Hace muchos años hubo un grupo de gente que vivía en las montañas del
sur de Europa. Ellos amaban a Dios y sus Biblias, y como resultado
fueron perseguidos y cazados por su fe. ¿Qué causó todo esto? ¿Cómo
sobrevivieron? ¿Sobrevivieron?
Cuánto debe el mundo a estos hombres, la posteridad jamás sabrá. Ud.
está a punto de leer la historia de un pueblo que la historia trató de
borrar–la historia de los Valdenses—
AUNQUE sumida la tierra en tinieblas durante el largo período de la
supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por completo.
En todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su
fe en Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que
reconocían la Biblia como única regla de su vida y santificaban el
verdadero día de reposo. Nunca sabrá la posteridad cuánto debe el
mundo a esos hombres. Se les marcaba como a herejes, los móviles que
los inspiraban eran impugnados, su carácter difamado y sus escritos
prohibidos, adulterados o mutilados. Sin embargo permanecieron firmes,
y de siglo en siglo conservaron pura su fe, como herencia sagrada para
las generaciones futuras.
La historia del pueblo de Dios durante los siglos de obscuridad que
siguieron a la supremacía de Roma, está escrita en el cielo, aunque
ocupa escaso lugar en las crónicas de la humanidad. Pocas son las
huellas que de su existencia pueden encontrarse fuera de las que se
encuentran en las acusaciones de sus perseguidores. La política de
Roma consistió en hacer desaparecer toda huella de oposición a sus
doctrinas y decretos. Trató de destruir todo lo que era herético, bien
se tratase de personas o de escritos. Las simples expresiones de duda
u objeciones acerca de la autoridad de los dogmas papales bastaban
para quitarle la vida al rico o al pobre, al poderoso o al humilde.
Igualmente se esforzó Roma en destruir todo lo que denunciase su
crueldad contra los disidentes. Los concilios papales decretaron que
los libros o escritos que hablasen sobre el particular fuesen
quemados. Antes de la invención de la imprenta eran pocos los libros,
y su forma no se prestaba para conservarlos, de modo que los
romanistas encontraron pocos obstáculos para llevar a cabo sus
propósitos.
Ninguna iglesia que estuviese dentro de los límites de la jurisdicción
romana gozó mucho tiempo en paz de su libertad de conciencia. No bien
se hubo hecho dueño del poder el papado, extendió los brazos para
aplastar a todo el que rehusara reconocer su gobierno; y una tras otra
las iglesias se sometieron a su dominio.
En Gran Bretaña el cristianismo primitivo había echado raíces desde
muy temprano. El Evangelio recibido por los habitantes de este país en
los primeros siglos no se había corrompido con la apostasía de Roma.
La persecución de los emperadores paganos, que se extendió aún hasta
aquellas remotas playas, fue el único don que las primeras iglesias de
Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos de los cristianos que huían de
la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; de allí la
verdad fue llevada a Irlanda, y en todos esos países fue recibida con
gozo.
Luego que los sajones invadieron a Gran Bretaña, el paganismo llegó a
predominar. Los conquistadores desdeñaron ser instruídos por sus
esclavos, y los cristianos tuvieron que refugiarse en los páramos. No
obstante la luz, escondida por algún tiempo, siguió ardiendo. Un siglo
más tarde brilló en Escocia con tal intensidad que se extendió a muy
lejanas tierras. De Irlanda salieron el piadoso Colombano y sus
colaboradores, los que, reuniendo en su derredor a los creyentes
esparcidos en la solitaria isla de Iona, establecieron allí el centro
de sus trabajos misioneros. Entre estos evangelistas había uno que
observaba el Sábado bíblico, y así se introdujo esta verdad entre la
gente. Se fundó en Iona una escuela de la que fueron enviados
misioneros no sólo a Escocia e Inglaterra, sino a Alemania, Suiza y
aun a Italia.
Roma empero había puesto los ojos en Gran Bretaña y resuelto someterla
a su supremacía. En el siglo Vl, sus misioneros emprendieron la
conversión de los sajones paganos. Recibieron favorable acogida por
parte de los altivos bárbaros a quienes indujeron por miles a profesar
la fe romana. A medida que progresaba la obra, los jefes papales y sus
secuaces tuvieron encuentros con los cristianos primitivos. Se vió
entonces un contraste muy notable. Eran estos cristianos primitivos
sencillos y humildes, cuyo carácter y cuyas doctrinas y costumbres se
ajustaban a las Escrituras, mientras que los discípulos de Roma ponían
de manifiesto la superstición, la arrogancia y la pompa del papado. El
emisario de Roma exigió de estas iglesias cristianas que reconociesen
la supremacía del soberano pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña
respondieron humildemente que ellos deseaban amar a todo el mundo,
pero que el papa no tenía derecho de supremacía en la iglesia y que
ellos no podían rendirle más que la sumisión que era debida a
cualquier discípulo de Cristo. Varias tentativas se hicieron para
conseguir que se sometiesen a Roma, pero estos humildes cristianos,
espantados del orgullo que ostentaban los emisarios papales,
respondieron con firmeza que ellos no reconocían a otro jefe que a
Cristo. Entonces se reveló el verdadero espíritu del papado. El
enviado católico romano les dijo: "Si no recibís a los hermanos que os
traen paz, recibiréis a los enemigos que os traerán guerra; si no os
unís con nosotros para mostrar a los sajones el camino de vida,
recibiréis de ellos el golpe de muerte."—J. H. Merle d’Aubigné,
Histoire de la Réformation du seizieme siecle, (París, 1835-53), libro
17, cap. 2. No fueron vanas estas amenazas. La guerra, la intriga y el
engaño se emplearon contra estos testigos que sostenían una fe
bíblica, hasta que las iglesias de la primitiva Inglaterra fueron
destruídas u obligadas a someterse a la autoridad del papa.
En los países que estaban fuera de la jurisdicción de Roma existieron
por muchos siglos grupos de cristianos que permanecieron casi
enteramente libres de la corrupción papal. Rodeados por el paganismo,
con el transcurso de los años fueron afectados por sus errores; no
obstante siguieron considerando la Biblia como la única regla de fe y
adhiriéndose a muchas de sus verdades. Creían estos cristianos en el
carácter perpetuo de la ley de Dios y observaban el Sábado del cuarto
mandamiento. Hubo en el Africa central y entre los armenios de Asia
iglesias que mantuvieron esta fe y esta observancia.
Mas entre los que resistieron las intrusiones del poder papal, los
valdenses fueron los que más sobresalieron. En el mismo país en donde
el papado asentara sus reales fue donde encontraron mayor oposición su
falsedad y corrupción. Las iglesias del Piamonte mantuvieron su
independencia por algunos siglos, pero al fin llegó el tiempo en que
Roma insistió en que se sometieran. Tras larga serie de luchas
inútiles, los jefes de estas iglesias reconocieron aunque de mala gana
la supremacía de aquel poder al que todo el mundo parecía rendir
homenaje. Hubo sin embargo algunos que rehusaron sujetarse a la
autoridad de papas o prelados. Determinaron mantenerse leales a Dios y
conservar la pureza y sencillez de su fe. Se efectuó una separación.
Los que permanecieron firmes en la antigua fe se retiraron; algunos,
abandonando sus tierras de los Alpes, alzaron el pendón de la verdad
en países extraños; otros se refugiaron en los valles solitarios y en
los baluartes peñascosos de las montañas, y allí conservaron su
libertad para adorar a Dios.
La fe que por muchos siglos sostuvieron y enseñaron los cristianos
valdenses contrastaba notablemente con las doctrinas falsas de Roma.
De acuerdo con el sistema verdaderamente cristiano, fundaban su
creencia religiosa en la Palabra de Dios escrita. Pero esos humildes
campesinos en sus obscuros retiros, alejados del mundo y sujetos a
penosísimo trabajo diario entre sus rebaños y viñedos, no habían
llegado de por sí al conocimiento de la verdad que se oponía a los
dogmas y herejías de la iglesia apóstata. Su fe no era una fe nueva.
Su creencia en materia de religión la habían heredado de sus padres.
Luchaban en pro de la fe de la iglesia apostólica,— "la fe que ha sido
una vez dada a los santos." Judas :3. "La iglesia del desierto," y no
la soberbia jerarquía que ocupaba el trono de la gran capital, era la
verdadera iglesia de Cristo, la depositaria de los tesoros de verdad
que Dios confiara a su pueblo para que los diera al mundo.
Entre las causas principales que motivaron la separación entre la
verdadera iglesia y Roma, se contaba el odio de ésta hacia el Sábado
bíblico. Como se había predicho en la profecía, el poder papal echó
por tierra la verdad. La ley de Dios fue pisoteada mientras que las
tradiciones y las costumbres de los hombres eran ensalzadas. Se obligó
a las iglesias que estaban bajo el gobierno del papado a honrar el
domingo como día santo. Entre los errores y la superstición que
prevalecían, muchos de los verdaderos hijos de Dios se encontraban tan
confundidos, que a la vez que observaban el Sábado se abstenían de
trabajar el domingo. Mas esto no satisfacía a los jefes papales. No
sólo exigían que se santificara el domingo sino que se profanara el
Sábado; y acusaban en los términos más violentos a los que se atrevían
a honrarlo. Sólo huyendo del poder de Roma era posible obedecer en paz
a la ley de Dios.
Los valdenses se contaron entre los primeros de todos los pueblos de
Europa que poseyeron una traducción de las Santas Escrituras.
Centenares de años antes de la Reforma tenían ya la Biblia manuscrita
en su propio idioma. Tenían pues la verdad sin adulteración y esto los
hizo objeto especial del odio y de la persecución. Declaraban que la
iglesia de Roma era la Babilonia apóstata del Apocalipsis, y con
peligro de sus vidas se oponían a su influencia y principios
corruptores. Aunque bajo la presión de una larga persecución, algunos
sacrificaron su fe e hicieron poco a poco concesiones en sus
principios distintivos, otros se aferraron a la verdad. Durante siglos
de obscuridad y apostasía, hubo valdenses que negaron la supremacía de
Roma, que rechazaron como idolátrico el culto a las imágenes y que
guardaron el verdadero día de reposo. Conservaron su fe en medio de la
más violenta y tempestuosa oposición. Aunque degollados por la espada
de Saboya y quemados en la hoguera romanista, defendieron con firmeza
la Palabra de Dios y su honor.
Tras los elevados baluartes de sus montañas, refugio de los
perseguidos y oprimidos en todas las edades, hallaron los valdenses
seguro escondite. Allí se mantuvo encendida la luz de la verdad en
medio de la obscuridad de la Edad Media. Allí los testigos de la
verdad conservaron por mil años la antigua fe.
Dios había provisto para su pueblo un santuario de terrible grandeza
como convenía a las grandes verdades que les había confiado. Para
aquellos fieles desterrados, las montañas eran un emblema de la
justicia inmutable de Jehová. Señalaban a sus hijos aquellas altas
cumbres que a manera de torres se erguían en inalterable majestad y
les hablaban de Aquel en quien no hay mudanza ni sombra de variación,
cuya palabra es tan firme como los montes eternos. Dios había afirmado
las montañas y las había ceñido de fortaleza, ningún brazo podía
removerlas de su lugar, sino sólo el del Poder infinito. Asimismo
había establecido su ley, fundamento de su gobierno en el cielo y en
la tierra. El brazo del hombre podía alcanzar a sus semejantes y
quitarles la vida, pero antes podría desarraigar las montañas de sus
cimientos y arrojarlas al mar que modificar un precepto de la ley de
Jehová, o borrar una de las promesas hechas a los que cumplen su
voluntad. En su fidelidad a la ley, los siervos de Dios tenían que ser
tan firmes como las inmutables montañas.
Los montes que circundaban sus hondos valles atestiguaban
constantemente el poder creador de Dios y constituían una garantía de
la protección que él les deparaba. Aquellos peregrinos aprendieron a
cobrar cariño a esos símbolos mudos de la presencia de Jehová. No se
quejaban por las dificultades de su vida; y nunca se sentían solos en
medio de la soledad de los montes. Daban gracias a Dios por haberles
dado un refugio donde librarse de la crueldad y de la ira de los
hombres. Se regocijaban de poder adorarle libremente. Muchas veces,
cuando eran perseguidos por sus enemigos, sus fortalezas naturales
eran su segura defensa. En más de un encumbrado risco cantaron las
alabanzas de Dios, y los ejércitos de Roma no podían acallar sus
cantos de acción de gracias.
Pura, sencilla y ferviente fue la piedad de estos discípulos de
Cristo. Apreciaban los principios de verdad más que las casas, las
tierras, los amigos y parientes, más que la vida misma. Trataban
ansiosamente de inculcar estos principios en los corazones de los
jóvenes. Desde su más tierna edad, éstos recibían instrucción en las
Sagradas Escrituras y se les enseñaba a considerar sagrados los
requerimientos de la ley de Dios. Los ejemplares de la Biblia eran
raros; por eso se aprendían de memoria sus preciosas palabras. Muchos
podían recitar grandes porciones del Antiguo Testamento y del Nuevo.
Los pensamientos referentes a Dios se asociaban con las escenas
sublimes de la naturaleza y con las humildes bendiciones de la vida
cotidiana. Los niños aprendían a ser agradecidos a Dios como al
dispensador de todos los favores y de todos los consuelos.
Como padres tiernos y afectuosos, amaban a sus hijos con demasiada
inteligencia para acostumbrarlos a la complacencia de los apetitos.
Les esperaba una vida de pruebas y privaciones y tal vez el martirio.
Desde niños se les acostumbraba a sufrir penurias, a ser sumisos y,
sin embargo, capaces de pensar y obrar por sí mismos. Desde temprano
se les enseñaba a llevar responsabilidades, a hablar con prudencia y a
apreciar el valor del silencio. Una palabra indiscreta que llegara a
oídos del enemigo, podía no sólo hacer peligrar la vida del que la
profería, sino la de centenares de sus hermanos; porque así como los
lobos acometen su presa, los enemigos de la verdad perseguían a los
que se atrevían a abogar por la libertad de la fe religiosa.
Los valdenses habían sacrificado su prosperidad mundana por causa de
la verdad y trabajaban con incansable paciencia para conseguirse el
pan. Aprovechaban cuidadosamente todo pedazo de suelo cultivable entre
las montañas, y hacían producir a los valles y a las faldas de los
cerros menos fértiles. La economía y la abnegación más rigurosa
formaban parte de la educación que recibían los niños como único
legado. Se les enseñaba que Dios había determinado que la vida fuese
una disciplina y que sus necesidades sólo podían ser satisfechas
mediante el trabajo personal, la previsión, el cuidado y la fe. Este
procedimiento era laborioso y fatigoso, pero saludable. Es
precisamente lo que necesita el hombre en su condición caída, la
escuela que Dios le proveyó para su
educación y desarrollo.
Mientras que se acostumbraba a los jóvenes al trabajo y a las
privaciones, no se descuidaba la cultura de su inteligencia. Se les
enseñaba que todas sus facultades pertenecían a Dios y que todas
debían ser aprovechadas y desarrolladas para servirle.
En su pureza y sencillez, las iglesias valdenses se asemejaban a la
iglesia de los tiempos apostólicos. Rechazaban la supremacía de papas
y prelados, y consideraban la Biblia como única autoridad suprema e
infalible. En contraste con el modo de ser de los orgullosos
sacerdotes de Roma, sus pastores seguían el ejemplo de su Maestro que
"no vino para ser servido, sino para servir." Apacentaban el rebaño
del Señor conduciéndolo por verdes pastos y a las fuentes de agua de
vida de su santa Palabra. Alejado de los monumentos, de la pompa y de
la vanidad de los hombres, el pueblo se reunía, no en soberbios
templos ni en suntuosas catedrales, sino a la sombra de los montes, en
los valles de los Alpes, o en tiempo de peligro en sitios peñascosos
semejantes a fortalezas, para escuchar las palabras de verdad de
labios de los siervos de Cristo. Los pastores no sólo predicaban el
Evangelio, sino que visitaban a los enfermos, catequizaban a los
niños, amonestaban a los que andaban extraviados y trabajaban para
resolver las disputas y promover la armonía y el amor fraternal. En
tiempo de paz eran sostenidos por las ofrendas voluntarias del pueblo;
pero a imitación de Pablo que hacía tiendas, todos aprendían algún
oficio o profesión con que sostenerse en caso necesario.
Los pastores impartían instrucción a los jóvenes. A la vez que se
atendían todos los ramos de la instrucción, la Biblia era para ellos
el estudio principal. Aprendían de memoria los Evangelios de Mateo y
de Juan y muchas de las epístolas. Se ocupaban también en copiar las
Santas Escrituras. Algunos manuscritos contenían la Biblia entera y
otros solamente breves trozos escogidos, a los cuales agregaban
algunas sencillas explicaciones del texto los que eran capaces de
exponer las Escrituras. Así se sacaban a luz los tesoros de la verdad
que por tanto tiempo habían ocultado los que querían elevarse a sí
mismos sobre Dios.
Trabajando con paciencia y tenacidad en profundas y obscuras cavernas
de la tierra, alumbrándose con antorchas, copiaban las Sagradas
Escrituras, versículo por versículo, y capítulo por capítulo. Así
proseguía la obra y la Palabra revelada de Dios brillaba como oro
puro; pero sólo los que se empeñaban en esa obra podían discernir
cuánto más pura, radiante y bella era aquella luz por efecto de las
grandes pruebas que sufrían ellos. Angeles del cielo rodeaban a tan
fieles servidores.
Satanás había incitado a los sacerdotes del papa a que sepultaran la
Palabra de verdad bajo los escombros del error, la herejía y la
superstición; pero ella conservó de un modo maravilloso su pureza a
través de todas las edades tenebrosas. No llevaba la marca del hombre
sino el sello de Dios. Incansables han sido los esfuerzos del hombre
para obscurecer la sencillez y claridad de las Santas Escrituras y
para hacerles contradecir su propio testimonio, pero a semejanza del
arca que flotó sobre las olas agitadas y profundas, la Palabra de Dios
cruza ilesa las tempestades que amenazan destruirla. Como las minas
tienen ricas vetas de oro y plata ocultas bajo la superficie de la
tierra, de manera que todo el que quiere hallar el precioso depósito
debe forzosamente cavar para encontrarlo, así también contienen las
Sagradas Escrituras tesoros de verdad que sólo se revelan a quien los
busca con sinceridad, humildad y abnegación. Dios se había propuesto
que la Biblia fuese un libro de instrucción para toda la humanidad en
la niñez, en la juventud y en la edad adulta, y que fuese estudiada en
todo tiempo. Dió su Palabra a los hombres como una revelación de Sí
mismo. Cada verdad que vamos descubriendo es una nueva revelación del
carácter de su Autor. El estudio de las Sagradas Escrituras es el
medio divinamente instituído para poner a los hombres en comunión más
estrecha con su Creador y para darles a conocer más claramente su
voluntad. Es el medio de comunicación entre Dios y el hombre.
Si bien los valdenses consideraban el temor de Dios como el principio
de la sabiduría, no dejaban de ver lo importante que es tratar con el
mundo, conocer a los hombres y llevar una vida activa para desarrollar
la inteligencia y para despertar las percepciones. De sus escuelas en
las montañas enviaban algunos jóvenes a las instituciones de saber de
las ciudades de Francia e Italia, donde encontraban un campo más vasto
para estudiar, pensar y observar, que el que encontraban en los Alpes
de su tierra. Los jóvenes así enviados estaban expuestos a las
tentaciones, presenciaban de cerca los vicios y tropezaban con los
astutos agentes de Satanás que les insinuaban las herejías más sutiles
y los más peligrosos engaños. Pero habían recibido desde la niñez una
sólida educación que los preparara convenientemente para hacer frente
a todo esto.
En las escuelas adonde iban no debían intimar con nadie. Su ropa
estaba confeccionada de tal modo que podía muy bien ocultar el mayor
de sus tesoros: los preciosos manuscritos de las Sagradas Escrituras.
Estos, que eran el fruto de meses y años de trabajo, los llevaban
consigo, y, siempre que podían hacerlo sin despertar sospecha, ponían
cautelosamente alguna porción de la Biblia al alcance de aquellos cuyo
corazón parecía dispuesto a recibir la verdad. La juventud valdense
era educada con tal objeto desde el regazo de la madre; comprendía su
obra y la desempeñaba con fidelidad. En estas casas de estudios se
ganaban conversos a la verdadera fe, y con frecuencia se veía que sus
principios compenetraban toda la escuela; con todo, los dirigentes
papales no podían encontrar, ni aun apelando a minuciosa
investigación, la fuente de lo que ellos llamaban herejía
corruptora.
El espíritu de Cristo es un espíritu misionero. El primer impulso del
corazón regenerado es el de traer a otros también al Salvador. Tal era
el espíritu de los cristianos valdenses. Comprendían que Dios no
requería de ellos tan sólo que conservaran la verdad en su pureza en
sus propias iglesias, sino que hicieran honor a la solemne
responsabilidad de hacer que su luz iluminara a los que estaban en
tinieblas. Con el gran poder de la Palabra de Dios procuraban
destrozar el yugo que Roma había impuesto. Los ministros valdenses
eran educados como misioneros, y a todos los que pensaban dedicarse al
ministerio se les exigía primero que adquiriesen experiencia como
evangelistas. Todos debían servir tres años en alguna tierra de misión
antes de encargarse de alguna iglesia en la suya. Este servicio, que
desde el principio requería abnegación y sacrificio, era una
preparación adecuada para la vida que los pastores llevaban en
aquellos tiempos de prueba. Los jóvenes que eran ordenados para el
sagrado ministerio no veían en perspectiva ni riquezas ni gloria
terrenales, sino una vida de trabajo y peligro y quizás el martirio.
Los misioneros salían de dos en dos como Jesús se lo mandara a sus
discípulos. Casi siempre se asociaba a un joven con un hombre de edad
madura y de experiencia, que le servía de guía y de compañero y que se
hacía responsable de su educación, exigiéndose del joven que fuera
sumiso a la enseñanza. No andaban siempre juntos, pero con frecuencia
se reunían para orar y conferenciar, y de este modo se fortalecían uno
a otro en la fe.
Dar a conocer el objeto de su misión hubiera bastado para asegurar su
fracaso. Así que ocultaban cuidadosamente su verdadero carácter. Cada
ministro sabía algún oficio o profesión, y los misioneros llevaban a
cabo su trabajo ocultándose bajo las apariencias de una vocación
secular. Generalmente escogían el oficio de comerciantes o buhoneros.
"Traficaban en sedas, joyas y en otros artículos que en aquellos
tiempos no era fácil conseguir, a no ser en distantes emporios, y se
les daba la bienvenida como comerciantes allí donde se les habría
despreciado como misioneros." (Wylie, libro 1, cap. 7.) Constantemente
elevaban su corazón a Dios pidiéndole sabiduría para poder exhibir a
las gentes un tesoro más precioso que el oro y que las joyas que
vendían. Llevaban siempre ocultos ejemplares de la Biblia entera, o
porciones de ella, y siempre que se presentaba la oportunidad llamaban
la atención de sus clientes a dichos manuscritos. Con frecuencia
despertaban así el interés por la lectura de la Palabra de Dios y con
gusto dejaban algunas porciones de ella a los que deseaban
tenerlas.
La obra de estos misioneros empezó al pie de sus montañas, en las
llanuras y valles que los rodeaban, pero se extendió mucho más allá de
esos límites. Descalzos y con ropa tosca y desgarrada por las
asperezas del camino, como la de su Maestro, pasaban por grandes
ciudades y se internaban en lejanas tierras. En todas partes esparcían
la preciosa semilla. Doquiera fueran se levantaban iglesias, y la
sangre de los mártires daba testimonio de la verdad. El día de Dios
pondrá de manifiesto una rica cosecha de almas segada por aquellos
hombres tan fieles. A escondidas y en silencio la Palabra de Dios se
abría paso por la cristiandad y encontraba buena acogida en los
hogares y en los corazones de los hombres.
Para los valdenses, las Sagradas Escrituras no contenían tan sólo los
anales del trato que Dios tuvo con los hombres en lo pasado y una
revelación de las responsabilidades y deberes de lo presente, sino una
manifestación de los peligros y glorias de lo porvenir. Creían que no
distaba mucho el fin de todas las cosas, y al estudiar la Biblia con
oración y lágrimas tanto más los impresionaban sus preciosas
enseñanzas y la obligación que tenían de dar a conocer a otros sus
verdades. Veían claramente revelado en las páginas sagradas el plan de
la salvación, y hallaban consuelo, esperanza y paz, creyendo en Jesús.
A medida que la luz iluminaba su entendimiento y alegraba sus
corazones, deseaban con ansia ver derramarse sus rayos sobre aquellos
que se hallaban en la obscuridad del error papal.
Veían que muchos, guiados por el papa y los sacerdotes, se esforzaban
en vano por obtener el perdón mediante las mortificaciones que
imponían a sus cuerpos por el pecado de sus almas. Como se les
enseñaba a confiar en sus buenas obras para obtener la salvación, se
fijaban siempre en sí mismos, pensando continuamente en lo pecaminoso
de su condición, viéndose expuestos a la ira de Dios, afligiendo su
cuerpo y su alma sin encontrar alivio. Así es como las doctrinas de
Roma tenían sujetas a las almas concienzudas. Millares abandonaban
amigos y parientes y se pasaban la vida en las celdas de un convento.
Trataban en vano de hallar paz para sus conciencias con repetidos
ayunos y crueles azotes y vigilias, postrados por largas horas sobre
las losas frías y húmedas de sus tristes habitaciones, con largas
peregrinaciones, con sacrificios humillantes y con horribles torturas.
Agobiados por el sentido del pecado y perseguidos por el temor de la
ira vengadora de Dios, muchos se sometían a padecimientos hasta que la
naturaleza exhausta concluía por sucumbir y bajaban al sepulcro sin un
rayo de luz o de esperanza.
Los valdenses ansiaban compartir el pan de vida con estas almas
hambrientas, presentarles los mensajes de paz contenidos en las
promesas de Dios y enseñarles a Cristo como su única esperanza de
salvación. Tenían por falsa la doctrina de que las buenas obras pueden
expiar la transgresión de la ley de Dios. La confianza que se deposita
en el mérito humano hace perder de vista el amor infinito de Cristo.
Jesús murió en sacrificio por el hombre porque la raza caída no tiene
en sí misma nada que pueda hacer valer ante Dios. Los méritos de un
Salvador crucificado y resucitado son el fundamento de la fe del
cristiano. El alma depende de Cristo de una manera tan real, y su
unión con él debe ser tan estrecha como la de un miembro con el cuerpo
o como la de un pámpano con la vid.
Las enseñanzas de los papas y de los sacerdotes habían inducido a los
hombres a considerar el carácter de Dios, y aun el de Cristo, como
austero, tétrico y antipático. Se representaba al Salvador tan
desprovisto de toda simpatía hacia los hombres caídos, que era
necesario invocar la mediación de los sacerdotes y de los santos.
Aquellos cuya inteligencia había sido iluminada por la Palabra de Dios
ansiaban mostrar a estas almas que Jesús es un Salvador compasivo y
amante, que con los brazos abiertos invita a que vayan a él todos los
cargados de pecados, cuidados y cansancio. Anhelaban derribar los
obstáculos que Satanás había ido amontonando para impedir a los
hombres que viesen las promesas y fueran directamente a Dios para
confesar sus pecados y obtener perdón y paz.
Los misioneros valdenses se empeñaban en descubrir a los espíritus
investigadores las verdades preciosas del Evangelio, y con muchas
precauciones les presentaban porciones de las Santas Escrituras
esmeradamente escritas. Su mayor gozo era infundir esperanza a las
almas sinceras y agobiadas por el peso del pecado, que no podían ver
en Dios más que un juez justiciero y vengativo. Con voz temblorosa y
lágrimas en los ojos y muchas veces hincados de hinojos, presentaban a
sus hermanos las preciosas promesas que revelaban la única esperanza
del pecador. De este modo la luz de la verdad penetraba en muchas
mentes obscurecidas, disipando las nubes de tristeza hasta que el Sol
de Justicia brillaba en el corazón impartiendo salud con sus rayos.
Frecuentemente leían una y otra vez alguna parte de las Sagradas
Escrituras a petición del que escuchaba, que quería asegurarse de que
había oído bien. Lo que se deseaba en forma especial era la repetición
de estas palabras: "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo
pecado." 1 Juan 1:7. "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto,
así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo
aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna."
Juan 3:14, 15.
Muchos no se dejaban engañar por los asertos de Roma. Comprendían la
nulidad de la mediación de hombres o ángeles en favor del pecador.
Cuando la aurora de la luz verdadera alumbraba su entendimiento
exclamaban con alborozo: "Cristo es mi sacerdote, su sangre es mi
sacrificio, su altar es mi confesionario." Confiaban plenamente en los
méritos de Jesús, y repetían las palabras: "Sin fe es imposible
agradar a Dios." Hebreos 11:6. "Porque no hay otro nombre debajo del
cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos." Hechos
4:12.
La seguridad del amor del Salvador era cosa que muchas de estas pobres
almas agitadas por los vientos de la tempestad no podían concebir. Tan
grande era el alivio que les traía, tan inmensa la profusión de luz
que sobre ellos derramaba, que se creían arrebatados al cielo. Con
plena confianza ponían su mano en la de Cristo; sus pies se asentaban
sobre la Roca de los siglos. Perdían todo temor a la muerte. Ya podían
ambicionar la cárcel y la hoguera si por su medio podían honrar el
nombre de su Redentor.
En lugares secretos la Palabra de Dios era así sacada a luz y leída a
veces a una sola alma, y en ocasiones a algún pequeño grupo que
deseaba con ansias la luz y la verdad. Con frecuencia se pasaba toda
la noche de esa manera. Tan grandes eran el asombro y la admiración de
los que escuchaban, que el mensajero de la misericordia, con no poca
frecuencia se veía obligado a suspender la lectura hasta que el
entendimiento llegara a darse bien cuenta del mensaje de salvación. A
menudo se proferían palabras como éstas: "¿Aceptará Dios en verdad mi
ofrenda?" "¿Me mirará con ternura?" "¿Me perdonará?" La respuesta que
se les leía era: "¡Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os daré descanso!" Mateo 11:28.
La fe se aferraba de las promesas, y se oía esta alegre respuesta: "Ya
no habrá que hacer más peregrinaciones, ni viajes penosos a los
santuarios. Puedo acudir a Jesús, tal como soy, pecador e impío,
seguro de que no desechará la oración de arrepentimiento. ‘Los pecados
te son perdonados.’ ¡Los míos, sí, aun los míos pueden ser
perdonados!"
Un raudal de santo gozo llenaba el corazón, y el nombre de Jesús era
ensalzado con alabanza y acción de gracias. Esas almas felices volvían
a sus hogares a derramar luz, para contar a otros, lo mejor que
podían, lo que habían experimentado y cómo habían encontrado el
verdadero Camino. Había un poder extraño y solemne en las palabras de
la Santa Escritura que hablaba directamente al corazón de aquellos que
anhelaban la verdad. Era la voz de Dios que llevaba el convencimiento
a los que oían.
El mensajero de la verdad proseguía su camino; pero su apariencia
humilde, su sinceridad, su formalidad y su fervor profundo se
prestaban a frecuentes observaciones. En muchas ocasiones sus oyentes
no le preguntaban de dónde venía ni adónde iba. Tan embargados se
hallaban al principio por la sorpresa y después por la gratitud y el
gozo, que no se les ocurría hacerle preguntas. Cuando le habían
instado a que los acompañara a sus casas, les había contestado que
debía primero ir a visitar las ovejas perdidas del rebaño. ¿Sería un
ángel del cielo? se preguntaban.
En muchas ocasiones no se volvía a ver al mensajero de la verdad. Se
había marchado a otras tierras, o su vida se consumía en algún
calabozo desconocido, o quizá sus huesos blanqueaban en el sitio mismo
donde había muerto dando testimonio por la verdad. Pero las palabras
que había pronunciado no podían desvanecerse. Hacían su obra en el
corazón de los hombres, y sólo en el día del juicio se conocerán
plenamente sus preciosos resultados.
Los misioneros valdenses invadían el reino de Satanás y los poderes de
las tinieblas se sintieron incitados a mayor vigilancia. Cada esfuerzo
que se hacía para que la verdad avanzara era observado por el príncipe
del mal, y éste atizaba los temores de sus agentes. Los caudillos
papales veían peligrar su causa debido a los trabajos de estos
humildes viandantes. Si permitían que la luz de la verdad brillara sin
impedimento, disiparía las densas nieblas del error que envolvían a la
gente; guiaría los espíritus de los hombres hacia Dios solo y
destruiría al fin la supremacía de Roma.
La misma existencia de estos creyentes que guardaban la fe de la
primitiva iglesia era un testimonio constante contra la apostasía de
Roma, y por lo tanto despertaba el odio y la persecución más
implacables. Era además una ofensa que Roma no podía tolerar el que se
negasen a entregar las Sagradas Escrituras. Determinó raerlos de la
superficie de la tierra. Entonces empezaron las más terribles cruzadas
contra el pueblo de Dios en sus hogares de las montañas. Lanzáronse
inquisidores sobre sus huellas, y la escena del inocente Abel cayendo
ante el asesino Caín repitióse con frecuencia.
Una y otra vez fueron asolados sus feraces campos, destruídas sus
habitaciones y sus capillas, de modo que de lo que había sido campos
florecientes y hogares de cristianos sencillos y hacendosos no quedaba
más que un desierto. Como la fiera que se enfurece más y más al probar
la sangre, así se enardecía la saña de los siervos del papa con los
sufrimientos de sus víctimas. A muchos de estos testigos de la fe pura
se les perseguía por las montañas y se les cazaba por los valles donde
estaban escondidos, entre bosques espesos y cumbres rocosas.
Ningún cargo se le podía hacer al carácter moral de esta gente
proscrita. Sus mismos enemigos la tenían por gente pacífica, sosegada
y piadosa. Su gran crimen consistía en que no querían adorar a Dios
conforme a la voluntad del papa. Y por este crimen se les infligía
todos los ultrajes, humillaciones y torturas que los hombres o los
demonios podían inventar.
Una vez que Roma resolvió exterminar la secta odiada, el papa expidió
una bula en que condenaba a sus miembros como herejes y los entregaba
a la matanza. ( Véase el Apéndice.) No se les acusaba de holgazanes,
ni de deshonestos, ni de desordenados, pero se declaró que tenían una
apariencia de piedad y santidad que seducía "a las ovejas del
verdadero rebaño." Por lo tanto el papa ordenó que si "la maligna y
abominable secta de malvados," rehusaba abjurar, "fuese aplastada como
serpiente venenosa." (Wylie, lib. 16, cap. 1.) ¿Esperaba este altivo
potentado tener que hacer frente otra vez a estas palabras? ¿Sabría
que se hallaban archivadas en los libros del cielo para confundirle en
el día del juicio? "En cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños
de éstos mis hermanos—dijo Jesús,— a mí lo hicisteis." Mateo
25:40.
En aquella bula se convocaba a todos los miembros de la iglesia a
participar en una cruzada contra los herejes. Como incentivo para
persuadirlos a que tomaran parte en tan despiadada empresa, "absolvía
de toda pena o penalidad eclesiástica, tanto general como particular,
a todos los que se unieran a la cruzada, quedando de hecho libres de
cualquier juramento que hubieran prestado; declaraba legítimos sus
títulos sobre cualquiera propiedad que hubieran adquirido ilegalmente,
y prometía la remisión de todos sus pecados a aquellos que mataran a
cualquier hereje. Anulaba todo contrato hecho en favor de los
valdenses; ordenaba a los criados de éstos que los abandonasen;
prohibía a todos que les prestasen ayuda de cualquiera clase y los
autorizaba para tomar posesión de sus propiedades." (Wylie, lib. 16,
cap. 1.) Este documento muestra a las claras qué espíritu satánico
obraba detrás del escenario; es el rugido del dragón, y no la voz de
Cristo, lo que en él se dejaba oír.
Los jefes papales no quisieron conformar su carácter con el gran
modelo dado en la ley de Dios, sino que levantaron modelo a su gusto y
determinaron obligar a todos a ajustarse a éste porque así lo había
dispuesto Roma. Se perpetraron las más horribles tragedias. Los
sacerdotes y papas corrompidos y blasfemos hacían la obra que Satanás
les señalara. No había cabida para la misericordia en sus corazones.
El mismo espíritu que crucificara a Cristo y que matara a los
apóstoles, el mismo que impulsara al sanguinario Nerón contra los
fieles de su tiempo, estaba empeñado en exterminar a aquellos que eran
amados de Dios.
Las persecuciones que por muchos siglos cayeron sobre esta gente
temerosa de Dios fueron soportadas por ella con una paciencia y
constancia que honraban a su Redentor. No obstante las cruzadas
lanzadas contra ellos y la inhumana matanza a que fueron entregados,
siguieron enviando a sus misioneros a diseminar la preciosa verdad. Se
los buscaba para darles muerte; y con todo, su sangre regó la semilla
sembrada, que no dejó de dar fruto.
De esta manera fueron los valdenses testigos de Dios siglos antes del
nacimiento de Lutero. Esparcidos por muchas tierras, arrojaron la
semilla de la Reforma que brotó en tiempo de Wiclef, se desarrolló y
echó raíces en días de Lutero, para seguir creciendo hasta el fin de
los tiempos mediante el esfuerzo de todos cuantos estén listos para
sufrirlo todo "a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de
Jesús." Apocalipsis 1:9.
"Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en medio del cual el
Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del
Señor, que él ganó con su propia sangre. Sé que después de mi partida
entrarán entre vosotros lobos rapaces, que no perdonarán el rebaño. Y
de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñarán cosas
perversas, para arrastrar a los discípulos en pos de sí. Por tanto,
velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no cesé de
amonestar con lágrimas a cada uno." Hechos 20:28-31.
"Nadie os engañe en ninguna manera, porque ese día no vendrá sin que
antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo
de perdición, que se opondrá y exaltará contra todo lo que se llama
Dios, o que se adora; hasta sentarse en el templo de Dios, como Dios,
haciéndose pasar por Dios. ¿No os acordáis que cuando estaba todavía
con vosotros, os decía esto? Ahora sabéis lo que impide que a su
tiempo se manifieste. Porque el misterio de iniquidad ya está obrando,
sólo espera que sea quitado de en medio el que ahora lo detiene." 2
Tesalonicenses 2:3-7.
"Este mismo cuerno tenía ojos, y boca que hablaba grandezas, y su
parecer mayor que el de sus compañeros. Y veía yo que este cuerno
hacía guerra contra los santos, y los vencía," Daniel 7:20-21.
"Entonces el dragón fue airado contra la mujer; y se fue a hacer
guerra contra los otros de la simiente de ella, los cuales guardan los
mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesucristo."
Apocalipsis 12:17.