Por trescientos años la Iglesia Cristiana primitiva sufrió una
terrible persecución; luego en el año 311 de Cristo, llegó la paz y
las cosas cambiaron. Constantino, el emperador del Imperio Romano,
decidió, por razones políticas, hacerse amigo de la iglesia–y el
resultado cambió la historia para siempre—
Empezó la transigencia, la conformidad, y la persecución de los que
antes habían sido hermanos. Gradualmente la iglesia tomó todos los
pasos hacia abajo. Veamos cuáles fueron esos pasos.
El apóstol Pablo, en su segunda carta a los Tesalonicenses predijo la
gran apostasía que había de resultar en el establecimiento del poder
papal. Declaró, respecto al día de Cristo: "Ese día no puede venir,
sin que venga primero la apostasía y sea revelado el hombre de pecado,
el hijo de perdición; el cual se opone a Dios, y se ensalza sobre todo
lo que se llama Dios, o que es objeto de culto; de modo que se siente
en el templo de Dios, ostentando que él es Dios." 2 Tesalonicenses: 3,
4. Y además el apóstol advierte a sus hermanos que "el misterio de
iniquidad está ya obrando." (Vers. 7.) Ya en aquella época veía él que
se introducían en la iglesia errores que prepararían el camino para el
desarrollo del papado.
Poco a poco, primero solapadamente y a hurtadillas, y después con más
desembozo, conforme iba cobrando fuerza y dominio sobre los espíritus
de los hombres, "el misterio de iniquidad" hizo progresar su obra
engañosa y blasfema. De un modo casi imperceptible las costumbres del
paganismo penetraron en la iglesia cristiana. El espíritu de avenencia
y de transacción fue coartado por algún tiempo por las terribles
persecuciones que sufriera la iglesia bajo el régimen del paganismo.
Mas habiendo cesado la persecución y habiendo penetrado el
cristianismo en las cortes y palacios, la iglesia dejó a un lado la
humilde sencillez de Cristo y de sus apóstoles por la pompa y el
orgullo de los sacerdotes y gobernantes paganos, y substituyó los
requerimientos de Dios por las teorías y tradiciones de los hombres.
La conversión nominal de Constantino, a principios del siglo cuarto,
causó gran regocijo; y el mundo, disfrazado con capa de rectitud, se
introdujo en la iglesia. Desde entonces la obra de corrupción progresó
rápidamente. El paganismo que parecía haber sido vencido, vino a ser
el vencedor. Su espíritu dominó a la iglesia. Sus doctrinas,
ceremonias y supersticiones se incorporaron a la fe y al culto de los
que profesaban ser discípulos de Cristo.
Esta avenencia entre el paganismo y el cristianismo dió por resultado
el desarrollo del "hombre de pecado" predicho en la profecía como
oponiéndose a Dios y ensalzándose a sí mismo sobre Dios. Ese
gigantesco sistema de falsa religión es obra maestra del poder de
Satanás, un monumento de sus esfuerzos para sentarse él en el trono y
reinar sobre la tierra según su voluntad.
Satanás se había esforzado una vez por hacer transigir a Cristo. Vino
adonde estaba el Hijo de Dios en el desierto para tentarle, y
mostrándole todos los reinos del mundo y su gloria, ofreció
entregárselo todo con tal que reconociera la supremacía del príncipe
de las tinieblas. Cristo reprendió al presuntuoso tentador y le obligó
a marcharse. Pero al presentar las mismas tentaciones a los hombres,
Satanás obtiene más éxito. A fin de asegurarse honores y ganancias
mundanas, la iglesia fue inducida a buscar el favor y el apoyo de los
grandes de la tierra, y habiendo rechazado de esa manera a Cristo,
tuvo que someterse al representante de Satanás, el obispo de Roma.
Una de las principales doctrinas del romanismo enseña que el papa es
cabeza visible de la iglesia universal de Cristo, y que fue investido
de suprema autoridad sobre los obispos y los pastores de todas las
partes del mundo. Aun más, al papa se le han dado los títulos propios
de la divinidad. Se le ha titulado "Señor Dios el Papa," y se le ha
declarado infalible. Exige que todos los hombres le rindan homenaje.
La misma pretensión que sostuvo Satanás cuando tentó a Cristo en el
desierto, la sostiene aún por medio de la iglesia de Roma, y muchos
son los que están dispuestos a rendirle homenaje.
Empero los que temen y reverencian a Dios, resisten esa pretensión,
que es un desafío al Cielo, como resistió Cristo las instancias del
astuto enemigo: "¡Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás!"
Lucas 4:8. Dios no ha hecho alusión alguna en su Palabra a que él haya
elegido a un hombre para que sea la cabeza de la iglesia. La doctrina
de la supremacía papal se opone abiertamente a las enseñanzas de las
Santas Escrituras. Sólo por usurpación puede el papa ejercer autoridad
sobre la iglesia de Cristo.
Los romanistas se han empeñado en acusar a los protestantes de herejía
y de haberse separado caprichosamente de la verdadera iglesia. Pero
estos cargos recaen más bien sobre ellos mismos. Ellos son los que
arriaron la bandera de Cristo y se apartaron de "la fe que ha sido una
vez dada a los santos." Judas 3.
Bien sabía Satanás que las Sagradas Escrituras capacitarían a los
hombres para discernir los engaños de él y para oponerse a su poder.
Por medio de la Palabra fue como el mismo Salvador del mundo resistió
los ataques del tentador. A cada asalto suyo, Cristo presentaba el
escudo de la verdad eterna diciendo: "Escrito está." A cada sugestión
del adversario oponía él la sabiduría y el poder de la Palabra. Para
mantener su poder sobre los hombres y establecer la autoridad del
usurpador papal, Satanás necesita que ellos ignoren las Santas
Escrituras. La Biblia ensalza a Dios y coloca a los hombres, seres
finitos, en su verdadero sitio; por consiguiente hay que esconder y
suprimir sus verdades sagradas. Esta fue la lógica que adoptó la
iglesia romana. Por centenares de años fue prohibida la circulación de
la Biblia. No se permitía a la gente que la leyese ni que la tuviese
en sus casas, y sacerdotes y prelados sin principios interpretaban las
enseñanzas de ella para sostener sus pretensiones. Así fue como el
papa vino a ser reconocido casi universalmente como vicegerente de
Dios en la tierra, dotado de autoridad sobre la iglesia y el
estado.
Una vez suprimido lo que descubría el error, Satanás hizo lo que
quiso. La profecía había declarado que el papado pensaría "mudar los
tiempos y la ley." Daniel 7:25. No tardó en iniciar esta obra. Para
dar a los convertidos del paganismo algo que equivaliera al culto de
los ídolos y para animarles a que aceptaran nominalmente el
cristianismo, se introdujo gradualmente en el culto cristiano la
adoración de imágenes y de reliquias. Este sistema de idolatría fue
definitivamente sancionado por decreto de un concilio general. Para
remate de su obra sacrílega, Roma se atrevió a borrar de la ley de
Dios el segundo mandamiento, que prohibe la adoración de las imágenes
y a dividir en dos el último mandamiento para conservar el número de
éstos.
El espíritu de concesión al paganismo fomentó aún más el desprecio de
la autoridad del cielo. Obrando por medio de directores inconversos de
la iglesia, Satanás atentó también contra el cuarto mandamiento y
trató de echar a un lado el antiguo Sábado, el día que Dios había
bendecido y santificado Génesis 2:2, 3, para colocar en su lugar el
día festivo observado por los paganos como "el venerable día del
sol."
Este intento no se hizo al principio abiertamente. En los primeros
siglos el verdadero día de reposo, el Sábado, había sido guardado por
todos los cristianos, los cuales siendo celosos de la honra de Dios y
creyendo que su ley es inmutable, respetaban escrupulosamente la
santidad de sus preceptos. Pero Satanás procedió con gran sutileza por
medio de sus agentes para llegar al fin que se propusiera. Para llamar
la atención de las gentes hacia el domingo, fue declarado día de
fiesta en honor de la resurrección de Cristo. Se celebraban servicios
religiosos en ese día; no obstante se lo consideraba como día de
recreo, y seguía guardándose piadosamente el Sábado.
Con el fin de preparar el terreno para la realización de sus fines,
Satanás indujo a los judíos, antes del advenimiento de Cristo, a que
recargasen el Sábado con las más rigurosas exigencias, de modo que su
observancia fuese una pesada carga. Aprovechándose luego de la falsa
luz bajo la cual lo había hecho considerar, hízolo despreciar como
institución judaica. Mientras que los cristianos seguían observando
generalmente el domingo como día de fiesta alegre, el diablo los
indujo a hacer del Sábado un día de ayuno, de tristeza y de
abatimiento para hacer patente su odio al judaísmo.
A principios del siglo IV el emperador Constantino expidió un decreto
que hacía del domingo un día de fiesta pública en todo el imperio
Romano. El día del sol fue reverenciado por sus súbditos paganos y
honrado por los cristianos; pues era política del emperador conciliar
los intereses del paganismo y del cristianismo que se hallaban en
pugna. Los obispos de la iglesia, inspirados por su ambición y su sed
de dominio, le hicieron obrar así, pues comprendieron que si el mismo
día era observado por cristianos y paganos, éstos llegarían a aceptar
nominalmente el cristianismo y ello redundaría en beneficio del poder
y de la gloria de la iglesia. Pero a pesar de que muchos cristianos
piadosos fueron poco a poco inducidos a reconocer cierto carácter
sagrado al domingo, no dejaron de considerar el verdadero Sábado como
el día santo del Señor ni de observarlo en cumplimiento del cuarto
mandamiento.
Pero no paró aquí la obra del jefe engañador. Había resuelto reunir al
mundo cristiano bajo su bandera y ejercer su poder por medio de su
vicario, el orgulloso pontífice, que aseveraba ser el representante de
Cristo. Realizó su propósito valiéndose de paganos semiconvertidos, de
prelados ambiciosos y de eclesiásticos amigos del mundo. Convocábanse
de vez en cuando grandes concilios, en que se reunían los dignatarios
de la iglesia de todas partes del mundo. Casi en cada concilio el día
de reposo que Dios había instituído era deprimido un poco más en tanto
que el domingo era exaltado en igual proporción. Así fue como la
fiesta pagana llegó a ser honrada como institución divina, mientras
que el Sábado de la Biblia era declarado reliquia del judaísmo y se
pronunciaba una maldición sobre sus observadores.
El gran apóstata había logrado ensalzarse a sí mismo "sobre todo lo
que se llama Dios, o que es objeto de culto." 2 Tesalonicenses 2:4. Se
había atrevido a alterar el único precepto de la ley divina que señala
de un modo infalible a toda la humanidad al Dios viviente y verdadero.
En el cuarto mandamiento Dios es dado a conocer como el Creador de los
cielos y de la tierra y distinto por lo tanto de todos los dioses
falsos. Como monumento conmemorativo de la obra de la creación fue
santificado el día séptimo como día de descanso para el hombre. Estaba
destinado a recordar siempre a los hombres que el Dios viviente es
fuente de toda existencia y objeto de reverencia y adoración. Satanás
se esfuerza por disuadir a los hombres de que se sometan a Dios y
obedezcan a su ley; y por lo tanto dirige sus golpes especialmente
contra el mandamiento que presenta a Dios como al Creador.
Los protestantes alegan ahora que la resurrección de Cristo en el
domingo convirtió a dicho día en el día del Señor. Pero las Santas
Escrituras en nada confirman este modo de ver. Ni Cristo ni sus
apóstoles confirieron semejante honor a ese día. La observancia del
domingo como institución cristiana tuvo su origen en aquel "misterio
de iniquidad" (vers.7), que ya había iniciado su obra en los días de
Pablo. ¿Dónde y cuándo adoptó el Señor a este hijo del papado? ¿Qué
razón válida puede darse en favor de un cambio que las Santas
Escrituras no sancionan?
En el siglo VI el papado concluyó por afirmarse. El asiento de su
poder quedó definitivamente fijado en la ciudad imperial, cuyo obispo
fue proclamado cabeza de toda la iglesia. El paganismo había dejado el
lugar al papado. El dragón dió a la bestia "su poder y su trono, y
grande autoridad." Apocalipsis 13:2; Entonces empezaron a correr los
1,260 años de la opresión papal predicha en las profecías de Daniel y
en el Apocalipsis. Daniel 7:25; Apocalipsis 13:5-7. Los cristianos se
vieron obligados a optar entre sacrificar su integridad y aceptar el
culto y las ceremonias papales, o pasar la vida encerrados en los
calabozos o morir en el tormento, en la hoguera o bajo el hacha del
verdugo. Entonces se cumplieron las palabras de Jesús: "Seréis
entregados aun de vuestros padres, y hermanos, y parientes, y amigos;
y matarán a algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de todos por
causa de mi nombre." Lucas 21:16, 17. La persecución se desencadenó
sobre los fieles con furia jamás conocida hasta entonces, y el mundo
vino a ser un vasto campo de batalla. Por centenares de años la
iglesia de Cristo no halló más refugio que en la reclusión y en la
obscuridad. Así lo dice el profeta: "Y la mujer huyó al desierto,
donde tiene lugar aparejado de Dios, para que allí la mantengan mil
doscientos y sesenta días." Apocalipsis 12:6.
El advenimiento de la iglesia romana al poder marcó el principio de la
edad media. A medida que crecía su poder, las tinieblas se hacían más
densas. La fe pasó de Cristo, el verdadero fundamento, al papa de
Roma. En vez de confiar en el Hijo de Dios para obtener el perdón de
sus pecados y la salvación eterna, el pueblo recurría al papa y a los
sacerdotes y prelados a quienes él invistiera de autoridad. Se le
enseñó que el papa era su mediador terrenal y que nadie podía
acercarse a Dios sino por medio de él, y andando el tiempo se le
enseñó también que para los fieles el papa ocupaba el lugar de Dios y
que por lo tanto debían obedecerle implícitamente. Con sólo desviarse
de sus disposiciones se hacían acreedores a los más severos castigos
que debían imponerse a los cuerpos y almas de los transgresores. Así
fueron los espíritus de los hombres desviados de Dios y dirigidos
hacia hombres falibles y crueles; sí, aun más, hacia el mismo príncipe
de las tinieblas que ejercía su poder por intermedio de ellos. El
pecado se disfrazaba como manto de santidad. Cuando las Santas
Escrituras se suprimen y el hombre llega a considerarse como ente
supremo, ¿qué otra cosa puede esperarse sino fraude, engaño y
degradante iniquidad? Al ensalzarse las leyes y las tradiciones
humanas, se puso de manifiesto la corrupción que resulta siempre del
menosprecio de la ley de Dios.
Días azarosos fueron aquéllos para la iglesia de Cristo. Pocos, en
verdad, eran los sostenedores de la fe. Aun cuando la verdad no quedó
sin testigos, a veces parecía que el error y la superstición
concluirían por prevalecer completamente y que la verdadera religión
iba a ser desarraigada de la tierra. El Evangelio se perdía de vista
mientras que las formas de religión se multiplicaban, y la gente se
veía abrumada bajo el peso de exacciones rigurosas.
No sólo se le enseñaba a ver en el papa a su mediador, sino aun a
confiar en sus propias obras para la expiación del pecado. Largas
peregrinaciones, obras de penitencia, la adoración de reliquias, la
construcción de templos, relicarios y altares, la donación de grandes
sumas a la iglesia,—todas estas cosas y muchas otras parecidas les
eran impuestas a los fieles para aplacar la ira de Dios o para
asegurarse su favor; ¡como si Dios, a semejanza de los hombres, se
enojara por pequeñeces, o pudiera ser apaciguado por regalos y
penitencias!
Por más que los vicios prevalecieran, aun entre los jefes de la
iglesia romana, la influencia de ésta parecía ir siempre en aumento. A
fines del siglo VIII los partidarios del papa empezaron a sostener que
en los primeros tiempos de la iglesia tenían los obispos de Roma el
mismo poder espiritual que a la fecha se arrogaban. Para dar a su
aserto visos de autoridad, había que valerse de algunos medios, que
pronto fueron sugeridos por el padre de la mentira. Los monjes
fraguaron viejos manuscritos. Se descubrieron decretos conciliares de
los que nunca se había oído hablar hasta entonces y que establecían la
supremacía universal del papa desde los primeros tiempos. Y la iglesia
que había rechazado la verdad, aceptó con avidez estas imposturas.
Los pocos fieles que edificaban sobre el cimiento verdadero 1
Corintios 3:10, 11, estaban perplejos y trabados, pues los escombros
de las falsas doctrinas entorpecían el trabajo. Como los constructores
de los muros de Jerusalén en tiempo de Nehemías, algunos estaban por
exclamar: "Las fuerzas de los acarreadores se han enflaquecido, y el
escombro es mucho, y no podemos edificar el muro." Nehemías 4:10.
Debilitados por el constante esfuerzo que hacían contra la
persecución, el engaño, la iniquidad y todos los demás obstáculos que
Satanás inventara para detener su avance, algunos de los que habían
sido fieles edificadores llegaron a desanimarse, y por amor a la paz y
a la seguridad de sus propiedades y de sus vidas se apartaron del
fundamento verdadero. Otros, sin dejarse desalentar por la oposición
de sus enemigos, declararon sin temor: "No temáis delante de ellos:
acordaos del Señor grande y terrible" (vers. 14), y cada uno de los
que trabajaban tenía la espada ceñida. Efesios 6:17.
En todo tiempo el mismo espíritu de odio y de oposición a la verdad
inspiró a los enemigos de Dios, y los siervos de él necesitaron la
misma vigilancia y fidelidad. Las palabras de Cristo a sus primeros
discípulos se aplicarán a cuantos le sigan, hasta el fin de los
tiempos: "Y lo que os digo a vosotros, a todos lo digo: ¡Velad!"
Marcos 13:37.
Las tinieblas parecían hacerse más densas. La adoración de las
imágenes se hizo más general. Se les encendían velas y se les ofrecían
oraciones. Llegaron a prevalecer las costumbres más absurdas y
supersticiosas. Los espíritus estaban tan completamente dominados por
la superstición, que la razón misma parecía haber perdido su poder.
Mientras que los sacerdotes y los obispos eran amantes de los
placeres, sensuales y corrompidos, sólo podía esperarse del pueblo que
acudía a ellos en busca de dirección, que siguiera sumido en la
ignorancia y en los vicios.
Las pretensiones papales dieron otro paso más cuando en el siglo XI el
papa Gregorio VII proclamó la perfección de la iglesia romana. Entre
las proposiciones que él expuso había una que declaraba que la iglesia
no había errado nunca ni podía errar, según las Santas Escrituras.
Pero las pruebas de la Escritura faltaban para apoyar el aserto. El
altivo pontífice reclamaba además para sí el derecho de deponer
emperadores, y declaraba que ninguna sentencia pronunciada por él
podía ser revocada por hombre alguno, pero que él tenía la
prerrogativa de revocar las decisiones de todos los demás.
El modo en que trató al emperador alemán Enrique IV nos pinta a lo
vivo el carácter tiránico de este abogado de la infalibilidad papal.
Por haber intentado desobedecer la autoridad papal, dicho monarca fue
excomulgado y destronado. Aterrorizado ante la deserción de sus
propios príncipes que por orden papal fueron instigados a rebelarse
contra él, Enrique sintió la necesidad de hacer las paces con Roma.
Acompañado de su esposa y de un fiel sirviente, cruzó los Alpes en
pleno invierno para humillarse ante el papa. Habiendo llegado al
castillo donde Gregorio se había retirado, fue conducido, despojado de
sus guardas, a un patio exterior, y allí, en el crudo frío del
invierno, con la cabeza descubierta, los pies descalzos y
miserablemente vestido, esperó el permiso del papa para llegar a su
presencia. Sólo después que hubo pasado así tres días, ayunando y
haciendo confesión, condescendió el pontífice en perdonarle. Y aun
entonces fuéle concedida esa gracia con la condición de que el
emperador esperaría la venia del papa antes de reasumir las insignias
reales o de ejercer su poder. Y Gregorio, envanecido con su triunfo,
se jactaba de que era su deber abatir la soberbia de los reyes.
¡Cuán notable contraste hay entre el despótico orgullo de tan altivo
pontífice y la mansedumbre y humildad de Cristo, quien se presenta a
sí mismo como llamando a la puerta del corazón para ser admitido en él
y traer perdón y paz, y enseñó a sus discípulos: "El que quisiere
entre vosotros ser el primero, será vuestro siervo"! Mateo 20:27.
Los siglos que se sucedieron presenciaron un constante aumento del
error en las doctrinas sostenidas por Roma. Aun antes del
establecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos
habían recibido atención y ejercido influencia dentro de la iglesia.
Muchos de los que profesaban ser convertidos se aferraban aún a los
dogmas de su filosofía pagana, y no sólo seguían estudiándolos ellos
mismos sino que inducían a otros a que los estudiaran también a fin de
extender su influencia entre los paganos. Así se introdujeron graves
errores en la fe cristiana. Uno de los principales fue la creencia en
la inmortalidad natural del hombre y en su estado consciente después
de la muerte. Esta doctrina fue la base sobre la cual Roma estableció
la invocación de los santos y la adoración de la virgen María. De la
misma doctrina se derivó también la herejía del tormento eterno para
los que mueren impenitentes, que muy pronto figuró en el credo
papal.
De este modo se preparó el camino para la introducción de otra
invención del paganismo, a la que Roma llamó purgatorio, y de la que
se valió para aterrorizar a las muchedumbres crédulas y
supersticiosas. Con esta herejía Roma afirma la existencia de un lugar
de tormento, en el que las almas de los que no han merecido eterna
condenación han de ser castigadas por sus pecados, y de donde, una vez
limpiadas de impureza, son admitidas en el cielo. (Véase el
Apéndice.)
Una impostura más necesitaba Roma para aprovecharse de los temores y
de los vicios de sus adherentes. Fue ésta la doctrina de las
indulgencias. A todos los que se alistasen en las guerras que
emprendía el pontífice para extender su dominio temporal, castigar a
sus enemigos o exterminar a los que se atreviesen a negar su
supremacía espiritual, se concedía plena remisión de los pecados
pasados, presentes y futuros, y la condonación de todas las penas y
castigos merecidos. Se enseñó también al pueblo que por medio de pagos
hechos a la iglesia podía librarse uno del pecado y librar también a
las almas de sus amigos difuntos entregadas a las llamas del
purgatorio. Por estos medios llenaba Roma sus arcas y sustentaba la
magnificencia, el lujo y los vicios de los que pretendían ser
representantes de Aquel que no tuvo donde recostar la cabeza.
La institución bíblica de la Cena del Señor fue substituída por el
sacrificio idolátrico de la misa. Los sacerdotes papales aseveraban
que con sus palabras podían convertir el pan y el vino en "el cuerpo y
sangre verdaderos de Cristo." (Cardenal Wiseman, The Real Presence of
the Body and Blood of our Lord Jesus Christ in the Blessed Eucharist,
Proved From Scripture, Confer. 8, sec. 3, párr. 26.) Con blasfema
presunción se arrogaban el poder de crear a Dios, Creador de todo. Se
les obligaba a los cristianos, so pena de muerte, a confesar su fe en
esta horrible herejía que afrentaba al cielo. Muchísimos que se
negaron a ello fueron entregados a las llamas.
En el siglo XIII se estableció la más terrible de las maquinaciones
del papado: la Inquisición. El príncipe de las tinieblas obró de
acuerdo con los jefes de la jerarquía papal. En sus concilios
secretos, Satanás y sus ángeles gobernaron los espíritus de los
hombres perversos, mientras que invisible acampaba entre ellos un
ángel de Dios que llevaba apunte de sus malvados decretos y escribía
la historia de hechos por demás horrorosos para ser presentados a la
vista de los hombres. "Babilonia la grande" fue "embriagada de la
sangre de los santos." Los cuerpos mutilados de millones de mártires
clamaban a Dios venganza contra aquel poder apóstata.
El papado había llegado a ejercer su despotismo sobre el mundo. Reyes
y emperadores acataban los decretos del pontífice romano. El destino
de los hombres, en este tiempo y para la eternidad, parecía depender
de su albedrío. Por centenares de años las doctrinas de Roma habían
sido extensa e implícitamente recibidas, sus ritos cumplidos con
reverencia y observadas sus fiestas por la generalidad. Su clero era
colmado de honores y sostenido con liberalidad. Nunca desde entonces
ha alcanzado Roma tan grande dignidad, magnificencia, ni poder.
Mas "el apogeo del papado fue la medianoche del mundo." (Wylie, The
History of Protestantism, libro 1, cap. 4.) Las Sagradas Escrituras
eran casi desconocidas no sólo de las gentes sino de los mismos
sacerdotes. A semejanza de los antiguos fariseos, los caudillos
papales aborrecían la luz que habría revelado sus pecados. Rechazada
la ley de Dios, modelo de justicia, ejercieron poderío sin límites y
practicaron desenfrenadamente los vicios. Prevalecieron el fraude, la
avaricia y el libertinaje. Los hombres no retrocedieron ante ningún
crimen que pudiese darles riquezas o posición. Los palacios de los
papas y de los prelados eran teatro de los más viles excesos. Algunos
de los pontífices reinantes se hicieron reos de crímenes tan
horrorosos que los gobernantes civiles tuvieron que procurar deponer a
dichos dignatarios de la iglesia como monstruos demasiado viles para
ser tolerados. Durante siglos Europa no progresó en las ciencias, ni
en las artes, ni en la civilización. La cristiandad quedó moral e
intelectualmente paralizada.
La condición en que el mundo se encontraba bajo el poder romano
resultaba ser el cumplimiento espantoso e impresionante de las
palabras del profeta Oseas: "Mi pueblo está destruído por falta de
conocimiento. Por cuanto tú has rechazado con desprecio el
conocimiento de Dios, yo también te rechazaré; . . . puesto que te has
olvidado de la ley de tu Dios, me olvidaré yo también de tus hijos."
"No hay verdad, y no hay misericordia, y no hay conocimiento de Dios
en la tierra. ¡No hay más que perjurio, y mala fe, y homicidio, y
hurto y adulterio! ¡rompen por todo; y un charco de sangre toca a
otro!" Oseas 4.6, 1, 2. Tales fueron los resultados de haber
desterrado la Palabra de Dios.
LA IMPORTANCIA DE LA PROFECIA
"Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios: mas las
reveladas son para nosotros y para nuestros hijos por siempre, para
que cumplamos todas las palabras de esta ley." Dueteronomio 29:29.
"La revelación de Jesucristo, que Dios le dió, para manifestar a sus
siervos las cosas que deben suceder presto; y la declaró, enviándola
por su ángel a Juan su siervo." Apocalipsis 1:1.
"Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta
profecía, y guardan las cosas en ella escritas: porque el tiempo está
cerca." Apocalipsis 1:3.
"Porque la profecía no fue en los tiempos pasados traída por voluntad
humana, sino los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados del
Espíritu Santo." 2 Pedro 1:21.