
hambre, heridos, expulsados de sus hogares, separados de los suyos,
eran recibidos con amor y se les cuidaba con ternura; y hallando allí
un hogar, eran una bendición para aquella su ciudad adoptiva, por su
talento, su sabiduría y su piedad. Muchos de los que se refugiaron
allí regresaron a sus propias tierras para combatir la tiranía de
Roma. Juan Knox, el valiente reformador de Escocia, no pocos de los
puritanos ingleses, los protestantes de Holanda y de España y los
hugonotes de Francia, llevaron de Ginebra la antorcha de la verdad con
que desvanecer las tinieblas en sus propios países.
"Muy amados, ahora somos hijos de Dios, y aun no se ha manifestado lo
que hemos de ser; pero sabemos que cuando él apareciere, seremos
semejantes á él, porque le veremos como él es." 1 Juan:3:2.
"Porque el Hijo del hombre vino á buscar y á salvar lo que se había
perdido." Lucas 19:10.
"Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús." Gálatas
3:26.
"Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros
hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo á
los que lo pidieren de él?" Lucas 11:13.
"Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán á Dios."
Mateo 5:8.
"Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios: y
cualquiera que ama al que ha engendrado, ama también al que es nacido
de él." 1Juan:5:1.
"Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin
obras es muerta." Santiago 2:26.
"Y cualquier cosa que pidiéremos, la recibiremos de él, porque
guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables
delante de él." 1 Juan 3:22.
"Y este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta
vida está en su Hijo." 1 Juan 5:11.
"Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para estar otra
vez en temor; mas habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual
clamamos, Abba, Padre." Romanos 8:15.
Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Gálatas
3:26.