El emperador de Europa, Carlos V había decretado que Martín Lutero
debía morir. Y luego Lutero desaparece, por así decirlo, de la faz de
la tierra. Quién lo llevó? sus amigos o sus enemigos? Había llegado a
un final repentino la Gran Reforma que él había empezado?
Lea cómo Dios intervino y no sólo salvó a Lutero de una muerte segura,
sino que por medio de él le dio la Biblia al mundo.
LA MISTERIOSA desaparición de Lutero despertó consternación en toda
Alemania, y por todas partes se oían averiguaciones acerca de su
paradero. Circulaban los rumores más descabellados y muchos creían que
había sido asesinado. Oíanse lamentos, no sólo entre sus partidarios
declarados, sino también entre millares de personas que aún no se
habían decidido abiertamente por la Reforma. Muchos se comprometían
por juramento solemne a vengar su muerte.
Los principales jefes del romanismo vieron aterrorizados a qué grado
había llegado la animosidad contra ellos, y aunque al principio se
habían regocijado por la supuesta muerte de Lutero, pronto desearon
huir de la ira del pueblo. Los enemigos del reformador no se habían
visto tan preocupados por los actos más atrevidos que cometiera
mientras estaba entre ellos como por su desaparición. Los que en su
ira habían querido matar al arrojado reformador estaban dominados por
el miedo ahora que él no era más que un cautivo indefenso. "El único
medio que nos queda para salvarnos—dijo uno— consiste en encender
antorchas e ir a buscar a Lutero por toda la tierra, para devolverle a
la nación que le reclama."—D’Aubigné, lib. 9, cap. 1. El edicto del
emperador parecía completamente ineficaz. Los legados del papa se
llenaron de indignación al ver que dicho edicto llamaba menos la
atención que la suerte de Lutero.
Las noticias de que él estaba en salvo, aunque prisionero, calmaron
los temores del pueblo y hasta acrecentaron el entusiasmo en su favor.
Sus escritos se leían con mayor avidez que nunca antes. Un número
siempre creciente de adeptos se unía a la causa del hombre heroico que
frente a desventajas abrumadoras defendía la Palabra de Dios. La
Reforma iba cobrando constantemente fuerzas. La semilla que Lutero
había sembrado brotaba en todas partes. Su ausencia realizó una obra
que su presencia no habría realizado. Otros obreros sintieron nueva
responsabilidad al serles quitado su jefe, y con nueva fe y ardor se
adelantaron a hacer cuanto pudiesen para que la obra tan noblemente
comenzada no fuese estorbada.
Satanás empero no estaba ocioso. Intentó lo que ya había intentado en
otros movimientos de reforma, es decir engañar y perjudicar al pueblo
dándole una falsificación en lugar de la obra verdadera. Así como hubo
falsos cristos en el primer siglo de la iglesia cristiana, así también
se levantaron falsos profetas en el siglo XVI.
Unos cuantos hombres afectados íntimamente por la agitación religiosa,
se imaginaron haber recibido revelaciones especiales del cielo, y se
dieron por designados divinamente para llevar a feliz término la obra
de la Reforma, la cual, según ellos, había sido débilmente iniciada
por Lutero. En realidad, lo que hacían era deshacer la obra que el
reformador había realizado. Rechazaban el gran principio que era la
base misma de la Reforma, es a saber, que la Palabra de Dios es la
regla perfecta de fe y práctica; y en lugar de tan infalible guía
substituían la norma variable e insegura de sus propios sentimientos e
impresiones. Y así, por haberse despreciado al único medio seguro de
descubrir el engaño y la mentira se le abrió camino a Satanás para que
a su antojo dominase los espíritus.
Uno de estos profetas aseveraba haber sido instruido por el ángel
Gabriel. Un estudiante que se le unió abandonó los estudios,
declarándose investido de poder por Dios mismo para exponer Su
Palabra. Se les unieron otros, de por sí inclinados al fanatismo. Los
procederes de estos iluminados crearon mucha excitación. La
predicación de Lutero había hecho sentir al pueblo en todas partes la
necesidad de una reforma, y algunas personas de buena fe se dejaron
extraviar por las pretensiones de los nuevos profetas.
Los cabecillas de este movimiento fueron a Wittenberg y expusieron sus
exigencias a Melanchton y a sus colaboradores. Decían: "Somos enviados
por Dios para enseñar al pueblo. Hemos conversado familiarmente con
Dios, y por lo tanto, sabemos lo que ha de acontecer. Para decirlo en
una palabra: somos apóstoles y profetas y apelamos al doctor
Lutero."—Id., cap. 7.
Los reformadores estaban atónitos y perplejos. Era éste un factor con
que nunca habían tenido que habérselas y se hallaban sin saber qué
partido tomar. Melanchton dijo: "Hay en verdad espíritus
extraordinarios en estos hombres; pero ¿qué espíritus serán? . . . Por
una parte debemos precavernos de contristar el Espíritu de Dios, y por
otra, de ser seducidos por el espíritu de Satanás."—Ibid.
Pronto se dio a conocer el fruto de toda esta enseñanza. El pueblo fue
inducido a descuidar la Biblia o a rechazarla del todo. Las escuelas
se llenaron de confusión. Los estudiantes, despreciando todas las
sujeciones, abandonaron sus estudios y se separaron de la universidad.
Los hombres que se tuvieron a sí mismos por competentes para reavivar
y dirigir la obra de la Reforma, lograron sólo arrastrarla al borde de
la ruina. Los romanistas, recobrando confianza, exclamaban alegres:
"Un esfuerzo más, y todo será nuestro."—Ibid.
Al saber Lutero en la Wartburg lo que ocurría, dijo, con profunda
consternación: "Siempre esperaba yo que Satanás nos mandara esta
plaga."—Ibid. Se dio cuenta del verdadero carácter de estos fementidos
profetas y vio el peligro que amenazaba a la causa de la verdad. La
oposición del papa y del emperador no le habían sumido en la
perplejidad y congoja que ahora experimentaba. De entre los que
profesaban ser amigos de la Reforma se habían levantado sus peores
enemigos. Las mismas verdades que le habían producido tan profundo
regocijo y consuelo eran empleadas para despertar pleitos y confusión
en la iglesia.
En la obra de la Reforma, Lutero había sido impulsado por el Espíritu
de Dios y llevado más allá de lo que pensara. No había tenido el
propósito de tomar tales resoluciones ni de efectuar cambios tan
radicales. Había sido solamente instrumento en manos del poder
infinito. Sin embargo, temblaba a menudo por el resultado de su
trabajo. Dijo una vez: "Si yo supiera que mi doctrina hubiera dañado a
un ser viviente por pobre y obscuro que hubiera sido,—lo que es
imposible, pues ella es el mismo Evangelio,—hubiera preferido mejor
morir diez veces antes que negarme a retractarme."—Ibid.
Y ahora hasta el mismo Wittenberg, el verdadero centro de la Reforma,
caía rápidamente bajo el poder del fanatismo y de los desórdenes. Esta
terrible situación no era efecto de las enseñanzas de Lutero; pero no
obstante por toda Alemania sus enemigos se la achacaban a él. Con el
ánimo deprimido, preguntábase a veces a sí mismo: "¿Será posible que
así remate la gran obra de la Reforma?"—Ibid. Pero cuando hubo orado
fervientemente al respecto, volvió la paz a su alma. "La obra no es
mía sino Tuya" decía él, "y no consentirás que se malogre por causa de
la superstición o del fanatismo." El solo pensamiento de seguir
apartado del conflicto en una crisis tal, le era insoportable; de modo
que decidió volver a Wittenberg.
Sin más tardar arriesgó el viaje. Se hallaba proscrito en todo el
imperio. Sus enemigos tenían libertad para quitarle la vida, y a sus
amigos les era prohibido protegerle. El gobierno imperial aplicaba las
medidas más rigurosas contra sus adherentes, pero vio que peligraba la
obra del Evangelio, y en el nombre del Señor se adelantó sin miedo a
combatir por la verdad.
En una carta que dirigió al elector, después de manifestar el
propósito que alentaba de salir de la Wartburg, decía: "Sepa su alteza
que me dirijo a Wittenberg bajo una protección más valiosa que la de
príncipes y electores. No he pensado solicitar la ayuda de su alteza;
y tan lejos estoy de impetrar vuestra protección, que yo mismo abrigo
más bien la esperanza de protegeros a vos. Si supiese yo que su alteza
querría o podría tomar mi defensa, no iría a Wittenberg. Ninguna
espada material puede adelantar esta causa. Dios debe hacerlo todo sin
la ayuda o la cooperación del hombre. El que tenga más fe será el que
podrá presentar mejor defensa."—Id., cap. 8.
En una segunda carta que escribió, camino de Wittenberg, añadía
Lutero: "Héme aquí, dispuesto a sufrir la reprobación de su alteza y
el enojo del mundo entero. ¿No son los vecinos de Wittenberg mi propia
grey? ¿No los encomendó Dios a mi cuidado? y ¿no deberé, si es
necesario, dar mi vida por amor de ellos? Además, temo ver una
terrible revuelta en Alemania, que ha de acarrear a nuestro país el
castigo de Dios."—Id., cap. 7.
Con exquisita precaución y humildad, pero a la vez con decisión y
firmeza, volvió Lutero a su trabajo. "Con la Biblia —dijo,—debemos
rebatir y echar fuera lo que logró imponerse por medio de la fuerza.
Yo no deseo que se valgan de la violencia contra los supersticiosos y
los incrédulos.... No hay que constreñir a nadie. La libertad es la
esencia misma de la fe."—Id., cap. 8.
Pronto se supo por todo Wittenberg que Lutero había vuelto y que iba a
predicar. El pueblo acudió de todas partes, al punto que no podía
caber en la iglesia. Subiendo al púlpito, instruyó el reformador a sus
oyentes; con notable sabiduría y mansedumbre los exhortó y los
amonestó. Refiriéndose en su sermón a las medidas violentas de que
algunos habían echado mano para abolir la misa, dijo:
"La misa es una cosa mala. Dios se opone a ella. Debería abolirse, y
yo desearía que en su lugar se estableciese en todas partes la santa
cena del Evangelio. Pero no apartéis de ella a nadie por la fuerza.
Debemos dejar el asunto en manos de Dios. No somos nosotros los que
hemos de obrar, sino Su Palabra. Y ¿por qué? me preguntaréis. Porque
los corazones de los hombres no están en mis manos como el barro en
las del alfarero. Tenemos derecho de hablar, pero no tenemos derecho
de obligar a nadie. Prediquemos; y confiemos lo demás a Dios. Si me
resuelvo a hacer uso de la fuerza, ¿qué conseguiré? Fingimientos,
formalismo, ordenanzas humanas, hipocresía.... Pero en todo esto no se
hallará sinceridad de corazón, ni fe, ni amor. Y donde falte esto,
todo falta, y yo no daría ni una paja por celebrar una victoria de
esta índole. . . . Dios puede hacer más mediante el mero poder de Su
Palabra que vosotros y yo y el mundo entero con nuestros esfuerzos
unidos. Dios sujeta el corazón, y una vez sujeto, todo está
ganado....
"Estoy listo para predicar, alegar y escribir; pero a nadie
constreñiré, porque la fe es un acto voluntario. Recordad todo lo que
ya he hecho. Me encaré con el papa, combatí las indulgencias y a los
papistas; pero sin violencia, sin tumultos. Expuse con claridad la
Palabra de Dios; prediqué y escribí, esto es todo lo que hice. Y sin
embargo, mientras yo dormía, . . . la Palabra que había predicado
afectó al papado como nunca le perjudicó príncipe ni emperador alguno.
Y sin embargo nada hice; la Palabra sola lo hizo todo. Si hubiese yo
apelado a la fuerza, el suelo de Alemania habría sido tal vez inundado
con sangre. ¿Pero cuál hubiera sido el resultado? La ruina y la
destrucción del alma y del cuerpo. En consecuencia, me quedo quieto, y
dejo que la Palabra se extienda a lo largo y a lo ancho de la
tierra."—Ibid.
Por siete días consecutivos predicó Lutero a las ansiosas
muchedumbres. La Palabra de Dios quebrantó la esclavitud del
fanatismo. El poder del Evangelio hizo volver a la verdad al pueblo
que se había descarriado.
Lutero no deseaba verse con los fanáticos cuyas enseñanzas habían
causado tan grave perjuicio. Harto los conocía por hombres de escaso
juicio y de pasiones desordenadas, y que, pretendiendo ser iluminados
directamente por el cielo, no admitirían la menor contradicción ni
atenderían a un solo consejo ni a un solo cariñoso reproche.
Arrogándose la suprema autoridad, exigían de todos que, sin la menor
resistencia, reconociesen lo que ellos pretendían. Pero como
solicitasen una entrevista con él, consintió en recibirlos; y denunció
sus pretensiones con tanto éxito que los impostores se alejaron en el
acto de Wittenberg.
El fanatismo quedó detenido por un tiempo; pero pocos años después
resucitó con mayor violencia y logró resultados más desastrosos.
Respecto a los principales directores de este movimiento, dijo Lutero:
"Para ellos las Sagradas Escrituras son letra muerta; todos gritan:
‘¡El Espíritu! ¡El Espíritu!’ Pero yo no quisiera ir por cierto adonde
su espíritu los guía. ¡Plegue a Dios en su misericordia guardarme de
pertenecer a una iglesia en la cual sólo haya santos! Deseo estar con
los humildes, los débiles, los enfermos, todos los cuales conocen y
sienten su pecado y suspiran y claman de continuo a Dios desde el
fondo de sus corazones para que El los consuele y los sostenga."—Id.,
lib. 10, cap. 10.
Tomás Munzer, el más activo de los fanáticos, era hombre de notable
habilidad que, si la hubiese encauzado debidamente, habría podido
hacer mucho bien; pero desconocía aun los principios más rudimentarios
de la religión verdadera. "Deseaba vehementemente reformar el mundo,
olvidando, como otros muchos iluminados, que la reforma debía comenzar
por él mismo."—Id., lib. 9, cap. 8. Ambicionaba ejercer cargos e
influencia, y no quería ocupar el segundo puesto, ni aun bajo el mismo
Lutero. Declaraba que, al colocar la autoridad de la Escritura en
substitución de la del papa, los reformadores no hacían más que
establecer una nueva forma de papado. Y se declaraba divinamente
comisionado para llevar a efecto la verdadera reforma. "El que tiene
este espíritu— decía Munzer—posee la verdadera fe, aunque ni por una
sola vez en su vida haya visto las Sagradas Escrituras."—Id., lib. 10,
cap. 10.
Los maestros del fanatismo se abandonaban al influjo de sus
impresiones y consideraban cada pensamiento y cada impulso como voz de
Dios; en consecuencia, se fueron a los extremos. Algunos llegaron
hasta quemar sus Biblias, exclamando: "La letra mata, el Espíritu es
el que da vida." Las enseñanzas de Munzer apelaban a la afición del
hombre a lo maravilloso, y de paso daban rienda suelta a su orgullo al
colocar en realidad las ideas y las opiniones de los hombres por
encima de la Palabra de Dios. Millares de personas aceptaban sus
doctrinas. Pronto llegó a condenar el orden en el culto público y
declaró que obedecer a los príncipes era querer servir a Dios y a
Belial.
La angustia de corazón que Lutero había experimentado hacía tanto
tiempo en Erfurt, se apoderó de él nuevamente con redoblada fuerza al
ver que los resultados del fanatismo eran considerados como efecto de
la Reforma. Los príncipes papistas declaraban—y muchos estaban
dispuestos a dar crédito al aserto—que la rebelión era fruto legítimo
de las doctrinas de Lutero. A pesar de que estos cargos carecían del
más leve fundamento, no pudieron menos que causar honda pena al
reformador. Parecíale insoportable que se deshonrase así la causa de
la verdad identificándola con tan grosero fanatismo. Por otra parte,
los jefes de la revuelta odiaban a Lutero no sólo porque se había
opuesto a sus doctrinas y se había negado a reconocerles autorización
divina, sino porque los había declarado rebeldes ante las autoridades
civiles. En venganza le llamaban vil impostor. Parecía haberse atraído
la enemistad tanto de los príncipes como del pueblo.
Los romanistas se regocijaban y esperaban ver pronto la ruina de la
Reforma. Hasta culpaban a Lutero de los mismos errores que él mismo se
afanara tanto en corregir. El partido de los fanáticos, declarando
falsamente haber sido tratado con injusticia, logró ganar la simpatía
de mucha gente, y, como sucede con frecuencia con los que se inclinan
del lado del error, fueron pronto aquellos considerados como mártires.
De esta manera los que desplegaran toda su energía en oposición a la
Reforma fueron compadecidos y admirados como víctimas de la crueldad y
de la opresión. Esta era la obra de Satanás, y la impulsaba el mismo
espíritu de rebelión que se manifestó por primera vez en los
cielos.
Satanás procura constantemente engañar a los hombres y les hace llamar
pecado a lo que es bueno, y bueno a lo que es pecado. ¡Y cuánto éxito
ha tenido su obra! ¡Cuántas veces se critica a los siervos fieles de
Dios porque permanecen firmes en defensa de la verdad! Hombres que
sólo son agentes de Satanás reciben alabanzas y lisonjas y hasta pasan
por mártires, en tanto que otros que deberían ser considerados y
sostenidos por su fidelidad a Dios, son abandonados y objeto de
sospecha y de desconfianza.
La falsa piedad y la falsa santificación siguen haciendo su obra de
engaño. Bajo diversas formas dejan ver el mismo espíritu que las
caracterizara en días de Lutero, pues apartan a las mentes de las
Escrituras e inducen a los hombres a seguir sus propios sentimientos e
impresiones en vez de rendir obediencia a la ley de Dios. Este es uno
de los más eficaces inventos de Satanás para desprestigiar la pureza y
la verdad.
Denodadamente defendió Lutero el Evangelio contra los ataques de que
era objeto desde todas partes. La Palabra de Dios demostró ser una
arma poderosa en cada conflicto. Con ella combatió el reformador la
usurpada autoridad del papa y la filosofía racionalista de los
escolásticos, a la vez que se mantenía firme como una roca contra el
fanatismo que pretendía aliarse con la Reforma.
Cada uno a su manera, estos elementos opuestos dejaban a un lado las
Sagradas Escrituras y exaltaban la sabiduría humana como el gran
recurso para conocer la verdad religiosa. El racionalismo hace un
ídolo de la razón, y la constituye como criterio religioso. El
romanismo, al atribuir a su soberano pontífice una inspiración que
proviene en línea recta de los apóstoles y continúa invariable a
través de los tiempos, da amplia oportunidad para toda clase de
extravagancias y corrupciones que se ocultan bajo la santidad del
mandato apostólico. La inspiración a que pretendían Munzer y sus
colegas no procedía sino de los desvaríos de su imaginación y su
influencia subvertía toda autoridad, humana o divina. El cristianismo
recibe la Palabra de Dios como el gran tesoro de la verdad inspirada y
la piedra de toque de toda inspiración.
A su regreso de la Wartburg, terminó Lutero su traducción del Nuevo
Testamento y no tardó el Evangelio en ser ofrecido al pueblo de
Alemania en su propia lengua. Esta versión fue recibida con agrado por
todos los amigos de la verdad, pero fue vilmente desechada por los que
preferían dejarse guiar por las tradiciones y los mandamientos de los
hombres.
Se alarmaron los sacerdotes al pensar que el vulgo iba a poder
discutir con ellos los preceptos de la Palabra de Dios y descubrir la
ignorancia de ellos. Las armas carnales de su raciocinio eran
impotentes contra la espada del Espíritu. Roma puso en juego toda su
autoridad para impedir la circulación de las Santas Escrituras; pero
los decretos, los anatemas y el mismo tormento eran inútiles. Cuanto
más se condenaba y prohibía la Biblia, mayor era el afán del pueblo
por conocer lo que ella enseñaba. Todos los que sabían leer deseaban
con ansia estudiar la Palabra de Dios por sí mismos. La llevaban
consigo, la leían y releían, y no se quedaban satisfechos antes de
saber grandes trozos de ella de memoria. Viendo la buena voluntad con
que fue acogido el Nuevo Testamento, Lutero dio comienzo a la
traducción del Antiguo y la fue publicando por partes conforme las iba
terminando.
Sus escritos tenían aceptación en la ciudad y en las aldeas. "Lo que
Lutero y sus amigos escribían, otros se encargaban de esparcir por
todas partes. Los monjes que habían reconocido el carácter ilegítimo
de las obligaciones monacales y deseaban cambiar su vida de indolencia
por una de actividad, pero se sentían muy incapaces de proclamar por
sí mismos la Palabra de Dios, cruzaban las provincias vendiendo los
escritos de Lutero y sus colegas. Al poco tiempo Alemania pululaba con
estos intrépidos colportores."—Id., lib. 9, cap. 11.
Estos escritos eran estudiados con profundo interés por ricos y
pobres, por letrados e ignorantes. De noche, los maestros de las
escuelas rurales los leían en alta voz a pequeños grupos que se
reunían al amor de la lumbre. Cada esfuerzo que en este sentido se
hacía convencía a algunas almas de la verdad, y ellas a su vez
habiendo recibido la Palabra con alegría, la comunicaban a otros.
Así se cumplían las palabras inspiradas: "La entrada de tus palabras
alumbra; a los simples les da inteligencia." Salmo 119:130. El estudio
de las Sagradas Escrituras producía un cambio notable en las mentes y
en los corazones del pueblo. El dominio papal les había impuesto un
yugo férreo que los mantenía en la ignorancia y en la degradación. Con
escrúpulos supersticiosos, observaban las formas, pero era muy pequeña
la parte que la mente y el corazón tomaban en los servicios. La
predicación de Lutero, al exponer las sencillas verdades de la Palabra
de Dios, y la Palabra misma, al ser puesta en manos del pueblo,
despertaron sus facultades aletargadas, y no sólo purificaban y
ennoblecían la naturaleza espiritual, sino que daban nuevas fuerzas y
vigor a la inteligencia.
Veíanse a personas de todas las clases sociales defender, con la
Biblia en la mano, las doctrinas de la Reforma. Los papistas que
habían abandonado el estudio de las Sagradas Escrituras a los
sacerdotes y a los monjes, les pidieron que viniesen en su auxilio a
refutar las nuevas enseñanzas. Empero, ignorantes de las Escrituras y
del poder de Dios, monjes y sacerdotes fueron completamente derrotados
por aquellos a quienes habían llamado herejes e indoctos.
"Desgraciadamente—decía un escritor católico,—Lutero ha convencido a
sus correligionarios de que su fe debe fundarse solamente en la Santa
Escritura."—Id., lib. 9, cap. 11. Las multitudes se congregaban para
escuchar a hombres de poca ilustración defender la verdad y hasta
discutir acerca de ella con teólogos instruídos y elocuentes. La
vergonzosa ignorancia de estos grandes hombres se descubría tan luego
como sus argumentos eran refutados por las sencillas enseñanzas de la
Palabra de Dios. Los hombres de trabajo, los soldados y hasta los
niños, estaban más familiarizados con las enseñanzas de la Biblia que
los sacerdotes y los sabios doctores.
El contraste entre los discípulos del Evangelio y los que sostenían
las supersticiones papistas no era menos notable entre los estudiantes
que entre las masas populares. "En oposición a los antiguos campeones
de la jerarquía que había descuidado el estudio de los idiomas y de la
literatura, . . . levantábanse jóvenes de mente privilegiada, muchos
de los cuales se consagraban al estudio de las Escrituras, y se
familiarizaban con los tesoros de la literatura antigua. Dotados de
rápida percepción, de almas elevadas y de corazones intrépidos, pronto
llegaron a alcanzar estos jóvenes tanta competencia, que durante mucho
tiempo nadie se atrevía a hacerles frente.... De manera que en los
concursos públicos en que estos jóvenes campeones de la Reforma se
encontraban con doctores papistas, los atacaban con tanta facilidad y
confianza que los hacían vacilar y los exponían al desprecio de
todos." —Ibid.
Cuando el clero se dio cuenta de que iba menguando el número de los
congregantes, invocó la ayuda de los magistrados, y por todos los
medios a su alcance procuró atraer nuevamente a sus oyentes. Pero el
pueblo había hallado en las nuevas enseñanzas algo que satisfacía las
necesidades de sus almas, y se apartaba de aquellos que por tanto
tiempo le habían alimentado con las cáscaras vacías de los ritos
supersticiosos y de las tradiciones humanas.
Cuando la persecución ardía contra los predicadores de la verdad,
ponían éstos en práctica las palabras de Cristo: "Cuando pues os
persiguieren en una ciudad, huid a otra." Mateo 10:23. La luz
penetraba en todas partes. Los fugitivos hallaban en algún lugar
puertas hospitalarias que les eran abiertas, y morando allí,
predicaban a Cristo, a veces en la iglesia, o, si se les negaba ese
privilegio, en casas particulares o al aire libre. Cualquier sitio en
que hallasen un oyente se convertía en templo. La verdad, proclamada
con tanta energía y fidelidad, se extendía con irresistible poder.
En vano se mancomunaban las autoridades civiles y eclesiásticas para
detener el avance de la herejía. Inútilmente recurrían a la cárcel, al
tormento, al fuego y a la espada. Millares de creyentes sellaban su fe
con su sangre, pero la obra seguía adelante. La persecución no servía
sino para hacer cundir la verdad, y el fanatismo que Satanás intentara
unir a ella, no logró sino hacer resaltar aun más el contraste entre
la obra diabólica y la de Dios.
EL PROVEE NUESTRAS NECESIDADES
"Mi Dios, pues, suplirá toda necesidad vuestra, conforme a su gloriosa
riqueza en Cristo Jesús." Filipenses 4:19.
"Confía en el Eterno, y haz el bien; habita en la tierra y cultiva la
fidelidad." Salmos 37:3.
"Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni juntan en
graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros
mucho más que ellas?" Mateo 6:26.
"Y Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida: el que á mí viene, nunca
tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás." Juan
6:35
"Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia; á
fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo que basta,
abundéis para toda buena obra:" 2 Corintios 9:8
"En el cual tenemos redención por su sangre, la remisión de pecados
por las riquezas de su gracia," Efesios 1:7.