La gran Reforma Alemana empezó en el siglo XVI bajo la dirección de
Martín Lutero. Igualmente importante, la Reformación Suiza empezó a la
misma vez–bajo la dirección de Ulric Zwingle.—
Habiendo nacido unas pocas semanas después que Lutero, Zwingle llegó a
pararse tan firme como una roca a favor de la Biblia, bajo una furia
de oposición. Aquí está la historia de un hombre que no quiso
transigir–y lo que sucedió como resultado.—
EN LA elección de los instrumentos que sirvieron para reformar la
iglesia se nota el mismo plan divino que en la de quienes la
establecieron. El Maestro celestial pasó por alto a los grandes de la
tierra, a los hombres que gozaban de reputación y de riquezas, y
estaban acostumbrados a recibir alabanzas y homenajes como caudillos
del pueblo. Eran tan orgullosos y tenían tanta confianza en la
superioridad de que se jactaban, que no hubieran podido amoldarse a
simpatizar con sus semejantes ni convertirse en colaboradores del
humilde Nazareno. Fue a los indoctos y rudos pescadores de Galilea a
quienes dirigió El Su llamamiento: "Venid en pos de mí, y os haré
pescadores de hombres." Mateo 4:19. Estos sí que eran humildes y
dóciles. Cuanto menos habían sentido la influencia de las falsas
doctrinas de su tiempo, tanto más fácil era para Cristo instruirlos y
educarlos para Su servicio. Otro tanto sucedió cuando la Reforma. Los
principales reformadores eran hombres de humilde condición y más
ajenos que sus coetáneos a todo sentimiento de orgullo de casta así
como a la influencia del fanatismo clerical. El plan de Dios es
valerse de instrumentos humildes para la realización de grandes fines.
La gloria no se tributa entonces a los hombres, sino a Aquel que obra
por medio de ellos el querer y el hacer según Su buena voluntad.
Pocas semanas después que naciera Lutero en la cabaña de un minero de
Sajonia, nació Ulric Zuinglio, en la choza de un pastor de los Alpes.
Las circunstancias de que Zuinglio se vio rodeado en su niñez y su
primera educación contribuyeron a prepararlo para su futura misión.
Criado entre bellezas naturales imponentes, quedó desde temprano
impresionado por el sentimiento de la inmensidad, el poder y la
majestad de Dios. La historia de las hazañas que tuvieran por teatro
sus montes natales inflamó las aspiraciones de su juventud. Junto a su
piadosa abuela oyó los pocos relatos bíblicos que ella espigara entre
las leyendas y tradiciones de la iglesia. Con verdadero interés oía él
hablar de los grandes hechos de los patriarcas y de los profetas, de
los pastores que velaban sobre sus ganados en los cerros de Palestina
donde los ángeles les hablaron del Niño de Belén y del Hombre del
Calvario.
Lo mismo que Juan Lutero, el padre de Zuinglio deseaba dar educación a
su hijo, para lo cual dejó éste su valle natal en temprana edad. Su
espíritu se desarrolló pronto, y resultó difícil saber dónde podrían
hallarle profesores competentes. A los trece años fue a Berna, que
poseía entonces la mejor escuela de Suiza. Sin embargo, surgió un
peligro que amenazaba dar en tierra con lo que de él se esperaba. Los
frailes hicieron esfuerzos muy resueltos para seducirlo a que entrara
en un convento. Los monjes franciscanos y los domínicos rivalizaban
por ganarse el favor del pueblo, y al efecto se esmeraban a porfía en
el adorno de los templos, en la pompa de las ceremonias y en lo
atractivo de las reliquias y de las imágenes milagrosas.
Los dominicanos de Berna vieron que si les fuera posible ganar a un
joven de tanto talento obtendrían ganancias y honra. Su tierna
juventud, sus dotes de orador y escritor, y su genio musical y
poético, serían de más efecto que la pompa y el fausto desplegados en
los servicios, para atraer al pueblo y aumentar las rentas de su
orden. Valiéndose de engaños y lisonjas, intentaron inducir a Zuinglio
a que entrara en su convento. Cuando Lutero era estudiante se encerró
voluntariamente en una celda y se habría perdido para el mundo si la
providencia de Dios no le hubiera libertado. No se le dejó a Zuinglio
correr el mismo riesgo. Supo providencialmente su padre cuáles eran
los designios de los frailes, y como no tenía intención de que su hijo
siguiera la vida indigna y holgazana de los monjes, vio que su
utilidad para el porvenir estaba en inminente peligro, y le ordenó que
regresara a su casa sin demora.
El mandato fue obedecido; pero el joven no podía sentirse contento por
mucho tiempo en su valle natal, y pronto volvió a sus estudios,
yéndose a establecer después de algún tiempo en Basilea. En esta
ciudad fue donde Zuinglio oyó por primera vez el Evangelio de la
gracia de Dios. Wittenbach, profesor de idiomas antiguos, había sido
llevado, en su estudio del griego y del hebreo, al conocimiento de las
Sagradas Escrituras, y por su medio la luz divina esparcía sus rayos
en las mentes de los estudiantes que recibían de él enseñanza.
Declaraba el catedrático que había una verdad más antigua y de valor
infinitamente más grande que las teorías enseñadas por los filósofos y
los escolásticos. Esta antigua verdad consistía en que la muerte de
Cristo era el único rescate del pecador. Estas palabras fueron para
Zuinglio como el primer rayo de luz que alumbra al amanecer.
Pronto fue llamado Zuinglio de Basilea, para entrar en la que iba a
ser la obra de su vida. Su primer campo de acción fue una parroquia
alpina no muy distante de su valle natal. Habiendo recibido las
órdenes sacerdotales, "se aplicó con ardor a investigar la verdad
divina; porque estaba bien enterado—dice un reformador de su tiempo—
de cuánto deben saber aquellos a quienes les está confiado el cuidado
del rebaño del Señor."—Wylie, lib. 8, cap. 5. A medida que escudriñaba
las Escrituras, más claro le resultaba el contraste entre las verdades
en ellas encerradas y las herejías de Roma. Se sometía a la Biblia y
la reconocía como la Palabra de Dios y única regla suficiente e
infalible. Veía que ella debía ser su propio intérprete. No se atrevía
a tratar de explicar las Sagradas Escrituras para sostener una teoría
o doctrina preconcebida, sino que consideraba su deber aprender lo que
ellas enseñan directamente y de un modo evidente. Procuraba valerse de
toda ayuda posible para obtener un conocimiento correcto y pleno de
sus enseñanzas, e invocaba al Espíritu Santo, el cual, declaraba él,
quería revelar la verdad a todos los que la investigasen con
sinceridad y en oración.
"Las Escrituras—decía Zuinglio—vienen de Dios, no del hombre. Y ese
mismo Dios que brilla en ellas te dará a entender que las palabras son
de Dios. La Palabra de Dios . . . no puede errar. Es brillante, se
explica a sí misma, se descubre, ilumina el alma con toda salvación y
gracia, la consuela en Dios, y la humilla hasta que se anonada, se
niega a sí misma, y se acoge a Dios." Zuinglio mismo había
experimentado la verdad de estas palabras. Hablando de ello, escribió
lo siguiente: "Cuando . . . comencé a consagrarme enteramente a las
Sagradas Escrituras, la filosofía y la teología [escolástica] me
suscitaban objeciones sin número, y al fin resolví dejar a un lado
todas estas quimeras y aprender las enseñanzas de Dios en toda su
pureza, tomándolas de su preciosa Palabra. Desde entonces pedí a Dios
luz y las Escrituras llegaron a ser mucho más claras para mí."—Id.,
cap. 6.
Zuinglio no había recibido de Lutero la doctrina que predicaba. Era la
doctrina de Cristo. "Si Lutero predica a Jesucristo—decía El
Reformador Suizo —hace lo que yo hago. Los que por su medio han
llegado al conocimiento de Jesucristo son más que los conducidos por
mí. Pero no importa. Yo no quiero llevar otro nombre que el de
Jesucristo, de quien soy soldado, y no reconozco otro jefe. No he
escrito una sola palabra a Lutero, ni Lutero a mí. Y ¿por qué? . . .
Pues para que se viese de qué modo el Espíritu de Dios está de acuerdo
consigo mismo, ya que, sin acuerdo previo, enseñamos con tanta
uniformidad la doctrina de Jesucristo."—D’Aubigné, lib. 8, cap. 9.
En 1516 fue llamado Zuinglio a predicar regularmente en el convento de
Einsiedeln, donde iba a ver más de cerca las corrupciones de Roma y
donde iba a ejercer como reformador una influencia que se dejaría
sentir más allá de sus Alpes natales. Entre los principales atractivos
de Einsiedeln había una imagen de la virgen de la que se decía que
estaba dotada del poder de hacer milagros. Sobre la puerta de la
abadía estaba grabada esta inscripción: "Aquí se consigue plena
remisión de todos los pecados."—Id., cap. 5. En todo tiempo acudían
peregrinos a visitar el santuario de la virgen, pero en el día de la
gran fiesta anual de su consagración venían multitudes de toda Suiza y
hasta de Francia y Alemania. Zuinglio, muy afligido al ver estas
cosas, aprovechó la oportunidad para proclamar la libertad por medio
del Evangelio a aquellas almas esclavas de la superstición.
"No penséis—decía—que Dios esté en este templo de un modo más especial
que en cualquier otro lugar de la creación. Sea la que fuere la
comarca que vosotros habitáis, Dios os rodea y os oye.... ¿Será acaso
con obras muertas, largas peregrinaciones, ofrendas, imágenes, la
invocación de la virgen o de los santos, con lo que alcanzaréis la
gracia de Dios? . . . ¿De qué sirve el conjunto de palabras de que
formamos nuestras oraciones? ¿Qué eficacia tienen la rica capucha del
fraile, la cabeza rapada, hábito largo y bien ajustado, y las
zapatillas bordadas de oro? ¡Al corazón es a lo que Dios mira, y
nuestro corazón está lejos de Dios!" "Cristo—añadía,—que se ofreció
una vez en la cruz, es la hostia y la víctima que satisfizo
eternamente a Dios por los pecados de todos los fieles." —Ibid .
Muchos de los que le oían recibían con desagrado estas enseñanzas. Era
para ellos un amargo desengaño saber que su penoso viaje era
absolutamente inútil. No podían comprender el perdón que se les
ofrecía de gracia por medio de Cristo. Estaban conformes con el
antiguo camino del cielo que Roma les había marcado. Rehuían la
perplejidad de buscar algo mejor. Era más fácil confiar la salvación
de sus almas a los sacerdotes y al papa que buscar la pureza de
corazón.
Otros, en cambio, recibieron con alegría las nuevas de la redención
por Cristo. Las observancias establecidas por Roma no habían infundido
paz a su alma y, llenos de fe, aceptaban la sangre del Salvador en
propiciación por sus pecados. Estos regresaron a sus hogares para
revelar a otros la luz preciosa que habían recibido. Así fue llevada
la verdad de aldea en aldea de pueblo en pueblo, y el número de
peregrinos que iban al santuario de la virgen, disminuyó notablemente.
Menguaron las ofrendas, y en consecuencia la prebenda de Zuinglio
menguó también, porque de aquéllas sacaba su subsistencia. Pero
sentíase feliz al ver quebrantarse el poder del fanatismo y de la
superstición.
Las autoridades de la iglesia no ignoraban la obra que Zuinglio estaba
realizando, pero en aquel momento no pensaron intervenir. Abrigaban
todavía la esperanza de ganarlo para su causa y se esforzaron en
conseguirlo por medio de agasajos; entre tanto la verdad fue ganando
terreno y extendiéndose en los corazones del pueblo.
Los trabajos de Zuinglio en Einsiedeln le prepararon para una esfera
de acción más amplia en la cual pronto iba a entrar. Pasados tres
años, fue llamado a desempeñar el cargo de predicador en la catedral
de Zurich. Era esta ciudad en aquel entonces la más importante de la
confederación suiza, y la influencia que el predicador pudiera ejercer
en ella debía tener un radio más extenso. Pero los eclesiásticos que
le habían llamado a Zurich, deseosos de evitar sus innovaciones,
procedieron a darle instrucciones acerca de sus deberes.
"Pondréis todo vuestro cuidado—le dijeron—en recaudar las rentas del
cabildo, sin descuidar siquiera las de menor cuantía. Exhortaréis a
los fieles, ya desde el púlpito, ya en el confesonario, a que paguen
los censos y los diezmos, y a que muestren con sus ofrendas cuánto
aman a la iglesia. Procuraréis multiplicar las rentas procedentes de
los enfermos, de las misas, y en general de todo acto eclesiástico."
"Respecto a la administración de los sacramentos, a la predicación y a
la vigilancia requerida para apacentar la grey, son también deberes
del cura párroco. No obstante, podéis descargaros de esta última parte
de vuestro ministerio tomando un vicario substituto, sobre todo para
la predicación. Vos no debéis administrar los sacramentos sino a los
más notables, y sólo después que os lo hayan pedido; os está prohibido
administrarlos sin distinción de personas."—Id., cap. 6.
Zuinglio oyó en silencio estas explicaciones, y en contestación,
después de haber expresado su gratitud por el honor que le habían
conferido al haberle llamado a tan importante puesto, procedió a
explicar el plan de trabajo que se había propuesto adoptar. "La vida
de Jesús—dijo—ha estado demasiado tiempo oculta al pueblo. Me propongo
predicar sobre todo el Evangelio según Mateo, . . . ciñéndome a la
fuente de la Sagrada Escritura, escudriñándola y comparándola con ella
misma, buscando su inteligencia por medio de ardientes y constantes
oraciones. A la gloria de Dios, a la alabanza de Su único Hijo, a la
pura salvación de las almas, y a su instrucción en la verdadera fe, es
a lo que consagraré mi ministerio."—Ibid. Aunque algunos de los
eclesiásticos desaprobaron este plan y procuraron disuadirle de
adoptarlo, Zuinglio se mantuvo firme. Declaró que no iba a introducir
un método nuevo, sino el antiguo método empleado por la iglesia en lo
pasado, en tiempos de mayor pureza religiosa.
Ya se había despertado el interés de los que escuchaban las verdades
que él enseñaba, y el pueblo se reunía en gran número a oír la
predicación. Muchos que desde hacía tiempo habían dejado de asistir a
los oficios, se hallaban ahora entre sus oyentes. Inició Zuinglio su
ministerio abriendo los Evangelios y leyendo y explicando a sus
oyentes la inspirada narración de la vida, doctrina y muerte de
Cristo. En Zurich, como en Einsiedeln, presentó la Palabra de Dios
como la única autoridad infalible, y expuso la muerte de Cristo como
el solo sacrificio completo. "Es a Jesucristo—dijo—a quien deseo
conduciros; a Jesucristo, verdadero manantial de salud."— Ibid. En
torno del predicador se reunían multitudes de personas de todas las
clases sociales, desde los estadistas y los estudiantes, hasta los
artesanos y los campesinos. Escuchaban sus palabras con el más
profundo interés. El no proclamaba tan sólo el ofrecimiento de una
salvación gratuita, sino que denunciaba sin temor los males y las
corrupciones de la época. Muchos regresaban de la catedral dando
alabanzas a Dios. "¡Este, decían, es un predicador de verdad! él será
nuestro Moisés, para sacarnos de las tinieblas de Egipto."—Ibid.
Pero, por más que al principio fuera su obra acogida con entusiasmo,
vino al fin la oposición. Los frailes se propusieron estorbar su obra
y condenar sus enseñanzas. Muchos le atacaron con burlas y sátiras;
otros le lanzaron insolencias y amenazas. Empero Zuinglio todo lo
soportaba con paciencia, diciendo: "Si queremos convertir a Jesucristo
a los malos, es menester cerrar los ojos a muchas cosas." —Ibid.
Por aquel tiempo un nuevo agente vino a dar impulso a la obra de la
Reforma. Un amigo de ésta mandó a Zurich a un tal Luciano que llevaba
consigo varios de los escritos de Lutero. Este amigo, residente en
Basilea, había pensado que la venta de estos libros sería un poderoso
auxiliar para la difusión de la luz. "Averiguad—dijo a Zuinglio en una
carta—si Luciano posee bastante prudencia y habilidad; si así es,
mandadle de villa en villa, de lugar en lugar, y aun de casa en casa
entre los suizos, con los escritos de Lutero, y en particular con la
exposición del Padre Nuestro escrita para los seglares. Cuanto más
conocidos sean, tantos más compradores hallarán."—Ibid. De este modo
se esparcieron los rayos de luz.
Cuando Dios se dispone a quebrantar las cadenas de la ignorancia y de
la superstición, es cuando Satanás trabaja con mayor esfuerzo para
sujetar a los hombres en las tinieblas, y para apretar aun más las
ataduras que los tienen sujetos. A medida que se levantaban en
diferentes partes del país hombres que presentaban al pueblo el perdón
y la justificación por medio de la sangre de Cristo, Roma procedía con
nueva energía a abrir su comercio por toda la cristiandad, ofreciendo
el perdón a cambio de dinero.
Cada pecado tenía su precio, y se otorgaba a los hombres licencia para
cometer crímenes, con tal que abundase el dinero en la tesorería de la
iglesia. De modo que seguían adelante dos movimientos: uno que ofrecía
el perdón de los pecados por dinero, y el otro que lo ofrecía por
medio de Cristo; Roma que daba licencia para pecar, haciendo de esto
un recurso para acrecentar sus rentas, y los reformadores que
condenaban el pecado y señalaban a Cristo como propiciación y
Redentor.
En Alemania la venta de indulgencias había sido encomendada a los
domínicos y era dirigida por el infame Tetzel. En Suiza el tráfico fue
puesto en manos de los franciscanos, bajo la dirección de un fraile
italiano llamado Sansón. Había prestado éste ya buenos servicios a la
iglesia y reunido en Suiza y Alemania grandes cantidades para el
tesoro del papa. Cruzaba entonces a Suiza, atrayendo a grandes
multitudes, despojando a los pobres campesinos de sus escasas
ganancias y obteniendo ricas ofrendas entre los ricos. Pero la
influencia de la Reforma hacía disminuir el tráfico de las
indulgencias aunque sin detenerlo del todo. Todavía estaba Zuinglio en
Einsiedeln cuando Sansón se presentó con su mercadería en una
población vecina. Enterándose de su misión, el reformador trató
inmediatamente de oponérsele. No se encontraron frente a frente, pero
fue tan completo el éxito de Zuinglio al exponer las pretensiones del
fraile, que éste se vio obligado a dejar aquel lugar y tomar otro
rumbo.
En Zurich predicó Zuinglio con ardor contra estos monjes traficantes
en perdón, y cuando Sansón se acercó a dicha ciudad le salió al
encuentro un mensajero enviado por el concejo para ordenarle que no
entrara. No obstante, logró al fin introducirse por estratagema, pero
a poco le despidieron sin que hubiese vendido ni un solo perdón y no
tardó en abandonar a Suiza.
Un fuerte impulso recibió la Reforma con la aparición de la peste o
"gran mortandad," que azotó a Suiza en el año 1519. Al verse los
hombres cara a cara con la muerte, se convencían de cuán vanos e
inútiles eran los perdones que habían comprado poco antes, y ansiaban
tener un fundamento más seguro sobre el cual basar su fe. Zuinglio se
contagió en Zurich y se agravó de tal modo que se perdió toda
esperanza de salvarle y circuló por muchos lugares el rumor de que
había muerto. En aquella hora de prueba su valor y su esperanza no
vacilaron. Miraba con los ojos de la fe hacia la cruz del Calvario y
confió en la propiciación absoluta allí alcanzada para perdón de los
pecados. Cuando volvió a la vida después de haberse visto a las
puertas del sepulcro, se dispuso a predicar el Evangelio con más
fervor que nunca antes, y sus palabras iban revestidas de nuevo poder.
El pueblo dio la bienvenida con regocijo a su amado pastor que volvía
de los umbrales de la muerte. Ellos mismos habían tenido que atender a
enfermos y moribundos, y reconocían mejor que antes el valor del
Evangelio.
Zuinglio había alcanzado ya un conocimiento más claro de las verdades
de éste y experimentaba mejor en sí mismo su poder regenerador. La
caída del hombre y el plan de redención eran los temas en los cuales
se espaciaba. "En Adán— decía él—todos somos muertos, hundidos en
corrupción y en condenación."—Wylie, lib. 8, cap. 9. Pero "Jesucristo
. . . nos ha dado una redención que no tiene fin.... Su muerte aplaca
continuamente la justicia divina en favor de todos aquellos que se
acogen a aquel sacrificio con fe firme e inconmovible." Y explicaba
que el hombre no podía disfrutar de la gracia de Cristo, si seguía en
el pecado. "Donde se cree en Dios, allí está Dios; y donde está Dios,
existe un celo que induce a obrar bien."—D’Aubigné, lib. 8, cap.
9.
Creció tanto el interés en las predicaciones de Zuinglio, que la
catedral se llenaba materialmente con las multitudes de oyentes que
acudían para oírle. Poco a poco, a medida que podían soportarla, el
predicador les exponía la verdad. Cuidaba de no introducir, desde el
principio, puntos que los alarmasen y creasen en ellos prejuicios. Su
obra era ganar sus corazones a las enseñanzas de Cristo, enternecerlos
con Su amor y hacerles tener siempre presente Su ejemplo; y a medida
que recibieran los principios del Evangelio, abandonarían
inevitablemente sus creencias y prácticas supersticiosas.
Paso a paso avanzaba la Reforma en Zurich. Alarmados, los enemigos se
levantaron en activa oposición. Un año antes, el fraile de Wittenberg
había lanzado su "No" al papa y al emperador en Worms, y ahora todo
parecía indicar que también en Zurich iba a haber oposición a las
exigencias del papa. Fueron dirigidos repetidos ataques contra
Zuinglio. En los cantones que reconocían al papa, de vez en cuando
algunos discípulos del Evangelio eran entregados a la hoguera, pero
esto no bastaba; el que enseñaba la herejía debía ser amordazado. Por
lo tanto, el obispo de Constanza envió tres diputados al concejo de
Zurich, para acusar a Zuinglio de enseñar al pueblo a violar las leyes
de la iglesia, con lo que trastornaba la paz y el buen orden de la
sociedad. Insistía él en que si se menospreciaba la suprema autoridad
de la iglesia, vendría como consecuencia una anarquía general.
Zuinglio replicó que por cuatro años había estado predicando el
Evangelio en Zurich, "y que la ciudad estaba más tranquila que
cualquiera otra ciudad de la confederación." Preguntó: "¿No es, por
tanto, el cristianismo la mejor salvaguardia para la seguridad
general?"—Wylie, lib. 8, cap. 11.
Los diputados habían exhortado a los concejales a que no abandonaran
la iglesia, porque, fuera de ella, decían, no hay salvación. Zuinglio
replicó: "¡Que esta acusación no os conmueva! El fundamento de la
iglesia es aquella piedra de Jesucristo, cuyo nombre dio a Pedro por
haberle confesado fielmente. En toda nación el que cree de corazón en
el Señor Jesús se salva. Fuera de esta iglesia, y no de la de Roma, es
donde nadie puede salvarse."—D’Aubigné, lib. 8, cap. 2. Como resultado
de la conferencia, uno de los diputados del obispo se convirtió a la
fe reformada.
El concejo se abstuvo de proceder contra Zuinglio, y Roma se preparó
para un nuevo ataque. Cuando el reformador se vio amenazado por los
planes de sus enemigos, exclamó: "¡Que vengan contra mí! Yo los temo
lo mismo que un peñasco escarpado teme las olas que se estrellan a sus
pies."—Wylie, lib. 8, cap. 2. Los esfuerzos de los eclesiásticos sólo
sirvieron para adelantar la causa que querían aniquilar. La verdad
seguía cundiendo. En Alemania, los adherentes abatidos por la
desaparición inexplicable de Lutero, cobraron nuevo aliento al notar
los progresos del Evangelio en Suiza.
A medida que la Reforma se fue afianzando en Zurich, se vieron más
claramente sus frutos en la supresión del vicio y en el dominio del
orden y de la armonía. "La paz tiene su habitación en nuestro
pueblo—escribía Zuinglio;—no hay disputas, ni hipocresías, ni
envidias, ni escándalos. ¿De dónde puede venir tal unión sino del
Señor y de la doctrina que enseñamos, la cual nos colma de los frutos
de la piedad y de la paz?"—Id., cap. 15.
Las victorias obtenidas por la Reforma indujeron a los romanistas a
hacer esfuerzos más resueltos para dominarla. Viendo cuán poco habían
logrado con la persecución para suprimir la obra de Lutero en
Alemania, decidieron atacar a la Reforma con sus mismas armas.
Sostendrían una discusión con Zuinglio y encargándose de los asuntos
se asegurarían el triunfo al elegir no sólo el lugar en que se
llevaría a efecto el acto, sino también los jueces que decidirían de
parte de quién estaba la verdad. Si lograban por una vez tener a
Zuinglio en su poder, tendrían mucho cuidado de que no se les
escapase. Una vez acallado el jefe, todo el movimiento sería pronto
aplastado. Este plan, por supuesto, se mantuvo en la mayor
reserva.
El punto señalado para el debate fue Baden, pero Zuinglio no
concurrió. El concejo de Zurich, sospechando los designios de los
papistas, y advertido del peligro por las horrendas piras que habían
sido encendidas ya en los cantones papistas para los confesores del
Evangelio, no permitió que su pastor se expusiera a este peligro. En
Zurich estaba siempre listo para recibir a todos los partidarios de
Roma que ésta pudiera enviar; pero ir a Baden, donde poco antes se
había derramado la sangre de los martirizados por causa de la verdad,
era lo mismo que exponerse a una muerte segura. Ecolampadio y Haller
fueron elegidos para representar a los reformadores, en tanto que el
famoso doctor Eck, sostenido por un ejército de sabios doctores y
prelados, era el campeón de Roma.
Aunque Zuinglio no estaba presente en aquella conferencia, ejerció su
influencia en ella. Los secretarios todos fueron elegidos por los
papistas, y a todos los demás se les prohibió que sacasen apuntes, so
pena de muerte. A pesar de esto, Zuinglio recibía cada día un relato
fiel de cuanto se decía en Baden. Un estudiante que asistía al debate,
escribía todas las tardes cuantos argumentos habían sido presentados,
y otros dos estudiantes se encargaban de llevar a Zuinglio estos
papeles, juntamente con cartas de Ecolampadio. El reformador
contestaba dando consejos y proponiendo ideas. Escribía sus cartas
durante la noche y por la mañana los estudiantes regresaban con ellas
a Baden. Para burlar la vigilancia de la guardia en las puertas de la
ciudad, estos mensajeros llevaban en la cabeza sendos canastos con
aves de corral, de modo que se les dejaba entrar sin inconveniente
alguno.
Así sostuvo Zuinglio la batalla contra sus astutos antagonistas: "Ha
trabajado más—decía Miconius,—meditando y desvelándose, y
transmitiendo sus opiniones a Baden, de lo que hubiera hecho
disputando en medio de sus enemigos."—D’Aubigné, lib. 2, cap. 13.
Los romanistas, engreídos con el triunfo que esperaban por anticipado,
habían llegado a Baden luciendo sus más ricas vestiduras y brillantes
joyas. Se regalaban a cuerpo de rey, cubrían sus mesas con las viandas
más preciadas y delicadas y con los vinos más selectos. Aliviaban la
carga de sus obligaciones eclesiásticas con banqueteos y regocijos.
Los reformadores presentaban un pronunciado contraste, y el pueblo los
miraba casi como una compañía de pordioseros, cuyas comidas frugales
los detenían muy poco frente a la mesa. El mesonero de Ecolampadio,
que tenía ocasión de espiarlo en su habitación, le veía siempre
ocupado en el estudio o en la oración y declaró admirado que el hereje
era "muy piadoso."
En la conferencia, "Eck subía orgullosamente a un púlpito
soberbiamente decorado, en tanto que el humilde Ecolampadio,
pobremente vestido, estaba obligado a sentarse frente a su adversario
en tosca plataforma."—Ibid. La voz estentórea de aquél y la seguridad
de que se sentía poseído, nunca le abandonaron. Su celo era estimulado
tanto por la esperanza del oro como por la de la fama; porque el
defensor de la fe iba a ser recompensado con una hermosa cantidad. A
falta de mejores argumentos, recurría a insultos y aun blasfemias.
Ecolampadio, modesto y desconfiado de sí mismo, había rehuido el
combate, y entró en él con esta solemne declaración: "No reconozco
otra norma de juicio que la Palabra de Dios."—Ibid. Si bien de
carácter manso y de modales corteses, demostró capacidad y entereza.
En tanto que los romanistas según su costumbre, apelaban a las
tradiciones de la iglesia, el reformador se adhería firmemente a las
Escrituras. "En nuestra Suiza—dijo—las tradiciones carecen de fuerza a
no ser que estén de acuerdo con la constitución; y en asuntos de fe,
la Biblia es nuestra única constitución." —Ibid.
El contraste entre ambos contendientes no dejó de tener su efecto. La
serena e inteligente argumentación del reformador, el cual se
expresaba con tan noble mansedumbre y modestia, impresionó a los que
veían con desagrado las orgullosas pretensiones de Eck.
El debate se prolongó durante dieciocho días. Al terminarlo los
papistas cantaron victoria con gran confianza, y la dieta declaró
vencidos a los reformadores y todos ellos, con Zuinglio, su jefe,
separados de la iglesia. Pero los resultados de esta conferencia
revelaron de qué parte estuvo el triunfo. El debate tuvo por
consecuencia un gran impulso de la causa protestante, y no mucho
después las importantes ciudades de Berna y Basilea se declararon en
favor de la Reforma.
ESCUDRIÑAD LA PALABRA
"Escudriñad las Escrituras, ya que pensáis tener en ellas la vida
eterna. Ellas son las que dan testimonio de mí." Juan 5:39
"Estos fueron más nobles que los de Tesalónica, pues recibieron la
Palabra de todo corazón, y examinaban cada día las Escrituras, para
ver si esas cosas eran así." Hechos 17:11
"¡Dichoso el que lee las palabras de esta profecía, y dichosos los que
la oyen, y guardan lo que está escrito en ella, porque el tiempo está
cerca!" Apocalipsis 1:3
"Abre mis ojos, para que pueda ver las maravillas de tu Ley." Salmos
119:18
"El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es
de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta." Juan 7:17
"Entonces les abrió el sentido, para que entendiesen las Escrituras."
Lucas 24:45
"Pero el Ayudador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi
Nombre, os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he
dicho." Juan 14:26
"Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda
espada de dos filos: y que alcanza hasta partir el alma, y aun el
espíritu, y las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y
las intenciones del corazón." Hebreos 4:12.
Mas él respondiendo, dijo: Escrito está: No con solo el pan vivirá el
hombre, mas con toda palabra que sale de la boca de Dios. " Mateo 4:4.