Uno de los testimonios más nobles que jamás haya sido expresado a
favor de la Reforma, fue la Protesta sometida por los príncipes
cristianos, a la Dieta (Concilio) de Spires en 1529.
Todo el futuro de la Reforma dependía de las decisiones que hicieran.
Todas las fuerzas de Europa se habían reunido para aplastar la Reforma
nacida recientemente. Pero hombres cristianos protestaron, y rehusaron
negar su fe–o la nuestra.
Su protesta a la Dieta (Concilio) de Spires ese año nos ha dado el
nombre de Protestantes. Aquí aprenderá de sus antecesores
espirituales, los primeros protestantes, y de los principios
fundamentales que nos han legado.
UNO de los testimonios más nobles dados en favor de la Reforma, fue la
protesta presentada por los príncipes cristianos de Alemania, ante la
dieta de Spira, el año 1529. El valor, la fe y la entereza de aquellos
hombres de Dios, aseguraron para las edades futuras la libertad de
pensamiento y la libertad de conciencia. Esta protesta dio a la
iglesia reformada el nombre de protestante; y sus principios son "la
verdadera esencia del protestantismo."—D’Aubigné, lib. 13, cap. 6.
Había llegado para la causa de la Reforma un momento sombrío y
amenazante. A despecho del edicto de Worms, que colocaba a Lutero
fuera de la ley, y prohibía enseñar o creer sus doctrinas, la
tolerancia religiosa había prevalecido en el imperio. La providencia
de Dios había contenido las fuerzas que se oponían a la verdad.
Esforzábase Carlos V por aniquilar la Reforma, pero muchas veces, al
intentar dañarla, se veía obligado a desviar el golpe. Vez tras vez
había parecido inevitable la inmediata destrucción de los que se
atrevían a oponerse a Roma; pero, en el momento crítico, aparecían los
ejércitos de Turquía en las fronteras del oriente, o bien el rey de
Francia o el papa mismo, celosos de la grandeza del emperador, le
hacían la guerra; y de esta manera, entre el tumulto y las contiendas
de las naciones la Reforma había podido extenderse y fortalecerse.
Por último, los soberanos papistas pusieron tregua a sus disputas para
hacer causa común contra los reformadores. En 1526, la dieta de Spira
había concedido a cada estado plena libertad en asuntos religiosos,
hasta tanto que se reuniese un concilio general; pero en cuanto
desaparecieron los peligros que imponían esta concesión el emperador
convocó una segunda dieta en Spira, para 1529, con el fin de aplastar
la herejía. Quería inducir a los príncipes, en lo posible, por medios
pacíficos, a que se declararan contra la Reforma, pero si no lo
conseguía por tales medios, Carlos estaba dispuesto a echar mano de la
espada.
Los papistas se consideraban triunfantes. Se presentaron en gran
número en Spira y manifestaron abiertamente sus sentimientos hostiles
para con los reformadores y para con todos los que los favorecían.
Decía Melanchton: "Nosotros somos la escoria y la basura del mundo,
mas Dios proveerá para sus pobres hijos y cuidará de ellos."—Id., cap.
5. A los príncipes evangélicos que asistieron a la dieta se les
prohibió que se predicara el Evangelio en sus residencias. Pero la
gente de Spira estaba sedienta de la Palabra de Dios y, no obstante
dicha prohibición, miles acudían a los cultos que se celebraban en la
capilla del elector de Sajonia.
Esto precipitó la crisis. Una comunicación imperial anunció a la dieta
que habiendo originado graves desórdenes la autorización que concedía
la libertad de conciencia, el emperador mandaba que fuese suprimida.
Este acto arbitrario excitó la indignación y la alarma de los
cristianos evangélicos. Uno de ellos dijo: "Cristo ha caído de nuevo
en manos de Caifás y de Pilato." Los romanistas se volvieron más
intransigentes. Un fanático papista dijo: "Los turcos son mejores que
los luteranos; porque los turcos observan días de ayuno mientras que
los luteranos los profanan. Si hemos de escoger entre las Sagradas
Escrituras de Dios y los antiguos errores de la iglesia, tenemos que
rechazar aquéllas." Melanchton decía: "Cada día, Faber, en plena
asamblea, arroja una piedra más contra los evangélicos."—Ibid.
La tolerancia religiosa había sido implantada legalmente, y los
estados evangélicos resolvieron oponerse a que sus derechos fueran
pisoteados. A Lutero, todavía condenado por el edicto de Worms, no le
era permitido presentarse en Spira, pero le representaban sus
colaboradores y los príncipes que Dios había suscitado en defensa de
su causa en aquel trance. El ilustre Federico de Sajonia, antiguo
protector de Lutero, había sido arrebatado por la muerte, pero el
duque Juan, su hermano y sucesor, había saludado la Reforma con gran
gozo, y aunque hombre de paz no dejó de desplegar gran energía y celo
en todo lo que se relacionaba con los intereses de la fe.
Los sacerdotes exigían que los estados que habían aceptado la Reforma
se sometieran implícitamente a la jurisdicción de Roma. Por su parte,
los reformadores reclamaban la libertad que previamente se les había
otorgado. No podían consentir en que Roma volviera a tener bajo su
dominio los estados que habían recibido con tanto regocijo la Palabra
de Dios.
Finalmente se propuso que en los lugares donde la Reforma no había
sido establecida, el edicto de Worms se aplicara con todo rigor, y que
"en los lugares donde el pueblo se había apartado de él y donde no se
le podría hacer conformarse a él sin peligro de levantamiento, por lo
menos no se introdujera ninguna nueva reforma, no se predicara sobre
puntos que se prestaran a disputas, no se hiciera oposición a la
celebración de la misa, ni se permitiera que los católicos romanos
abrazaran las doctrinas de Lutero."—Ibid. La dieta aprobó esta medida
con gran satisfacción de los sacerdotes y prelados del papa.
Si se aplicaba este edicto, "la Reforma no podría extenderse . . . en
los puntos adonde no había llegado todavía, ni podría siquiera
afirmarse . . . en los países en que se había extendido."—Ibid.
Quedaría suprimida la libertad de palabra y no se tolerarían más
conversiones. Y se exigía a los amigos de la Reforma que se sometieran
inmediatamente a estas restricciones y prohibiciones. Las esperanzas
del mundo parecían estar a punto de extinguirse. "El restablecimiento
de la jerarquía papal . . . volvería a despertar inevitablemente los
antiguos abusos," y sería fácil hallar ocasión de "acabar con una obra
que ya había sido atacada tan violentamente" por el fanatismo y la
disensión. (Ibid.)
Cuando el partido evangélico se reunió para conferenciar, los miembros
se miraban unos a otros con manifiesto desaliento. Todos se
preguntaban unos a otros: "¿Qué hacer?" Estaban en juego grandes
consecuencias para el porvenir del mundo. "¿Debían someterse los jefes
de la Reforma y acatar el edicto? ¡Cuán fácil hubiera sido para los
reformadores en aquella hora, angustiosa en extremo, tomar por un
sendero errado! ¡Cuántos excelentes pretextos y hermosas razones no
hubieran podido alegar para presentar como necesaria la sumisión! A
los príncipes luteranos se les garantizaba el libre ejercicio de su
culto. El mismo favor se hacía extensivo a sus súbditos que con
anterioridad al edicto hubiesen abrazado la fe reformada. ¿No podían
contentarse con esto? ¡De cuántos peligros no les libraría su
sumisión! ¡A cuántos sinsabores y conflictos no les iba a exponer su
oposición ! ¿Quién sabía qué oportunidades no les traería el porvenir?
Abracemos la paz; aceptemos el ramo de olivo que nos brinda Roma, y
restañemos las heridas de Alemania. Con argumentos como éstos hubieran
podido los reformadores cohonestar su sumisión y entrar en el sendero
que infaliblemente y en tiempo no lejano, hubiera dado al traste con
la Reforma.
"Afortunadamente, consideraron el principio sobre el cual estaba
basado el acuerdo, y obraron por fe. ¿Cuál era ese principio? Era el
derecho de Roma de coartar la libertad de conciencia y prohibir la
libre investigación. Pero ¿no había quedado estipulado que ellos y sus
súbditos protestantes gozarían libertad religiosa?—Sí, pero como un
favor, consignado en el acuerdo, y no como un derecho. En cuanto a
aquellos a quienes no alcanzaba la disposición, los había de regir el
gran principio de autoridad; la conciencia no contaba para nada; Roma
era el juez infalible a quien habría que obedecer. Aceptar semejante
convenio hubiera equivalido a admitir que la libertad religiosa debía
limitarse a la Sajonia reformada; y en el resto de la cristiandad la
libre investigación y la profesión de fe reformada serían entonces
crímenes dignos del calabozo o del patíbulo. ¿Se resignarían ellos a
ver así localizada la libertad religiosa? ¿Declararían con esto que la
Reforma había hecho ya su último convertido y conquistado su última
pulgada de terreno? ¿Y que en las regiones donde Roma dominaba, su
dominio se perpetuaría? ¿Podrían los reformadores declararse inocentes
de la sangre de los centenares y miles de luchadores que, perseguidos
por semejante edicto, tendrían que sucumbir en los países dominados
por el papa? Esto hubiera sido traicionar en aquella hora suprema la
causa del Evangelio y las libertades de la cristiandad"—Wylie, lib. 9,
cap. 15. Más bien "lo sacrificarían ellos todo hasta sus posesiones,
sus títulos y sus propias vidas."—D’Aubigné, lib. 13 cap. 5.
"Rechacemos este decreto—dijeron los príncipes.—En asuntos de
conciencia la mayoría no tiene poder." Declararon los diputados: "Es
al decreto de 1526 al que debemos la paz de que disfruta el imperio:
su abolición llenaría a Alemania de disturbios y facciones. Es
incompetente la dieta para hacer más que conservar la libertad
religiosa hasta tanto que se reúna un concilio general."—Ibid.
Proteger la libertad de conciencia es un deber del estado, y es el
límite de su autoridad en materia de religión. Todo gobierno secular
que intenta regir las observancias religiosas o imponerlas por medio
de la autoridad civil sacrifica precisamente el principio por el cual
lucharon tan noblemente los cristianos evangélicos.
Los papistas resolvieron concluir con lo que llamaban una "atrevida
obstinación." Para principiar, procuraron sembrar disensiones entre
los que sostenían la causa de la Reforma e intimidar a quienes todavía
no se habían declarado abiertamente por ella. Los representantes de
las ciudades libres fueron citados a comparecer ante la dieta y se les
exigió que declarasen si accederían a las condiciones del edicto.
Pidieron ellos que se les diera tiempo para contestar, lo que no les
fue concedido. Al llegar el momento en que cada cual debía dar su
opinión personal, casi la mitad de los circunstantes se declararon por
los reformadores. Los que así se negaron a sacrificar la libertad de
conciencia y el derecho de seguir su juicio individual, harto sabían
que su actitud les acarrearía las críticas, la condenación y la
persecución. Uno de los delegados dijo: "Debemos negar la Palabra de
Dios, o ser quemados."—Ibid.
El rey Fernando, representante del emperador ante la dieta, vio que el
decreto causaría serios disturbios, a menos que se indujese a los
príncipes a aceptarlo y apoyarlo. En vista de esto, apeló al arte de
la persuasión, pues sabía muy bien que emplear la fuerza contra
semejantes hombres no tendría otro resultado que confirmarlos más en
sus resoluciones. "Suplicó a los príncipes que aceptasen el decreto,
asegurándoles que este acto llenaría de regocijo al emperador." Pero
estos hombres leales reconocían una autoridad superior a todos los
gobernantes de la tierra, y contestaron con toda calma: "Nosotros
obedeceremos al emperador en todo aquello que contribuya a mantener la
paz y la gloria de Dios."—Ibid.
Finalmente manifestó el rey al elector y a sus amigos en presencia de
la dieta que el edicto "iba a ser promulgado como decreto imperial," y
que "lo único que les quedaba era someterse a la decisión de la
mayoría." Y habiéndose expresado así, salió de la asamblea, sin dar
oportunidad a los reformadores para discutir o replicar. "En vano
éstos le mandaron mensajeros para instarle a que volviera." A las
súplicas de ellos, sólo contestó: "Es asunto concluido; no queda más
que la sumisión."—Ibid .
El partido imperial estaba convencido de que los príncipes cristianos
se aferrarían a las Santas Escrituras como a algo superior a las
doctrinas y a los mandatos de los hombres; sabía también que allí
donde se adoptara esta actitud, el papado sería finalmente derrotado.
Pero, como lo han hecho millares desde entonces, mirando "las cosas
que se ven," se lisonjeó de que la causa del emperador y del papa
quedaba firme, y muy débil la de los reformadores. Si éstos sólo
hubieran dependido del auxilio humano, habrían resultado tan
impotentes como los suponían los papistas. Pero aunque débiles en
número, y en desacuerdo con Roma, tenían fuerza. Apelaban "de las
decisiones de la dieta a la Palabra de Dios, y del emperador Carlos a
Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores."—Id., cap. 6.
Como Fernando se negara a tener en cuenta las convicciones de los
príncipes, decidieron éstos no hacer caso de su ausencia, sino
presentar sin demora su protesta ante el concilio nacional. Formulóse
en consecuencia la siguiente declaración que fue presentada a la
dieta:
"Protestamos por medio de este manifiesto, ante Dios, nuestro único
Creador, Conservador, Redentor y Salvador, y que un día será nuestro
Juez, como también ante todos los hombres y todas las criaturas, y
hacemos presente, que nosotros, en nuestro nombre, y por nuestro
pueblo, no daremos nuestro consentimiento ni nuestra adhesión de
manera alguna al propuesto decreto, en todo aquello que sea contrario
a Dios a su santa Palabra, a los derechos de nuestra conciencia, y a
la salvación de nuestras almas."
"¡Cómo! ¿Ratificar nosotros este edicto? No podemos admitir que cuando
el Dios Todopoderoso llame a un hombre a su conocimiento, no se le
permita abrazar este conocimiento divino." "No hay doctrina verdadera
sino la que esté conforme con la Palabra de Dios.... El Señor prohíbe
la enseñanza de cualquiera otra doctrina.... Las Santas Escrituras
deberían explicarse con otros textos más claros; . . . este santo
Libro es, en todo cuanto es necesario al cristiano, de fácil
interpretación, y propio para suministrar luces. Estamos resueltos,
por la gracia divina, a mantener la predicación pura y exclusiva de la
Palabra de Dios sola, tal como la contienen los libros bíblicos del
Antiguo y Nuevo Testamentos, sin alteraciones de ninguna especie. Esta
Palabra es la única verdad; es la regla segura de toda doctrina y de
toda vida, y no puede faltar ni engañarnos. El que edifica sobre este
fundamento estará firme contra todos los poderes del infierno,
mientras que cuanta vanidad se le oponga caerá delante de Dios."
"Por tanto, rechazamos el yugo que se nos impone." "Al mismo tiempo
esperamos que su majestad imperial se portará con nosotros como
príncipe cristiano que ama a Dios sobre todas las cosas, y declaramos
que estamos dispuestos a prestarle a él lo mismo que a vosotros,
graciosos y dignísimos señores, todo el afecto y la obediencia que
creemos deberos en justicia." —Ibid.
Este acto produjo honda impresión en el ánimo de la dieta. La mayoría
de ella se sorprendió y alarmó ante el arrojo de los que suscribían
semejante protesta. El porvenir se presentaba incierto y proceloso.
Las disensiones, las contiendas y el derramamiento de sangre parecían
inevitables. Pero los reformadores, firmes en la justicia de su causa,
y entregándose en brazos del Omnipotente, se sentían "fuertes y
animosos."
"Los principios contenidos en esta célebre protesta . . . constituyen
la esencia misma del protestantismo. Ahora bien, esta protesta se
opone a dos abusos del hombre en asuntos de fe: el primero es la
intervención del magistrado civil, y el segundo la autoridad
arbitraria de la iglesia. En lugar de estos dos abusos, el
protestantismo sobrepone la autoridad de la conciencia a la del
magistrado, y la de la Palabra de Dios a la de la iglesia visible. En
primer lugar, niega la competencia del poder civil en asuntos de
religión y dice con los profetas y apóstoles: ‘Debemos obedecer a Dios
antes que a los hombres.’ A la corona de Carlos V sobrepone la de
Jesucristo. Es más: sienta el principio de que toda enseñanza humana
debe subordinarse a los oráculos de Dios."—Ibid. Los protestantes
afirmaron además el derecho que les asistía para expresar libremente
sus convicciones tocante a la verdad. Querían no solamente creer y
obedecer, sino también enseñar lo que contienen las Santas Escrituras,
y negaban el derecho del sacerdote o del magistrado para intervenir en
asuntos de conciencia. La protesta de Spira fue un solemne testimonio
contra la intolerancia religiosa y una declaración en favor del
derecho que asiste a todos los hombres para adorar a Dios según les
dicte la conciencia.
El acto estaba consumado. Grabado quedaba en la memoria de millares de
hombres y consignado en las crónicas del cielo, de donde ningún
esfuerzo humano podía arrancarlo. Toda la Alemania evangélica hizo
suya la protesta como expresión de su fe. Por todas partes la
consideraban como prenda de una era nueva y más halagüeña. Uno de los
príncipes expresóse así ante los protestantes de Spira: "Que el
Todopoderoso, que os ha concedido gracia para que le confeséis
enérgicamente, con libertad y denuedo, se digne conservaros en esta
firmeza cristiana hasta el día de la eternidad."—Ibid.
Si la Reforma, después de alcanzado tan notable éxito, hubiese
contemporizado con el mundo para contar con su favor, habría sido
infiel a Dios y a sí misma, y hubiera labrado su propia ruina. La
experiencia de aquellos nobles reformadores encierra una lección para
todas las épocas venideras. No ha cambiado en nada el modo en que
trabaja Satanás contra Dios y contra Su Palabra; se opone hoy tanto
como en el siglo XVI a que las Escrituras sean reconocidas como guía
de la vida. En la actualidad los hombres se han alejado mucho de sus
doctrinas y preceptos, y se hace muy necesario volver al gran
principio protestante: la Biblia, únicamente la Biblia, como regla de
la fe y del deber. Satanás sigue valiéndose de todos los medios de que
dispone para destruir la libertad religiosa. El mismo poder
anticristiano que rechazaron los protestantes de Spira procura ahora,
con redoblado esfuerzo, restablecer su perdida supremacía. La misma
adhesión incondicional a la Palabra de Dios que se manifestó en los
días tan críticos de la Reforma del siglo XVI, es la única esperanza
de una reforma en nuestros días.
Aparecieron señales precursoras de peligros para los protestantes,
juntamente con otras indicadoras de que la mano divina protegía a los
fieles. Por aquel entonces fue cuando "Melanchton llevó como a escape
a su amigo Simón Gryneo por las calles de Spira, rumbo al Rin, y le
instó a que cruzase el río sin demora. Admirado Gryneo, deseaba saber
el motivo de tan repentina fuga. Contestóle Melanchton: ‘Un anciano de
aspecto augusto y venerable, pero que me es desconocido, se me
apareció y me dio la noticia de que en un minuto los agentes de la
justicia iban a ser despachados por Fernando para arrestar a
Gryneo.’"
Durante el día, Gryneo se había escandalizado al oír un sermón de
Faber, eminente doctor papista, y al fin de él le reconvino por haber
defendido "ciertos errores detestables." "Faber disimuló su enojo,
pero inmediatamente se dirigió al rey y obtuvo de él una orden de
arresto contra el importuno profesor de Heidelberg. A Melanchton no le
cabía duda de que Dios había salvado a su amigo enviando a uno de los
santos ángeles para avisarle del peligro.
Melanchton permaneció en la ribera del río hasta que las aguas
mediaran entre su amado amigo y aquellos que le buscaban para quitarle
la vida. Así que le vio en salvo, en la ribera opuesta, exclamó: ‘Ya
está fuera del alcance de las garras de los que tienen sed de sangre
inocente.’ De regreso en su casa, se le dijo a Melanchton que unos
emisarios habían estado buscando a Gryneo y registrándolo todo de
arriba abajo."—Ibid.
La Reforma debía alcanzar mayor preeminencia ante los poderosos de la
tierra. El rey Fernando se había negado a oír a los príncipes
evangélicos, pero iban a tener éstos la oportunidad de presentar su
causa ante el emperador y ante la asamblea de los dignatarios del
estado y de la iglesia. Para calmar las disensiones que perturbaban al
imperio, Carlos V, un año después de la protesta de Spira, convocó una
dieta en Augsburgo, manifestando que él mismo la presidiría en
persona. Y a ella fueron convocados los jefes de la causa
protestante.
Grandes peligros amenazaban a la Reforma; pero sus defensores
confiaron su causa a Dios, y se comprometieron a permanecer firmes y
fieles al Evangelio. Los consejeros del elector de Sajonia le instaron
a que no compareciera ante la dieta. Decían ellos que el emperador
pedía la presencia de los príncipes para atraerlos a una trampa. "¿No
era arriesgarlo todo, eso de encerrarse dentro de los muros de una
ciudad, a merced de un poderoso enemigo?" Otros en cambio decían: "Si
los príncipes se portan con valor, la causa de Dios está salvada."
"Fiel es Dios y nunca nos abandonará," decía Lutero. (Id., lib. 14,
cap. 2.) El elector y su comitiva se encaminaron a Augsburgo. Todos
conocían el peligro que les amenazaba, y muchos seguían adelante con
triste semblante y corazón turbado. Pero Lutero, que los acompañara
hasta Coburgo, reanimó su débil fe cantando el himno escrito en el
curso de aquel viaje: "Castillo fuerte es nuestro Dios." Muchos
lúgubres presentimientos se desvanecieron y muchos corazones
apesadumbrados sintieron alivio, al oír las inspiradas estrofas.
Los príncipes reformados habían resuelto redactar una exposición
sistemática de sus opiniones, con pruebas de las Santas Escrituras, y
presentarla a la dieta; y la preparación de ella fue encomendada a
Lutero, Melanchton y sus compañeros. Esta confesión fue aceptada por
los protestantes como expresión genuina de su fe, y se reunieron para
firmar tan importante documento. Fue ésta una ocasión solemne y
decisiva. Estaban muy deseosos los reformadores de que su causa no se
confundiera con los asuntos políticos, y creían que la Reforma no
debía ejercer otra influencia que la que procede de la Palabra de
Dios. Cuando los príncipes cristianos se adelantaron a firmar la
confesión, Melanchton se interpuso, diciendo: "A los teólogos y a los
ministros es a quienes corresponde proponer estas cosas; reservemos
para otros asuntos la autoridad de los poderosos de esta tierra." "No
permita Dios—replicó Juan de Sajonia—que sea yo excluido. Estoy
resuelto a cumplir con mi deber, sin preocuparme de mi corona. Deseo
confesar al Señor. Mi birrete y mi toga de elector no me son tan
preciosos como la cruz de Cristo." Habiendo dicho esto, firmó. Otro de
los príncipes, al tomar la pluma para firmar, dijo: "Si la honra de mi
Señor Jesucristo lo requiere, estoy listo ... para sacrificar mis
bienes y mi vida." "Preferiría dejar a mis súbditos, mis estados y la
tierra de mis padres, para irme bordón en mano—prosiguió
diciendo,—antes que recibir otra doctrina que la contenida en esta
confesión."—Id., cap. 6. Tal era la fe y el arrojo de aquellos hombres
de Dios.
Llegó el momento señalado para comparecer ante el emperador. Carlos V,
sentado en su trono, rodeado de los electores y los príncipes, dio
audiencia a los reformadores protestantes. Dióse lectura a la
confesión de fe de éstos. Fueron presentadas con toda claridad las
verdades del Evangelio ante la augusta asamblea, y señalados los
errores de la iglesia papal. Con razón fue llamado aquel día "el día
más grande de la Reforma y uno de los más gloriosos en la historia del
cristianismo y de la humanidad."—Id., cap. 7.
Hacía apenas unos cuantos años que el monje de Wittenberg se
presentara solo en Worms ante el concilio nacional; y ahora, en vez de
él veíanse los más nobles y poderosos príncipes del imperio. A Lutero
no se le había permitido comparecer en Augsburgo, pero estaba presente
por sus palabras y por sus oraciones. "Me lleno de gozo—escribía,—por
haber llegado hasta esta hora en que Cristo ha sido ensalzado
públicamente por tan ilustres confesores y en tan gloriosa asamblea."
-Ibid. Así se cumplió lo que dicen las Sagradas Escrituras: "Hablaré
de tus testimonios delante de los reyes." Salmo 119:46.
En tiempo de Pablo, el Evangelio, por cuya causa se le encarceló, fue
presentado así a los príncipes y nobles de la ciudad imperial.
Igualmente, en Augsburgo, lo que el emperador había prohibido que se
predicase desde el púlpito se proclamó en el palacio. Lo que había
sido estimado aun indigno de ser escuchado por los sirvientes, era
escuchado con admiración por los amos y señores del imperio. El
auditorio se componía de reyes y de nobles, los predicadores eran
príncipes coronados, y el sermón era la verdad real de Dios. "Desde
los tiempos apostólicos—dice un escritor,—no hubo obra tan grandiosa,
ni tan inmejorable confesión."—Ibid.
"Cuanto ha sido dicho por los luteranos, es cierto, y no lo podemos
negar," declaraba un obispo papista. "¿Podéis refutar con buenas
razones la confesión hecha por el elector y sus aliados?" preguntaba
otro obispo al doctor Eck. "Sí, lo puedo—respondía,—pero no con los
escritos de los apóstoles y los profetas, sino con los concilios y con
los escritos de los padres." "Comprendo—repuso el que hacía la
pregunta.—Según su opinión, los luteranos están basados en las
Escrituras, en tanto que nosotros estamos fuera de ellas."—Id., cap.
8.
Varios príncipes alemanes fueron convertidos a la fe reformada, y el
mismo emperador declaró que los artículos protestantes contenían la
verdad. La confesión fue traducida a muchos idiomas y circuló por toda
Europa, y en las generaciones subsiguientes millones la aceptaron como
expresión de su fe.
Los fieles siervos de Dios no trabajaban solos. Mientras que los
principados y potestades de los espíritus malos se ligaban contra
ellos, el Señor no desamparaba a Su pueblo. Si sus ojos hubieran
podido abrirse habrían tenido clara evidencia de la presencia y el
auxilio divinos, que les fueron concedidos como a los profetas en la
antigüedad. Cuando el siervo de Eliseo mostró a su amo las huestes
enemigas que los rodeaban sin dejarles cómo escapar, el profeta oró:
"Ruégote, oh Jehová, que abras sus ojos para que vea." 2 Reyes 6:17. Y
he aquí el monte estaba lleno de carros y caballos de fuego: el
ejército celestial protegía al varón de Dios. Del mismo modo, había
ángeles que cuidaban a los que trabajaban en la causa de la
Reforma.
Uno de los principios que sostenía Lutero con más firmeza, era que no
se debía acudir al poder secular para apoyar la Reforma, ni recurrir a
las armas para defenderla. Se alegraba de la circunstancia de que los
príncipes del imperio confesaran el Evangelio; pero cuando estos
mismos príncipes intentaron unirse en una liga defensiva, declaró que
"la doctrina del Evangelio debía ser defendida solamente por
Dios....Cuanto menos interviniesen los hombres en esta obra, más
notable sería la intervención de Dios en su favor. Todas las
precauciones políticas propuestas, eran, según su modo de ver, hijas
de un temor indigno y de una desconfianza pecaminosa."—Id., lib. 10,
cap. 14.
Cuando enemigos poderosos se unían para destruir la fe reformada y
millares de espadas parecían desenvainarse para combatirla, Lutero
escribió: "Satanás manifiesta su ira; conspiran pontífices impíos; y
nos amenaza la guerra. Exhortad al pueblo a que luche con fervor ante
el trono de Dios, en fe y ruegos, para que nuestros adversarios,
vencidos por el Espíritu de Dios, se vean obligados a ser pacíficos.
Nuestra más ingente necesidad, la primera cosa que debemos hacer, es
orar; haced saber al pueblo que en esta hora él mismo se halla
expuesto al filo de la espada y a la ira del diablo; haced que
ore."—Ibid.
En otra ocasión, con fecha posterior, refiriéndose a la liga que
trataban de organizar los príncipes reformados, Lutero declaró que la
única arma que debería emplearse en esa causa era "la espada del
Espíritu." Escribió al elector de Sajonia: "No podemos en conciencia
aprobar la alianza propuesta. Preferiríamos morir diez veces antes que
el Evangelio fuese causa de derramar una gota de sangre. Nuestra parte
es ser como ovejas del matadero. La cruz de Cristo hay que llevarla.
No tema su alteza. Más podemos nosotros con nuestras oraciones que
todos nuestros enemigos con sus jactancias. Más que nada evitad que se
manchen vuestras manos con la sangre de vuestros hermanos. Si el
emperador exige que seamos llevados ante sus tribunales, estamos
listos para comparecer. No podéis defender la fe: cada cual debe creer
a costa suya." —Id., cap. 1.
Del lugar secreto de oración fue de donde vino el poder que hizo
estremecerse al mundo en los días de la gran Reforma. Allí, con santa
calma, se mantenían firmes los siervos de Dios sobre la roca de Sus
promesas. Durante la agitación de Augsburgo, Lutero "no dejó de
dedicar tres horas al día a la oración; y este tiempo lo tomaba de las
horas del día más propicias al estudio." En lo secreto de su vivienda
se le oía derramar su alma ante Dios con palabras "de adoración, de
temor y de esperanza, como si hablara con un amigo." "Sé que eres
nuestro Padre y nuestro Dios—decía,—y que has de desbaratar a los que
persiguen a tus hijos, porque tú también estás envuelto en el mismo
peligro que nosotros. Todo este asunto es tuyo y si en él estamos
también interesados nosotros es porque a ello nos constreñiste.
Defiéndenos, pues, ¡oh Padre!"—Id., lib. 14 cap. 6.
A Melanchton que se hallaba agobiado bajo el peso de la ansiedad y del
temor, le escribió: "¡Gracia y paz en Jesucristo! ¡En Cristo, digo, y
no en el mundo! ¡Amén! Aborrezco de todo corazón esos cuidados
exagerados que os consumen. Si la causa es injusta, abandonadla, y si
es justa, ¿por qué hacer mentir la promesa de Aquel que nos manda
dormir y descansar sin temor? . . . Jesucristo no faltará en la obra
de justicia y de verdad. El vive, él reina, ¿qué, pues, temeremos?
"—Ibid .
Dios oyó los clamores de sus hijos. Infundió gracia y valor a los
príncipes y ministros para que sostuvieran la verdad contra las
potestades de las tinieblas de este mundo. Dice el Señor: "¡He aquí
que yo pongo en Sión la piedra principal del ángulo, escogida,
preciosa; y aquel que creyere en ella no quedará avergonzado!" 1 Pedro
2:6. Los reformadores protestantes habían edificado sobre Cristo y las
puertas del infierno no podían prevalecer contra ellos.
JUSTIFICACIóN POR FE
"Y no entres en juicio con tu siervo; Porque no se justificará delante
de ti ningún viviente." Salmos 143:2:
"Del trabajo de su alma verá y será saciado; con su conocimiento
justificará mi siervo justo a muchos, y él llevará las iniquidades de
ellos." Isaías:53:11.
"Por cuanto todos pecaron, y están distituídos de la gloria de Dios;
Siendo justificados gratuitamente por su gracia por la redención que
es en Cristo Jesús;" Romanos 3:23-24
"Porque por las obras de la ley ninguna carne se justificará delante
de él; porque por la ley es el conocimiento del pecado." Romanos
3:20.
"Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros
fuésemos hechos justicia de Dios en él." 2 Corintios 5:21.
"Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos
perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad." 1Juan 1:9
"Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo:" Romanos 5:1.
"Mas si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión entre
nosotros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo
pecado." 1 Juan 1:7.
"Como el padre se compadece de los hijos, Se compadece Jehová de los
que le temen." Ps:103:13.
"Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de justicia, reposo y
seguridad para siempre." Isaias 32:17.
"Y por él reconciliar todas las cosas á sí, pacificando por la sangre
de su cruz, así lo que está en la tierra como lo que está en los
cielos." Colosenses 1:20.