Entre todos los llamados a guiar la iglesia en la gran Reforma se
destaca el humilde, pero inamovible Martín Lutero.
Qué clase de hombre era él? De dónde vino? Por qué hizo lo que hizo?
Martín Lutero, el hombre que abrió la Biblia al mundo
EL MAS distinguido de todos los que fueron llamados a guiar a la
iglesia de las tinieblas del papado a la luz de una fe más pura, fue
Martín Lutero. Celoso, ardiente y abnegado, sin más temor que el temor
de Dios y sin reconocer otro fundamento de la fe religiosa que el de
las Santas Escrituras, fue Lutero el hombre de su época. Por su medio
realizó Dios una gran obra para reformar a la iglesia e iluminar al
mundo.
A semejanza de los primeros heraldos del Evangelio, Lutero surgió del
seno de la pobreza. Sus primeros años transcurrieron en el humilde
hogar de un aldeano de Alemania, que con su oficio de minero ganara
los medios necesarios para educar al niño. Quería que ese hijo fuese
abogado, pero Dios se había propuesto hacer de él un constructor del
gran templo que venía levantándose lentamente en el transcurso de los
siglos. Las contrariedades, las privaciones y una disciplina severa
constituyeron la escuela donde la Infinita Sabiduría preparara a
Lutero para la gran misión que iba a desempeñar.
El padre de Lutero era hombre de robusta y activa inteligencia y de
gran fuerza de carácter, honrado, resuelto y franco. Era fiel a las
convicciones que le señalaban su deber, sin cuidarse de las
consecuencias. Su propio sentido común le hacía mirar con desconfianza
al sistema monástico. Le disgustó mucho ver que Lutero, sin su
consentimiento, entrara en un monasterio, y pasaron dos años antes que
el padre se reconciliara con el hijo, y aun así no cambió de
opinión.
Los padres de Lutero velaban con gran esmero por la educación y el
gobierno de sus hijos. Procuraban instruirlos en el conocimiento de
Dios y en la práctica de las virtudes cristianas. Muchas veces oía el
hijo las oraciones que su padre dirigía al Cielo para pedir que Martín
tuviera siempre presente el nombre del Señor y contribuyese un día a
propagar la verdad. Los padres no desperdiciaban los medios que su
trabajo podía proporcionarles, para dedicarse a la cultura moral e
intelectual. Hacían esfuerzos sinceros y perseverantes para preparar a
sus hijos para una vida piadosa y útil. Siendo siempre firmes y fieles
en sus propósitos y obrando a impulsos de su sólido carácter, eran a
veces demasiado severos; pero el reformador mismo, si bien reconoció
que se habían equivocado en algunos respectos, no dejó de encontrar en
su disciplina más cosas dignas de aprobación que de censura.
En la escuela a la cual le enviaran en su tierna edad, Lutero fue
tratado con aspereza y hasta con dureza. Tanta era la pobreza de sus
padres que al salir de su casa para la escuela de un pueblo cercano,
se vio obligado por algún tiempo a ganar su sustento cantando de
puerta en puerta y padeciendo hambre con mucha frecuencia. Las ideas
religiosas lóbregas y supersticiosas que prevalecían en su tiempo le
llenaban de pavor. A veces se iba a acostar con el corazón angustiado,
pensando con temor en el sombrío porvenir, y viendo en Dios a un juez
inexorable y un cruel tirano más bien que un bondadoso Padre
celestial.
Mas a pesar de tantos motivos de desaliento, Lutero siguió
resueltamente adelante, puesta la vista en un dechado elevado de moral
y de cultura intelectual que le cautivaba el alma. Tenía sed de saber,
y el carácter serio y práctico de su genio le hacía desear lo sólido y
provechoso más bien que lo vistoso y superficial.
Cuando a la edad de dieciocho años ingresó en la universidad de
Erfurt, su situación era más favorable y se le ofrecían perspectivas
más brillantes que las que había tenido en años anteriores. Sus padres
podían entonces mantenerle más desahogadamente merced a la pequeña
hacienda que habían logrado con su laboriosidad y sus economías. Y la
influencia de amigos juiciosos había borrado un tanto el sedimento de
tristeza que dejara en su carácter su primera educación. Se dedicó a
estudiar los mejores autores, atesorando con diligencia sus maduras
reflexiones y haciendo suyo el tesoro de conocimientos de los sabios.
Aun bajo la dura disciplina de sus primeros maestros, dio señales de
distinción; y ahora, rodeado de influencias más favorables, vio
desarrollarse rápidamente su talento. Por su buena memoria, su activa
imaginación, sus sólidas facultades de raciocinio y su incansable
consagración al estudio vino a quedar pronto al frente de sus
condiscípulos. La disciplina intelectual maduró su entendimiento y la
actividad mental despertó una aguda percepción que le preparó
convenientemente para los conflictos de la vida.
El temor del Señor moraba en el corazón de Lutero y le habilitó para
mantenerse firme en sus propósitos y siempre humilde delante de Dios.
Permanentemente dominado por la convicción de que dependía del auxilio
divino, comenzaba cada día con oración y elevaba constantemente su
corazón a Dios para pedirle Su dirección y Su auxilio. "Orar bien"
decía él con frecuencia "es la mejor mitad del estudio."—D’Aubigné,
lib. 2, cap. 2.
Un día, mientras examinaba unos libros en la biblioteca de la
universidad, descubrió Lutero una Biblia latina. Jamás había visto
aquel libro. Hasta ignoraba que existiese. Había oído porciones de los
Evangelios y de las Epístolas que se leían en el culto público y
suponía que eso era todo lo que contenía la Biblia. Ahora veía, por
primera vez, la Palabra de Dios completa. Con reverencia mezclada de
admiración hojeó las sagradas páginas; con pulso tembloroso y corazón
turbado leyó con atención las palabras de vida, deteniéndose a veces
para exclamar: "¡Ah! ¡si Dios quisiese darme para mí otro libro como
éste!"—Ibid. Los ángeles del cielo estaban a su lado y rayos de luz
del trono de Dios revelaban a su entendimiento los tesoros de la
verdad. Siempre había tenido temor de ofender a Dios, pero ahora se
sentía como nunca antes convencido de que era un pobre pecador.
Un sincero deseo de librarse del pecado y de reconciliarse con Dios le
indujo al fin a entrar en un claustro para consagrarse a la vida
monástica. Allí se le obligó a desempeñar los trabajos más humillantes
y a pedir limosnas de casa en casa. Se hallaba en la edad en que más
se apetecen el aprecio y el respeto de todos, y por consiguiente
aquellas viles ocupaciones le mortificaban y ofendían sus sentimientos
naturales; pero todo lo sobrellevaba con paciencia, creyendo que lo
necesitaba por causa de sus pecados.
Dedicaba al estudio todo el tiempo que le dejaban libre sus
ocupaciones de cada día y aun robaba al sueño y a sus escasas comidas
el tiempo que hubiera tenido que darles. Sobre todo se deleitaba en el
estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado una Biblia encadenada
en el muro del convento, y allá iba con frecuencia a escudriñarla. A
medida que se iba convenciendo más y más de su condición de pecador,
procuraba por medio de sus obras obtener perdón y paz. Observaba una
vida llena de mortificaciones, procurando dominar por medio de ayunos
y vigilias y de castigos corporales sus inclinaciones naturales, de
las cuales la vida monástica no le había librado. No rehuía sacrificio
alguno con tal de llegar a poseer un corazón limpio que mereciese la
aprobación de Dios. "Verdaderamente—decía él más tarde—yo fuí un
fraile piadoso y seguí con mayor severidad de la que puedo expresar
las reglas de mi orden.... Si algún fraile hubiera podido entrar en el
cielo por sus obras monacales, no hay duda que yo hubiera entrado. Si
hubiera durado mucho tiempo aquella rigidez, me hubiera hecho morir a
fuerza de austeridades."—Id., cap. 3. A consecuencia de esta dolorosa
disciplina perdió sus fuerzas y sufrió convulsiones y desmayos de los
que jamás pudo reponerse enteramente. Pero a pesar de todos sus
esfuerzos, su alma agobiada no hallaba alivio, y al fin fue casi
arrastrado a la desesperación.
Cuando Lutero creía que todo estaba perdido, Dios le deparó un amigo
que le ayudó. El piadoso Staupitz le expuso la Palabra de Dios y le
indujo a apartar la mirada de sí mismo, a dejar de contemplar un
castigo venidero infinito por haber violado la ley de Dios, y a acudir
a Jesús, el Salvador que le perdonaba sus pecados. "En lugar de
martirizarte por tus faltas, échate en los brazos del Redentor. Confía
en El, en la justicia de Su vida, en la expiación de Su muerte....
Escucha al Hijo de Dios, que se hizo hombre para asegurarte el favor
divino." "¡Ama a quien primero te amó!"—Id., cap. 4. Así se expresaba
este mensajero de la misericordia. Sus palabras hicieron honda
impresión en el ánimo de Lutero. Después de larga lucha contra los
errores que por tanto tiempo albergara, pudo asirse de la verdad y la
paz reinó en su alma atormentada.
Lutero fue ordenado sacerdote y se le llamó del claustro a una cátedra
de la universidad de Wittenberg. Allí se dedicó al estudio de las
Santas Escrituras en las lenguas originales. Comenzó a dar
conferencias sobre la Biblia, y de este modo, el libro de los Salmos,
los Evangelios y las epístolas fueron abiertos al entendimiento de
multitudes de oyentes que escuchaban aquellas enseñanzas con verdadero
deleite. Staupitz, su amigo y superior, le instaba a que ocupara el
púlpito y predicase la Palabra de Dios. Lutero vacilaba, sintiéndose
indigno de hablar al pueblo en lugar de Cristo. Sólo después de larga
lucha consigo mismo se rindió a las súplicas de sus amigos. Era ya
poderoso en las Sagradas Escrituras y la gracia del Señor descansaba
sobre él. Su elocuencia cautivaba a los oyentes, la claridad y el
poder con que presentaba la verdad persuadía a todos y su fervor
conmovía los corazones.
Lutero seguía siendo hijo sumiso de la iglesia papal y no pensaba
cambiar. La providencia de Dios le llevó a hacer una visita a Roma.
Emprendió el viaje a pie, hospedándose en los conventos que hallaba en
su camino. En uno de ellos, en Italia, quedó maravillado de la
magnificencia, la riqueza y el lujo que se presentaron a su vista.
Dotados de bienes propios de príncipes, vivían los monjes en
espléndidas mansiones, se ataviaban con los trajes más ricos y
preciosos y se regalaban suntuosa mesa. Consideró Lutero todo aquello
que tanto contrastaba con la vida de abnegación y de privaciones que
él llevaba, y se quedó perplejo.
Finalmente vislumbró en lontananza la ciudad de las siete colinas. Con
profunda emoción, cayó de rodillas y, levantando las manos hacia el
cielo, exclamó: "¡Salve Roma santa!"—Id., cap. 6. Entró en la ciudad,
visitó las iglesias, prestó oídos a las maravillosas narraciones de
los sacerdotes y de los monjes y cumplió con todas las ceremonias de
ordenanza. Por todas partes veía escenas que le llenaban de extrañeza
y horror. Notó que había iniquidad entre todas las clases del clero.
Oyó a los sacerdotes contar chistes indecentes y se escandalizó de la
espantosa profanación de que hacían gala los prelados aun en el acto
de decir misa. Al mezclarse con los monjes y con el pueblo descubrió
en ellos una vida de disipación y lascivia. Doquier volviera la cara,
tropezaba con libertinaje y corrupción en vez de santidad. "Sin verlo"
escribió él, "no se podría creer que en Roma se cometan pecados y
acciones infames; y por lo mismo acostumbran decir: ‘Si hay un
infierno, no puede estar en otra parte que debajo de Roma; y de este
abismo salen todos los pecados.’" —Ibid.
Por decreto expedido poco antes prometía el papa indulgencia a todo
aquel que subiese de rodillas la "escalera de Pilato" que se decía ser
la misma que había pisado nuestro Salvador al bajar del tribunal
romano, y que, según aseguraban, había sido llevada de Jerusalén a
Roma de un modo milagroso. Un día, mientras estaba Lutero subiendo
devotamente aquellas gradas, recordó de pronto estas palabras que como
trueno repercutieron en su corazón: "El justo vivirá por la fe."
Romanos 1: 17. Púsose de pronto de pie y huyó de aquel lugar sintiendo
vergüenza y horror. Ese pasaje bíblico no dejó nunca de ejercer
poderosa influencia en su alma. Desde entonces vio con más claridad
que nunca el engaño que significa para el hombre confiar en sus obras
para su salvación y cuán necesario es tener fe constante en los
méritos de Cristo. Sus ojos se habían abierto y ya no se cerrarían
jamás para dar crédito a los engaños del papado. Al apartarse de Roma
sus miradas, su corazón se apartó también, y desde entonces la
separación se hizo más pronunciada, hasta que Lutero concluyó por
cortar todas sus relaciones con la iglesia papal.
Después de su regreso de Roma, recibió Lutero en la universidad de
Wittenberg el grado de doctor en teología. Tenía pues mayor libertad
que antes para consagrarse a las Santas Escrituras, que tanto amaba.
Había formulado el voto solemne de estudiar cuidadosamente y de
predicar con toda fidelidad y por toda la vida la Palabra de Dios, y
no los dichos ni las doctrinas de los papas. Ya no sería en lo
sucesivo un mero monje, o profesor, sino el heraldo autorizado de la
Biblia. Había sido llamado como pastor para apacentar el rebaño de
Dios que estaba hambriento y sediento de la verdad. Declaraba
firmemente que los cristianos no debieran admitir más doctrinas que
las que tuviesen apoyo en la autoridad de las Sagradas Escrituras.
Estas palabras minaban los cimientos en que descansaba la supremacía
papal. Contenían los principios vitales de la Reforma.
Lutero advirtió que era peligroso ensalzar las doctrinas de los
hombres en lugar de la Palabra de Dios. Atacó resueltamente la
incredulidad especulativa de los escolásticos y combatió la filosofía
y la teología que por tanto tiempo ejercieran su influencia dominadora
sobre el pueblo. Denunció el estudio de aquellas disciplinas no sólo
como inútil sino como pernicioso, y trató de apartar la mente de sus
oyentes de los sofismas de los filósofos y de los teólogos y de hacer
que se fijasen más bien en las eternas verdades expuestas por los
profetas y los apóstoles.
Era muy precioso el mensaje que Lutero daba a las ansiosas
muchedumbres que pendían de sus palabras. Nunca antes habían oído tan
hermosas enseñanzas. Las buenas nuevas de un amante Salvador, la
seguridad del perdón y de la paz por medio de Su sangre expiatoria,
regocijaban los corazones e inspiraban en todos una esperanza de vida
inmortal. Encendióse así en Wittenberg una luz cuyos rayos iban a
esparcirse por todas partes del mundo y que aumentaría en esplendor
hasta el fin de los tiempos.
Pero la luz y las tinieblas no pueden conciliarse. Entre el error y la
verdad media un conflicto inevitable. Sostener y defender uno de ellos
es atacar y vencer al otro. Nuestro Salvador ya lo había declarado:
"No vine a traer paz, sino espada." Mateo 10:34. Y el mismo Lutero
dijo pocos años después de principiada la Reforma: "No me conducía
Dios, sino que me impelía y me obligaba; yo no era dueño de mí mismo;
quería permanecer tranquilo, y me veía lanzado en medio de tumultos y
revoluciones."—D’Aubigné, lib. 5, cap. 2. En aquella época de su vida
estaba a punto de verse obligado a entrar en la contienda.
La iglesia romana hacía comercio con la gracia de Dios. Las mesas de
los cambistas (Mateo 21:12) habían sido colocadas junto a los altares
y llenaba el aire la gritería de los que compraban y vendían. Con el
pretexto de reunir fondos para la erección de la iglesia de San Pedro
en Roma, se ofrecían en venta pública, con autorización del papa,
indulgencias por el pecado. Con el precio de los crímenes se iba a
construir un templo para el culto divino, y la piedra angular se
echaba sobre cimientos de iniquidad. Empero los mismos medios que
adoptara Roma para engrandecerse fueron los que hicieron caer el golpe
mortal que destruyó su poder y su soberbia. Aquellos medios fueron lo
que exasperó al más abnegado y afortunado de los enemigos del papado,
y le hizo iniciar la lucha que estremeció el trono de los papas e hizo
tambalear la triple corona en la cabeza del pontífice.
El encargado de la venta de indulgencias en Alemania, un monje llamado
Tetzel, era reconocido como culpable de haber cometido las más viles
ofensas contra la sociedad y contra la ley de Dios; pero habiendo
escapado del castigo que merecieran sus crímenes, recibió el encargo
de propagar los planes mercantiles y nada escrupulosos del papa. Con
atroz cinismo divulgaba las mentiras más desvergonzadas y contaba
leyendas maravillosas para engañar al pueblo ignorante, crédulo y
supersticioso. Si hubiese tenido éste la Biblia no se habría dejado
engañar. Pero para poderlo sujetar bajo el dominio del papado, y para
acrecentar el poderío y los tesoros de los ambiciosos jefes de la
iglesia, se le había privado de la Escritura. (Véase Gieseler, A
Compendium of Ecclesiastical History, período 4, sec. 1, párr. 5.)
Cuando entraba Tetzel en una ciudad, iba delante de él un mensajero
gritando: "La gracia de Dios y la del padre santo están a las puertas
de la ciudad."—D’Aubigné, lib. 3, cap. 1. Y el pueblo recibía al
blasfemo usurpador como si hubiera sido el mismo Dios que hubiera
descendido del cielo. El infame tráfico se establecía en la iglesia, y
Tetzel ponderaba las indulgencias desde el púlpito como si hubiesen
sido el más precioso don de Dios. Declaraba que en virtud de los
certificados de perdón que ofrecía, quedábanle perdonados al que
comprara las indulgencias aun aquellos pecados que desease cometer
después, y que "ni aun el arrepentimiento era necesario."— Ibid. Hasta
aseguraba a sus oyentes que las indulgencias tenían poder para salvar
no sólo a los vivos sino también a los muertos, y que en el instante
en que las monedas resonaran al caer en el fondo de su cofre, el alma
por la cual se hacía el pago escaparía del purgatorio y se dirigiría
al cielo. (Véase Hagenbach, History of the Reformation, tomo 1, pág.
96.)
Cuando Simón el Mago intentó comprar a los apóstoles el poder de hacer
milagros, Pedro le respondió: "Tu dinero perezca contigo, que piensas
que el don de Dios se gane por dinero." Hechos 8:20. Pero millares de
personas aceptaban ávidamente el ofrecimiento de Tetzel. Sus arcas se
llenaban de oro y plata. Una salvación que podía comprarse con dinero
era más fácil de obtener que la que requería arrepentimiento, fe y un
diligente esfuerzo para resistir y vencer el mal.
La doctrina de las indulgencias había encontrado opositores entre
hombres instruídos y piadosos del seno mismo de la iglesia de Roma, y
eran muchos los que no tenían fe en asertos tan contrarios a la razón
y a las Escrituras. Ningún prelado se atrevía a levantar la voz para
condenar el inicuo tráfico, pero los hombres empezaban a turbarse y a
inquietarse, y muchos se preguntaban ansiosamente si Dios no obraría
por medio de alguno de sus siervos para purificar su iglesia.
Lutero, aunque seguía adhiriéndose estrictamente al papa, estaba
horrorizado por las blasfemas declaraciones de los traficantes en
indulgencias. Muchos de sus feligreses habían comprado certificados de
perdón y no tardaron en acudir a su pastor para confesar sus pecados
esperando de él la absolución, no porque fueran penitentes y desearan
cambiar de vida, sino por el mérito de las indulgencias. Lutero les
negó la absolución y les advirtió que como no se arrepintiesen y no
reformasen su vida morirían en sus pecados. Llenos de perplejidad
recurrieron a Tetzel para quejarse de que su confesor no aceptaba los
certificados; y hubo algunos que con toda energía exigieron que les
devolviese su dinero. El fraile se llenó de ira. Lanzó las más
terribles maldiciones, hizo encender hogueras en las plazas públicas,
y declaró que "había recibido del papa la orden de quemar a los
herejes que osaran levantarse contra sus santísimas indulgencias."
(D’Aubigné, lib. 3, cap. 4.)
Lutero inició entonces resueltamente su obra como campeón de la
verdad. Su voz se oyó desde el púlpito en solemne exhortación. Expuso
al pueblo el carácter ofensivo del pecado y enseñóle que le es
imposible al hombre reducir su culpabilidad o evitar el castigo por
sus propias obras. Sólo el arrepentimiento ante Dios y la fe en Cristo
podían salvar al pecador. La gracia de Cristo no podía comprarse; era
un don gratuito. Aconsejaba a sus oyentes que no comprasen
indulgencias, sino que tuviesen fe en el Redentor crucificado. Refería
su dolorosa experiencia personal, diciéndoles que en vano había
intentado por medio de la humillación y de las mortificaciones del
cuerpo asegurar su salvación, y afirmaba que desde que había dejado de
mirarse a sí mismo y había confiado en Cristo, había alcanzado paz y
gozo para su corazón.
Viendo que Tetzel seguía con su tráfico y sus impías declaraciones,
resolvió Lutero hacer una protesta más enérgica contra semejantes
abusos. Pronto ofreciósele excelente oportunidad. La iglesia del
castillo de Wittenberg era dueña de muchas reliquias que se exhibían
al pueblo en ciertos días festivos, en ocasión de los cuales se
concedía plena remisión de pecados a los que visitasen la iglesia e
hiciesen confesión de sus culpas. De acuerdo con esto, el pueblo
acudía en masa a aquel lugar. Una de tales oportunidades, y de las más
importantes por cierto, se acercaba: la fiesta de "todos los santos."
La víspera, Lutero, uniéndose a las muchedumbres que iban a la
iglesia, fijó en las puertas del templo un papel que contenía noventa
y cinco proposiciones contra la doctrina de las indulgencias.
Declaraba además que estaba listo para defender aquellas tesis al día
siguiente en la universidad, contra cualquiera que quisiera
rebatirlas.
Estas proposiciones atrajeron la atención general. Fueron leídas y
vueltas a leer y se repetían por todas partes. Fue muy intensa la
excitación que produjeron en la universidad y en toda la ciudad.
Demostraban que jamás se había otorgado al papa ni a hombre alguno el
poder de perdonar los pecados y de remitir el castigo consiguiente.
Todo ello no era sino una farsa, un artificio para ganar dinero
valiéndose de las supersticiones del pueblo, un invento de Satanás
para destruir las almas de todos los que confiasen en tan necias
mentiras. Se probaba además con toda evidencia que el Evangelio de
Cristo es el tesoro más valioso de la iglesia, y que la gracia de Dios
revelada en él se otorga de balde a los que la buscan por medio del
arrepentimiento y de la fe.
Las tesis de Lutero desafiaban a discutir; pero nadie osó aceptar el
reto. Las proposiciones hechas por él se esparcieron luego por toda
Alemania y en pocas semanas se difundieron por todos los dominios de
la cristiandad. Muchos devotos romanistas, que habían visto y
lamentado las terribles iniquidades que prevalecían en la iglesia,
pero que no sabían qué hacer para detener su desarrollo, leyeron las
proposiciones de Lutero con profundo regocijo, reconociendo en ellas
la voz de Dios. Les pareció que el Señor extendía Su mano
misericordiosa para detener el rápido avance de la marejada de
corrupción que procedía de la sede de Roma. Los príncipes y los
magistrados se alegraron secretamente de que iba a ponerse un dique al
arrogante poder que negaba todo derecho a apelar de sus
decisiones.
Pero las multitudes supersticiosas y dadas al pecado se aterrorizaron
cuando vieron desvanecerse los sofismas que amortiguaban sus temores.
Los astutos eclesiásticos, al ver interrumpida su obra que sancionaba
el crimen, y en peligro sus ganancias, se airaron y se unieron para
sostener sus pretensiones. El reformador tuvo que hacer frente a
implacables acusadores, algunos de los cuales le culpaban de ser
violento y ligero para apreciar las cosas. Otros le acusaban de
presuntuoso, y declaraban que no era guiado por Dios, sino que obraba
a impulso del orgullo y de la audacia. "¿Quién no sabe" respondía él
"que rara vez se proclama una idea nueva sin ser tildado de orgulloso,
y sin ser acusado de buscar disputas? ... ¿Por qué fueron inmolados
Jesucristo y todos los mártires? Porque parecieron despreciar
orgullosamente la sabiduría de su tiempo y porque anunciaron
novedades, sin haber consultado previa y humildemente a los órganos de
la opinión contraria."
Y añadía: "No debo consultar la prudencia humana, sino el consejo de
Dios. Si la obra es de Dios, ¿quién la contendrá? Si no lo es ¿quién
la adelantará? ¡Ni mi voluntad, ni la de ellos, ni la nuestra, sino la
tuya, oh Padre santo, que estás en el cielo!"—Id., lib. 3, cap. 6.
A pesar de ser movido Lutero por el Espíritu de Dios para comenzar la
obra, no había de llevarla a cabo sin duros conflictos. Las censuras
de sus enemigos, la manera en que falseaban los propósitos de Lutero y
la mala fe con que juzgaban desfavorable e injustamente el carácter y
los móviles del reformador, le envolvieron como ola que todo lo
sumerge; y no dejaron de tener su efecto. Lutero había abrigado la
confianza de que los caudillos del pueblo, tanto en la iglesia como en
las escuelas se unirían con él de buen grado para colaborar en la obra
de reforma. Ciertas palabras de estímulo que le habían dirigido
algunos personajes de elevada categoría le habían infundido gozo y
esperanza. Ya veía despuntar el alba de un día mejor para la iglesia;
pero el estímulo se tornó en censura y en condenación. Muchos
dignatarios de la iglesia y del estado estaban plenamente convencidos
de la verdad de las tesis; pero pronto vieron que la aceptación de
estas verdades entrañaba grandes cambios. Dar luz al pueblo y realizar
una reforma equivalía a minar la autoridad de Roma y detener en el
acto miles de corrientes que ahora iban a parar a las arcas del
tesoro, lo que daría por resultado hacer disminuir la magnificencia y
el fausto de los eclesiásticos. Además, enseñar al pueblo a pensar y a
obrar como seres responsables, mirando sólo a Cristo para obtener la
salvación, equivalía a derribar el trono pontificio y destruir por
ende su propia autoridad. Por estos motivos rehusaron aceptar el
conocimiento que Dios había puesto a su alcance y se declararon contra
Cristo y la verdad, al oponerse a quien El había enviado para que les
iluminase.
Lutero temblaba cuando se veía a sí mismo solo frente a los más
opulentos y poderosos de la tierra. Dudaba a veces, preguntándose si
en verdad Dios le impulsaba a levantarse contra la autoridad de la
iglesia. "¿Quién era yo "escribió más tarde" para oponerme a la
majestad del papa, a cuya presencia temblaban . . . los reyes de la
tierra? . . . Nadie puede saber lo que sufrió mi corazón en los dos
primeros años, y en qué abatimiento, en qué desesperación caí muchas
veces."—Ibid. Pero no fue dejado solo en brazos del desaliento. Cuando
le faltaba la ayuda de los hombres, la esperaba de Dios solo y
aprendió así a confiar sin reserva en Su brazo todopoderoso.
A un amigo de la Reforma escribió Lutero: "No se puede llegar a
comprender las Escrituras, ni con el estudio, ni con la inteligencia;
vuestro primer deber es pues empezar por la oración. Pedid al Señor
que se digne, por Su gran misericordia, concederos el verdadero
conocimiento de Su Palabra. No hay otro intérprete de la Palabra de
Dios, que el mismo Autor de esta Palabra, según lo que ha dicho:
‘Todos serán enseñados de Dios.’ Nada esperéis de vuestros estudios ni
de vuestra inteligencia; confiad únicamente en Dios y en la influencia
de Su Espíritu. Creed a un hombre que lo ha experimentado."—Id., cap.
7. Aquí tienen una lección de vital importancia los que sienten que
Dios les ha llamado para presentar a otros en estos tiempos las
verdades grandiosas de Su Palabra. Estas verdades despertarán la
enemistad del diablo y de los hombres que tienen en mucha estimación
las fábulas inventadas por él. En la lucha contra las potencias del
mal necesitamos algo más que nuestro propio intelecto y la sabiduría
de los hombres.
Mientras que los enemigos apelaban a las costumbres y a la tradición,
o a los testimonios y a la autoridad del papa, Lutero los atacaba con
la Biblia y sólo con la Biblia. En ella había argumentos que ellos no
podían rebatir; en consecuencia, los esclavos del formalismo y de la
superstición pedían a gritos la sangre de Lutero, como los judíos
habían pedido la sangre de Cristo. "Es un hereje" decían los fanáticos
romanistas."¡Es un crimen de alta traición contra la iglesia dejar
vivir una hora más a tan horrible hereje: que preparen al punto un
cadalso para él!" —Id ., cap. 9. Pero Lutero no fue víctima del furor
de ellos. Dios le tenía reservada una tarea; y mandó a los ángeles del
cielo para que le protegiesen. Pero muchos de los que recibieron de él
la preciosa luz resultaron blanco de la ira del demonio, y por causa
de la verdad sufrieron valientemente el tormento y la muerte.
Las enseñanzas de Lutero despertaron por toda Alemania la atención de
los hombres reflexivos. Sus sermones y demás escritos arrojaban rayos
de luz que alumbraban y despertaban a miles y miles de personas. Una
fe viva fue reemplazando el formalismo muerto en que había estado
viviendo la iglesia por tanto tiempo. El pueblo iba perdiendo cada día
la confianza que había depositado en las supersticiones de Roma. Poco
a poco iban desapareciendo las vallas de los prejuicios. La Palabra de
Dios, por medio de la cual probaba Lutero cada doctrina y cada aserto,
era como una espada de dos filos que penetraba en los corazones del
pueblo. Por doquiera se notaba un gran deseo de adelanto espiritual.
En todas partes había hambre y sed de justicia como no se habían
conocido por siglos. Los ojos del pueblo, acostumbrados por tanto
tiempo a mirar los ritos humanos y a los mediadores terrenales, se
apartaban de éstos y se fijaban, con arrepentimiento y fe, en Cristo y
Cristo crucificado.
Este interés general contribuyó a despertar más los recelos de las
autoridades papales. Lutero fue citado a Roma para que contestara el
cargo de herejía que pesaba sobre él. Este mandato llenó de espanto a
sus amigos. Comprendían muy bien el riesgo que correría en aquella
ciudad corrompida y embriagada con la sangre de los mártires de Jesús.
De modo que protestaron contra su viaje a Roma y pidieron que fuese
examinado en Alemania.
Así se convino al fin y se eligió al delegado papal que debería
entender en el asunto. En las instrucciones que a éste dio el
pontífice, se hacía constar que Lutero había sido declarado ya hereje.
Se encargaba, pues, al legado que le procesara y constriñera "sin
tardanza." En caso de que persistiera firme, y el legado no lograra
apoderarse de su persona, tenía poder para "proscribirle de todos los
puntos de Alemania, así como para desterrar, maldecir y excomulgar a
todos sus adherentes." —Id., lib. 4, cap. 2. Además, para arrancar de
raíz la pestilente herejía, el papa dio órdenes a su legado de que
excomulgara a todos los que fueran negligentes en cuanto a prender a
Lutero y a sus correligionarios para entregarlos a la venganza de
Roma, cualquiera que fuera su categoría en la iglesia o en el estado,
con excepción del emperador.
Esto revela el verdadero espíritu del papado. No hay en todo el
documento un vestigio de principio cristiano ni de la justicia más
elemental. Lutero se hallaba a gran distancia de Roma; no había tenido
oportunidad para explicar o defender sus opiniones; y sin embargo,
antes que su caso fuese investigado, se le declaró sumariamente
hereje, y en el mismo día fue exhortado, acusado, juzgado y
sentenciado; ¡y todo esto por el que se llamaba padre santo, única
autoridad suprema e infalible de la iglesia y del estado!
En aquel momento, cuando Lutero necesitaba tanto la simpatía y el
consejo de un amigo verdadero, Dios en Su providencia mandó a
Melanchton a Wittenberg. Joven aún, modesto y reservado, tenía
Melanchton un criterio sano, extensos conocimientos y elocuencia
persuasiva, rasgos todos que combinados con la pureza y rectitud de su
carácter le granjeaban el afecto y la admiración de todos. Su
brillante talento no era más notable que su mansedumbre. Muy pronto
fue discípulo sincero del Evangelio a la vez que el amigo de más
confianza de Lutero y su más valioso cooperador; su dulzura, su
discreción y su formalidad servían de contrapeso al valor y a la
energía de Lutero. La unión de estos dos hombres en la obra vigorizó
la Reforma y estimuló mucho a Lutero.
Augsburgo era el punto señalado para la verificación del juicio, y
allá se dirigió a pie el reformador. Sus amigos sintieron despertarse
en sus ánimos serios temores por él. Se habían proferido amenazas sin
embozo de que le secuestrarían y le matarían en el camino, y sus
amigos le rogaban que no se arriesgara. Hasta llegaron a aconsejarle
que saliera de Wittenberg por una temporada y que se refugiara entre
los muchos que gustosamente le protegerían. Pero él no quería dejar
por nada el lugar donde Dios le había puesto. Debía seguir sosteniendo
fielmente la verdad a pesar de las tempestades que se cernían sobre
él. Sus palabras eran éstas: "Soy como Jeremías, el hombre de las
disputas y de las discordias; pero cuanto más aumentan sus amenazas,
más acrecientan mi alegría.... Han destrozado ya mi honor y mi
reputación. Una sola cosa me queda, y es mi miserable cuerpo; que lo
tomen; abreviarán así mi vida de algunas horas. En cuanto a mi alma,
no pueden quitármela. El que quiere propagar la Palabra de Cristo en
el mundo, debe esperar la muerte a cada instante."—Id., lib. 4, cap.
4.
Las noticias de la llegada de Lutero a Augsburgo dieron gran
satisfacción al legado del papa. El molesto hereje que había
despertado la atención del mundo entero parecía hallarse ya en poder
de Roma, y el legado estaba resuelto a no dejarle escapar. El
reformador no se había cuidado de obtener un salvoconducto. Sus amigos
le instaron a que no se presentase sin él y ellos mismos se prestaron
a recabarlo del emperador. El legado quería obligar a Lutero a
retractarse, o si no lo lograba, a hacer que lo llevaran a Roma para
someterle a la suerte que habían corrido Hus y Jerónimo . Así que, por
medio de sus agentes se esforzó en inducir a Lutero a que compareciese
sin salvoconducto, confiando sólo en el arbitrio del legado. El
reformador se negó a ello resueltamente. No fue sino después de
recibido el documento que le garantizaba la protección del emperador,
cuando se presentó ante el embajador papal.
Pensaron los romanistas que convenía conquistar a Lutero por una
apariencia de bondad. El legado, en sus entrevistas con él, fingió
gran amistad, pero le exigía que se sometiera implícitamente a la
autoridad de la iglesia y que cediera a todo sin reserva alguna y sin
alegar. En realidad no había sabido aquilatar el carácter del hombre
con quien tenía que habérselas. Lutero, en debida respuesta, manifestó
su veneración por la iglesia, su deseo de conocer la verdad, su
disposición para contestar las objeciones que se hicieran a lo que él
había enseñado, y que sometería sus doctrinas al fallo de ciertas
universidades de las principales. Pero, a la vez, protestaba contra la
actitud del cardenal que le exigía se retractara sin probarle primero
que se hallaba en error.
La única respuesta que se le daba era: "¡Retráctate! ¡retráctate!" El
reformador adujo que su actitud era apoyada por las Santas Escrituras,
y declaró con entereza que él no podía renunciar a la verdad. El
legado, no pudiendo refutar los argumentos de Lutero, le abrumó con un
cúmulo de reproches, burlas y palabras de adulación, con citas de las
tradiciones y dichos de los padres de la iglesia, sin dejar al
reformador oportunidad para hablar. Viendo Lutero que, de seguir así,
la conferencia resultaría inútil, obtuvo al fin que se le diera, si
bien de mala gana, permiso para presentar su respuesta por
escrito.
"De esta manera decía él, escribiendo a un amigo suyo— la persona
abrumada alcanza doble ganancia: primero, que lo escrito puede
someterse al juicio de terceros; y segundo, que hay más oportunidad
para apelar al temor, ya que no a la conciencia, de un déspota
arrogante y charlatán que de otro modo se sobrepondría con su
imperioso lenguaje."—Martyn, The Life and Times of Luther, págs. 271,
272.
En la subsiguiente entrevista, Lutero presentó una clara, concisa y
rotunda exposición de sus opiniones, bien apoyada con muchas citas
bíblicas. Este escrito, después de haberlo leído en alta voz, lo puso
en manos del cardenal, quien lo arrojó desdeñosamente a un lado,
declarando que era una mezcla de palabras tontas y de citas
desatinadas. Lutero se levantó con toda dignidad y atacó al orgulloso
prelado en su mismo terreno—el de las tradiciones y enseñanzas de la
iglesia —refutando completamente todas sus aseveraciones.
Cuando vio el prelado que aquellos razonamientos de Lutero eran
incontrovertibles, perdió el dominio sobre sí mismo y en un arrebato
de ira exclamó: "¡Retráctate! que si no lo haces, te envío a Roma,
para que comparezcas ante los jueces encargados de examinar tu caso.
Te excomulgo a ti, a todos tus secuaces, y a todos los que te son o
fueren favorables, y los expulso de la iglesia." Y en tono soberbio y
airado dijo al fin: "Retráctate o no vuelvas."—D’Aubigné, lib. 4, cap.
8.
El reformador se retiró luego junto con sus amigos, demostrando así a
las claras que no debía esperarse una retractación de su parte. Pero
esto no era lo que el cardenal se había propuesto. Se había lisonjeado
de que por la violencia obligaría a Lutero a someterse. Al quedarse
solo con sus partidarios, miró de uno a otro desconsolado por el
inesperado fracaso de sus planes.
Esta vez los esfuerzos de Lutero no quedaron sin buenos resultados. El
vasto concurso reunido allí pudo comparar a ambos hombres y juzgar por
sí mismo el espíritu que habían manifestado, así como la fuerza y
veracidad de sus asertos. ¡Cuán grande era el contraste! El
reformador, sencillo, humilde, firme, se apoyaba en la fuerza de Dios,
teniendo de su parte a la verdad; mientras que el representante del
papa, dándose importancia, intolerante, hinchado de orgullo, falto de
juicio, no tenía un solo argumento de las Santas Escrituras, y sólo
gritaba con impaciencia: "Si no te retractas, serás despachado a Roma
para que te castiguen."
No obstante tener Lutero un salvoconducto, los romanistas intentaban
apresarle. Sus amigos insistieron en que, como ya era inútil su
presencia allí, debía volver a Wittenberg sin demora y que era
menester ocultar sus propósitos con el mayor sigilo. Conforme con esto
salió de Augsburgo antes del alba, a caballo, y acompañado solamente
por un guía que le proporcionara el magistrado. Con mucho cuidado
cruzó las desiertas y obscuras calles de la ciudad. Enemigos
vigilantes y crueles complotaban su muerte. ¿Lograría burlar las redes
que le tendían? Momentos de ansiedad y de solemne oración eran
aquéllos. Llegó a una pequeña puerta, practicada en el muro de la
ciudad; le fue abierta y pasó con su guía sin impedimento alguno.
Viéndose ya seguros fuera de la ciudad, los fugitivos apresuraron su
huida y antes que el legado se enterara de la partida de Lutero, ya se
hallaba éste fuera del alcance de sus perseguidores. Satanás y sus
emisarios habían sido derrotados. El hombre a quien pensaban tener en
su poder se les había escapado, como un pájaro de la red del
cazador.
Al saber que Lutero se había ido, el legado quedó anonadado por la
sorpresa y el furor. Había pensado recibir grandes honores por su
sabiduría y aplomo al tratar con el perturbador de la iglesia, y ahora
quedaban frustradas sus esperanzas. Expresó su enojo en una carta que
dirigió a Federico, elector de Sajonia, para quejarse amargamente de
Lutero, y exigir que Federico enviase a Roma al reformador o que le
desterrase de Sajonia.
En su defensa, había pedido Lutero que el legado o el papa le
demostrara sus errores por las Santas Escrituras, y se había
comprometido solemnemente a renunciar a sus doctrinas si le probaban
que estaban en contradicción con la Palabra de Dios. También había
expresado su gratitud al Señor por haberle tenido por digno de sufrir
por tan sagrada causa.
El elector tenía escasos conocimientos de las doctrinas reformadas,
pero le impresionaban profundamente el candor, la fuerza y la claridad
de las palabras de Lutero; y Federico resolvió protegerle mientras no
le demostrasen que el reformador estaba en error. Contestando las
peticiones del prelado, dijo: "‘En vista de que el doctor Martín
Lutero compareció ante tu presencia en Augsburgo, debes estar
satisfecho. No esperábamos que, sin haberlo convencido, pretendieseis
obligarlo a retractarse. Ninguno de los sabios que se hallan en
nuestros principados, nos ha dicho que la doctrina de Martín fuese
impía, anticristiana y herética.’ Y el príncipe rehusó enviar a Lutero
a Roma y arrojarle de sus estados."—Id., cap. 10.
El elector notaba un decaimiento general en el estado moral de la
sociedad. Se necesitaba una grande obra de reforma. Las disposiciones
tan complicadas y costosas requeridas para refrenar y castigar los
delitos estarían de más si los hombres reconocieran y acataran los
mandatos de Dios y los dictados de una conciencia iluminada. Vio que
los trabajos de Lutero tendían a este fin y se regocijó secretamente
de que una influencia mejor se hiciese sentir en la iglesia.
Vio asimismo que como profesor de la universidad Lutero tenía mucho
éxito. Sólo había transcurrido un año desde que el reformador fijara
sus tesis en la iglesia del castillo, y ya se notaba una disminución
muy grande en el número de peregrinos que concurrían allí en la fiesta
de todos los santos. Roma estaba perdiendo adoradores y ofrendas; pero
al mismo tiempo había otros que se encaminaban a Wittenberg—no como
peregrinos que iban a adorar reliquias, sino como estudiantes que
invadían las escuelas para instruirse. Los escritos de Lutero habían
despertado en todas partes nuevo interés por el conocimiento de las
Sagradas Escrituras, y no sólo de todas partes de Alemania sino que
hasta de otros países acudían estudiantes a las aulas de la
universidad. Había jóvenes que, al ver a Wittenberg por vez primera,
"levantaban . . . sus manos al cielo, y alababan a Dios, porque hacía
brillar en aquella ciudad, como en otro tiempo en Sión, la luz de la
verdad, y la enviaba hasta a los países más remotos."—Ibid.
Lutero no estaba aún convertido del todo de los errores del romanismo.
Pero cuando comparaba los Sagrados Oráculos con los decretos y las
constituciones papales, se maravillaba. "Leo—escribió—los decretos de
los pontífices, y . . . no sé si el papa es el mismo Anticristo o su
apóstol, de tal manera está Cristo desfigurado y crucificado en
ellos."—Id., lib. 5, cap. 1. A pesar de esto, Lutero seguía
sosteniendo la iglesia romana y no había pensado en separarse de la
comunión de ella.
Los escritos del reformador y sus doctrinas se estaban difundiendo por
todas las naciones de la cristiandad. La obra se inició en Suiza y
Holanda. Llegaron ejemplares de sus escritos a Francia y España. En
Inglaterra recibieron sus enseñanzas como palabra de vida. La verdad
se dio a conocer en Bélgica e Italia. Miles de creyentes despertaban
de su mortal letargo y recibían el gozo y la esperanza de una vida de
fe.
Roma se exasperaba más y más con los ataques de Lutero, y de entre los
más encarnizados enemigos de éste y aun de entre los doctores de las
universidades católicas, hubo quienes declararon que no se imputaría
pecado al que matase al rebelde monje. Cierto día, un desconocido se
acercó al reformador con una pistola escondida debajo de su manto y le
preguntó por qué iba solo. "Estoy en manos de Dios—contestó Lutero;—
El es mi fuerza y mi amparo. ¿Qué puede hacerme el hombre
mortal?"—Id., lib. 6, cap. 2. Al oír estas palabras el hombre se
demudó y huyó como si se hubiera hallado en presencia de los ángeles
del cielo.
Roma estaba resuelta a aniquilar a Lutero, pero Dios era su defensa.
Sus doctrinas se oían por doquiera, "en las cabañas, en los conventos,
. . . en los palacios de los nobles, en las academias, y en la corte
de los reyes;" y aun hubo hidalgos que se levantaron por todas partes
para sostener los esfuerzos del reformador.—Ibid .
Por aquel tiempo fue cuando Lutero, al leer las obras de Hus,
descubrió que la gran verdad de la justificación por la fe, que él
mismo enseñaba y sostenía, había sido expuesta por el reformador
bohemio. "¡Todos hemos sido husitas—dijo Lutero,—aunque sin saberlo;
Pablo, Agustín y yo mismo!" Y añadía: "¡Dios pedirá cuentas al mundo,
porque la verdad fue predicada hace ya un siglo, y la
quemaron!"—Wylie, lib. 6, ap. 1.
En un llamamiento que dirigió Lutero al emperador y a la nobleza de
Alemania en pro de la reforma del cristianismo, decía refiriéndose al
papa: "Es una cosa horrible contemplar al que se titula vicario de
Jesucristo ostentando una magnificencia superior a la de los
emperadores. ¿Es esto parecerse al pobre Jesús o al humilde Pedro? ¡El
es, dicen, el señor del mundo! Mas Cristo, del cual se jacta ser el
vicario, dijo: ‘Mi reino no es de este mundo.’ El reino de un vicario
¿se extendería más allá que el de su Señor?"—D’Aubigné, lib. 6, cap.
3.
Hablando de las universidades, decía: "Temo mucho que las
universidades sean unas anchas puertas del infierno, si no se aplican
cuidadosamente a explicar la Escritura Santa y grabarla en el corazón
de la juventud. Yo no aconsejaré a nadie que coloque a su hijo donde
no reine la Escritura Santa. Todo instituto donde los hombres no están
constantemente ocupados con la Palabra de Dios se
corromperá."—Ibid.
Este llamamiento circuló con rapidez por toda Alemania e influyó
poderosamente en el ánimo del pueblo. La nación entera se sentía
conmovida y muchos se apresuraban a alistarse bajo el estandarte de la
Reforma. Los opositores de Lutero que se consumían en deseos de
venganza, exigían que el papa tomara medidas decisivas contra él. Se
decretó que sus doctrinas fueran condenadas inmediatamente. Se
concedió un plazo de sesenta días al reformador y a sus
correligionarios, al cabo de los cuales, si no se retractaban, serían
todos excomulgados.
Fue un tiempo de crisis terrible para la Reforma. Durante siglos la
sentencia de excomunión pronunciada por Roma había sumido en el terror
a los monarcas más poderosos, y había llenado los más soberbios
imperios con desgracias y desolaciones. Aquellos sobre quienes caía la
condenación eran mirados con espanto y horror; quedaban incomunicados
de sus semejantes y se les trataba como a bandidos a quienes se debía
perseguir hasta exterminarlos. Lutero no ignoraba la tempestad que
estaba a punto de desencadenarse sobre él; pero se mantuvo firme,
confiando en que Cristo era su escudo y fortaleza. Con la fe y el
valor de un mártir, escribía: "¿Qué va a suceder? No lo sé, ni me
interesa saberlo.... Sea donde sea que estalle el rayo, permanezco sin
temor, ni una hoja del árbol cae sin el beneplácito de nuestro Padre
celestial; ¡cuánto menos nosotros! Es poca cosa morir por el Verbo,
pues que este Verbo se hizo carne y murió por nosotros; con El
resucitaremos, si con El morimos; y pasando por donde pasó, llegaremos
adonde llegó, y moraremos con El durante la eternidad."—Id., cap.
9.
Cuando tuvo conocimiento de la bula papal, dijo: "La desprecio y la
ataco como impía y mentirosa.... El mismo Cristo es quien está
condenado en ella.... Me regocijo de tener que sobrellevar algunos
males por la más justa de las causas. Me siento ya más libre en mi
corazón; pues sé finalmente que el papa es el Anticristo, y que su
silla es la de Satanás."—Ibid.
Sin embargo el decreto de Roma no quedó sin efecto. La cárcel, el
tormento y la espada eran armas poderosas para imponer la obediencia.
Los débiles y los supersticiosos temblaron ante el decreto del papa, y
si bien era general la simpatía hacia Lutero, muchos consideraron que
la vida era demasiado cara para arriesgarla en la causa de la Reforma.
Todo parecía indicar que la obra del reformador iba a terminar.
Pero Lutero se mantuvo intrépido. Roma había lanzado sus anatemas
contra él, y el mundo pensaba que moriría o se daría por vencido. Pero
con irresistible fuerza Lutero devolvió a Roma la sentencia de
condenación, y declaró públicamente que había resuelto separarse de
ella para siempre. En presencia de gran número de estudiantes,
doctores y personas de todas las clases de la sociedad, quemó Lutero
la bula del papa con las leyes canónicas, las decretales y otros
escritos que daban apoyo al poder papal. "Al quemar mis libros—dijo
él,—mis enemigos han podido causar mengua a la verdad en el ánimo de
la plebe y destruir sus almas; por esto yo también he destruido sus
libros. Ha principiado una lucha reñida; hasta aquí no he hecho sino
chancear con el papa; principié esta obra en nombre de Dios, y ella se
acabará sin mí y por Su poder."—Id., cap. 10.
A los escarnios de sus enemigos que le desafiaban por la debilidad de
su causa, contestaba Lutero: "¿Quién puede decir que no sea Dios el
que me ha elegido y llamado; y que ellos al menospreciarme no debieran
temer que están menospreciando a Dios mismo? Moisés iba solo a la
salida de Egipto; Elías estaba solo, en los días del rey Acab; Isaías
solo en Jerusalén; Ezequiel solo en Babilonia ... Dios no escogió
jamás por profeta, ni al sumo sacerdote, ni a otro personaje
distinguido, sino que escogió generalmente a hombres humildes y
menospreciados, y en cierta ocasión a un pastor, Amós. En todo tiempo
los santos debieron, con peligro de su vida, reprender a los grandes,
a los reyes, a los príncipes, a los sacerdotes y a los sabios ... Yo
no digo que soy un profeta, pero digo que deben temer precisamente
porque yo soy solo, y porque ellos son muchos. De lo que estoy cierto
es de que la palabra de Dios está conmigo y no con ellos."—Ibid.
No fue sino después de haber sostenido una terrible lucha en su propio
corazón, cuando se decidió finalmente Lutero a separarse de la
iglesia. En aquella época de su vida, escribió lo siguiente: "Cada día
comprendo mejor lo difícil que es para uno desprenderse de los
escrúpulos que le fueron imbuídos en la niñez. ¡Oh! ¡cuánto no me ha
costado, a pesar de que me sostiene la Santa Escritura, convencerme de
que es mi obligación encararme yo solo con el papa y presentarlo como
el Anticristo! ¡Cuántas no han sido las tribulaciones de mi corazón!
¡Cuántas veces no me he hecho a mí mismo con amargura la misma
pregunta que he oído frecuentemente de labios de los papistas! ‘¿Tú
solo eres sabio? ¿Todos los demás están errados? ¿Qué sucederá si al
fin de todo eres tú el que estás en error y envuelves en el engaño a
tantas almas que serán condenadas por toda la eternidad?’ Así luché yo
contra mí mismo y contra Satanás, hasta que Cristo, por Su Palabra
infalible, fortaleció mi corazón contra estas dudas."—Martyn, págs.
372, 373.
El papa había amenazado a Lutero con la excomunión si no se
retractaba, y la amenaza se cumplió. Se expidió una nueva bula para
publicar la separación definitiva de Lutero de la iglesia romana. Se
le declaraba maldito por el cielo, y se incluía en la misma
condenación a todos los que recibiesen sus doctrinas. La gran lucha se
iniciaba de lleno.
La oposición es la suerte que les toca a todos aquellos a quienes
emplea Dios para que prediquen verdades aplicables especialmente a su
época. Había una verdad presente o de actualidad en los días de
Lutero—una verdad que en aquel tiempo revestía especial importancia; y
así hay ahora una verdad de actualidad para la iglesia en nuestros
días. Al Señor que hace todas las cosas de acuerdo con Su voluntad le
ha agradado colocar a los hombres en diversas condiciones y
encomendarles deberes particulares, propios del tiempo en que viven y
según las circunstancias de que estén rodeados. Si ellos aprecian la
luz que se les ha dado, obtendrán más amplia percepción de la verdad.
Pero hoy día la mayoría no tiene más deseo de la verdad que los
papistas enemigos de Lutero. Existe hoy la misma disposición que
antaño para aceptar las teorías y tradiciones de los hombres antes que
las palabras de Dios. Y los que esparcen hoy este conocimiento de la
verdad no deben esperar encontrar más aceptación que la que tuvieron
los primeros reformadores. El gran conflicto entre la verdad y la
mentira, entre Cristo y Satanás, irá aumentando en intensidad a medida
que se acerque el fin de la historia de este mundo.
Jesús había dicho a Sus discípulos: "Si fueseis del mundo, el mundo os
amaría como a cosa suya; mas por cuanto no sois del mundo, sino que yo
os he escogido del mundo, por esto os odia el mundo. Acordaos de
aquella palabra que os dije: El siervo no es mayor que su Señor. Si me
han perseguido a mí, a vosotros también os perseguirán; si han
guardado mi palabra, guardarán también la vuestra." Juan 15:19, 20. Y
en otra ocasión había dicho abiertamente: "¡Ay de vosotros cuando
todos los hombres hablaren bien de vosotros! pues que del mismo modo
hacían los padres de ellos con los falsos profetas." Lucas 6:26. En
nuestros días el espíritu del mundo no está más en armonía con el
espíritu de Cristo que en tiempos antiguos; y los que predican la
Palabra de Dios en toda su pureza no encontrarán mejor acogida ahora
que entonces. Las formas de oposición a la verdad pueden cambiar, la
enemistad puede ser menos aparente en sus ataques porque es más sutil;
pero existe el mismo antagonismo que seguirá manifestándose hasta el
fin de los siglos.
EXAMINAD LA PALABRA
"Escudriñad las Escrituras, ya que pensáis tener en ellas la vida
eterna. Ellas son las que dan testimonio de mí." Juan 5:39
"Estos fueron más nobles que los de Tesalónica, pues recibieron la
Palabra de todo corazón, y examinaban cada día las Escrituras, para
ver si esas cosas eran así." Hechos 17:11,
"¡Dichoso el que lee las palabras de esta profecía, y dichosos los que
la oyen, y guardan lo que está escrito en ella, porque el tiempo está
cerca!" Apocalipsis 1:3
"Y pido que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria,
os dé espíritu de sabiduría y de revelación para que lo conozcáis
mejor." Efesios 1:17
"Si clamas a la inteligencia, y a la prudencia das tu voz, si la
buscas como a la plata, y la procuras como a tesoros escondidos,
entonces entenderás el respeto al Eterno, y hallarás el conocimiento
de Dios." Proverbios 2:3-5
"El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es
de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta." Juan 7:17
"Pero el Ayudador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi
Nombre, os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he
dicho." Juan 14:26
"Por las cuales nos son dadas preciosas y grandísimas promesas, para
que por ellas fueseis hechos participantes de la naturaleza divina,
habiendo huído de la corrupción que está en el mundo por
concupiscencia." 2 Pedro 1:4.
"Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda
espada de dos filos: y que alcanza hasta partir el alma, y aun el
espíritu, y las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y
las intenciones del corazón." Hebreos 4:12: