Sentado en el Monte de los Olivos, Jesús profetizó a sus discípulos,
lo que sucedería en el futuro. El pudo ver las tormentas que estaban
listas para caer sobre la joven iglesia; y, viendo hacia el futuro,
sus ojos podían ver las violentas y desoladoras tempestades que iban a
batir sobre sus seguidores en los años de obscuridad que se acercaban
—
Ud. leerá la historia del torbellino que vino; la historia de por qué
vino; la historia de hombres y mujeres que lo vivieron—y murieron en
él —
Cuando Jesús reveló a sus discípulos la suerte de Jerusalén y los
acontecimientos de la segunda venida, predijo también lo que habría de
experimentar su pueblo desde el momento en que él sería quitado de en
medio de ellos, hasta el de su segunda venida en poder y gloria para
libertarlos. Desde el monte de los Olivos vió el Salvador las
tempestades que iban a azotar a la iglesia apostólica y, penetrando
aún más en lo porvenir, su ojo vislumbró las fieras y desoladoras
tormentas que se desatarían sobre sus discípulos en los tiempos de
obscuridad y de persecución que habían de venir. En unas cuantas
declaraciones breves, de terrible significado, predijo la medida de
aflicción que los gobernantes del mundo impondrían a la iglesia de
Dios. Mateo 24:9, 21, 22. Los discípulos de Cristo habrían de recorrer
la misma senda de humillación, escarnio y sufrimientos que a él le
tocaba pisar. La enemistad que contra el Redentor se despertara, iba a
manifestarse contra todos los que creyesen en su nombre.
La historia de la iglesia primitiva atestigua que se cumplieron las
palabras del Salvador. Los poderes de la tierra y del infierno se
coligaron para atacar a Cristo en la persona de sus discípulos. El
paganismo previó que de triunfar el Evangelio, sus templos y sus
altares serían derribados, y reunió sus fuerzas para destruir el
cristianismo. Encendióse el fuego de la persecución. Los cristianos
fueron despojados de sus posesiones y expulsados de sus hogares. Todos
ellos sufrieron "gran combate de aflicciones." "Experimentaron
vituperios y azotes; y a más de esto prisiones y cárceles." Hebreos
10:32; 11:36. Muchos sellaron su testimonio con su sangre. Nobles y
esclavos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, todos eran muertos sin
misericordia.
Estas persecuciones que empezaron bajo el imperio de Nerón, cerca del
tiempo del martirio de Pablo, continuaron con mayor o menor furia por
varios siglos. Los cristianos eran inculpados calumniosamente de los
más espantosos crímenes y eran señalados como la causa de las mayores
calamidades: hambres, pestes y terremotos. Como eran objeto de los
odios y sospechas del pueblo, no faltaban los delatores que por vil
interés estaban listos para vender a los inocentes. Se los condenaba
como rebeldes contra el imperio, enemigos de la religión y azotes de
la sociedad. Muchos eran arrojados a las fieras o quemados vivos en
los anfiteatros. Algunos eran crucificados; a otros los cubrían con
pieles de animales salvajes y los echaban a la arena para ser
despedazados por los perros. Estos suplicios constituían a menudo la
principal diversión en las fiestas populares. Grandes muchedumbres
solían reunirse para gozar de semejantes espectáculos y saludaban la
agonía de los moribundos con risotadas y aplausos.
Doquiera fuesen los discípulos de Cristo en busca de refugio, se les
perseguía como a animales de rapiña. Se vieron pues, obligados a
buscar escondite en lugares desolados y solitarios. Anduvieron
"destituidos, afligidos, maltratados (de los cuales el mundo no era
digno), andando descaminados por los desiertos y por las montañas, y
en las cuevas y en las cavernas de la tierra." Hebreos 11:37, 38. Las
catacumbas ofrecieron refugio a millares de cristianos. Debajo de los
cerros, en las afueras de la ciudad de Roma, se habían cavado a través
de tierra y piedra largas galerías subterráneas, cuya obscura e
intrincada red se extendía leguas más allá de los muros de la ciudad.
En estos retiros los discípulos de Cristo sepultaban a sus muertos y
hallaban hogar cuando se sospechaba de ellos y se los proscribía.
Cuando el Dispensador de la vida despierte a los que pelearon la buena
batalla, muchos mártires de la fe de Cristo se levantarán de entre
aquellas cavernas tenebrosas.
En las persecuciones más encarnizadas, estos testigos de Jesús
conservaron su fe sin mancha. A pesar de verse privados de toda
comodidad y aun de la luz del sol mientras moraban en el obscuro pero
benigno seno de la tierra, no profirieron quejas. Con palabras de fe,
paciencia y esperanza, se animaban unos a otros para soportar la
privación y la desgracia. La pérdida de todas las bendiciones
temporales no pudo obligarlos a renunciar a su fe en Cristo. Las
pruebas y la persecución no eran sino peldaños que los acercaban más
al descanso y a la recompensa.
Como los siervos de Dios en los tiempos antiguos, muchos "fueron
muertos a palos, no admitiendo la libertad, para alcanzar otra
resurrección mejor" (Vers. 35). Recordaban que su Maestro había dicho
que cuando fuesen perseguidos por causa de Cristo debían regocijarse
mucho, pues grande sería su galardón en los cielos; porque así fueron
perseguidos los profetas antes que ellos. Se alegraban de que se los
hallara dignos de sufrir por la verdad, y entonaban cánticos de
triunfo en medio de las crepitantes hogueras. Mirando hacia arriba por
la fe, veían a Cristo y a los ángeles que desde las almenas del cielo
los observaban con el mayor interés y apreciaban y aprobaban su
entereza. Descendía del trono de Dios hasta ellos una voz que decía:
"Sé fiel hasta la muerte, y Yo te daré la corona de la vida."
Apocalipsis 2:10.
Vanos eran los esfuerzos de Satanás para destruir la iglesia de Cristo
por medio de la violencia. La gran lucha en que los discípulos de
Jesús entregaban la vida, no cesaba cuando estos fieles
portaestandartes caían en su puesto. Triunfaban por su derrota. Los
siervos de Dios eran sacrificados, pero su obra seguía siempre
adelante. El Evangelio cundía más y más, y el número de sus adherentes
iba en aumento. Alcanzó hasta las regiones inaccesibles para las
águilas de Roma. Dijo un cristiano, reconviniendo a los jefes paganos
que atizaban la persecución: "Atormentadnos, condenadnos,
desmenuzadnos, que vuestra maldad es la prueba de nuestra inocencia..
. . De nada os vale . . . vuestra crueldad." No era más que una
instigación más poderosa para traer a otros a su fe. "Más somos cuanto
derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es
semilla."—Tertuliano, Apología, párr. 50.
Miles de cristianos eran encarcelados y muertos, pero otros los
reemplazaban. Y los que sufrían el martirio por su fe quedaban
asegurados para Cristo y tenidos por él como conquistadores. Habían
peleado la buena batalla y recibirían la corona de gloria cuando
Cristo viniese. Los padecimientos unían a los cristianos unos con
otros y con su Redentor. El ejemplo que daban en vida y su testimonio
al morir eran una constante atestación de la verdad; y donde menos se
esperaba, los súbditos de Satanás abandonaban su servicio y se
alistaban bajo el estandarte de Cristo.
En vista de esto Satanás se propuso oponerse con más éxito al gobierno
de Dios implantando su bandera en la iglesia cristiana. Si podía
engañar a los discípulos de Cristo e inducirlos a ofender a Dios,
decaerían su resistencia, su fuerza y su estabilidad y ellos mismos
vendrían a ser presa fácil.
El gran adversario se esforzó entonces por obtener con artificios lo
que no consiguiera por la violencia. Cesó la persecución y la
reemplazaron las peligrosas seducciones de la prosperidad temporal y
del honor mundano. Los idólatras fueron inducidos a aceptar parte de
la fe cristiana, al par que rechazaban otras verdades esenciales.
Profesaban aceptar a Jesús como Hijo de Dios y creer en su muerte y en
su resurrección, pero no eran convencidos de pecado ni sentían
necesidad de arrepentirse o de cambiar su corazón. Habiendo hecho
algunas concesiones, propusieron que los cristianos hicieran las suyas
para que todos pudiesen unirse en el terreno común de la fe en
Cristo.
La iglesia se vió entonces en gravísimo peligro, y en comparación con
él, la cárcel, las torturas, el fuego y la espada, eran bendiciones.
Algunos cristianos permanecieron firmes, declarando que no podían
transigir. Otros se declararon dispuestos a ceder o a modificar en
algunos puntos su confesión de fe y a unirse con los que habían
aceptado parte del cristianismo, insistiendo en que ello podría
llevarlos a una conversión completa. Fue un tiempo de profunda
angustia para los verdaderos discípulos de Cristo. Bajo el manto de un
cristianismo falso, Satanás se introducía en la iglesia para corromper
la fe de los creyentes y apartarlos de la Palabra de verdad.
La mayoría de los cristianos consintieron al fin en arriar su bandera,
y se realizó la unión del cristianismo con el paganismo. Aunque los
adoradores de los ídolos profesaban haberse convertido y unido con la
iglesia, seguían aferrándose a su idolatría, y sólo habían cambiado
los objetos de su culto por imágenes de Jesús y hasta de María y de
los santos. La levadura de la idolatría, introducida de ese modo en la
iglesia, prosiguió su funesta obra. Doctrinas falsas, ritos
supersticiosos y ceremonias idolátricas se incorporaron en la fe y en
el culto cristiano. Al unirse los discípulos de Cristo con los
idólatras, la religión cristiana se corrompió y la iglesia perdió su
pureza y su fuerza. Hubo sin embargo creyentes que no se dejaron
extraviar por esos engaños y adorando sólo a Dios, se mantuvieron
fieles al Autor de la verdad.
Entre los que profesan el cristianismo ha habido siempre dos
categorías de personas: la de los que estudian la vida del Salvador y
se afanan por corregir sus defectos y asemejarse al que es nuestro
modelo; y la de aquellos que rehuyen las verdades sencillas y
prácticas que ponen de manifiesto sus errores. Aun en sus mejores
tiempos la iglesia no contó exclusivamente con fieles verdaderos,
puros y sinceros. Nuestro Salvador enseñó que no se debe recibir en la
iglesia a los que pecan voluntariamente; no obstante, unió consigo
mismo a hombres de carácter defectuoso y les concedió el beneficio de
sus enseñanzas y de su ejemplo, para que tuviesen oportunidad de ver
sus faltas y enmendarlas. Entre los doce apóstoles hubo un traidor.
Judas fue aceptado no a causa de los defectos de su carácter, sino a
pesar de ellos. Estuvo unido con los discípulos para que, por la
instrucción y el ejemplo de Cristo, aprendiese lo que constituye el
carácter cristiano y así pudiese ver sus errores, arrepentirse y, con
la ayuda de la gracia divina, purificar su alma obedeciendo "a la
verdad." Pero Judas no anduvo en aquella luz que tan
misericordiosamente le iluminó; antes bien, abandonándose al pecado
atrajo las tentaciones de Satanás. Los malos rasgos de su carácter
llegaron a predominar; entregó su mente al dominio de las potestades
tenebrosas; se airó cuando sus fallas fueron reprendidas, y fue
inducido a cometer el espantoso crimen de vender a su Maestro. Así
también obran todos los que acarician el mal mientras hacen profesión
de piedad y aborrecen a quienes les perturban la paz condenando su
vida de pecado. Como Judas, en cuanto se les presente la oportunidad,
traicionarán a los que para su bien les han amonestado.
Los apóstoles se opusieron a los miembros de la iglesia que, mientras
profesaban tener piedad, daban secretamente cabida a la iniquidad.
Ananías y Safira fueron engañadores que pretendían hacer un sacrificio
completo delante de Dios, cuando en realidad guardaban para sí con
avaricia parte de la ofrenda. El Espíritu de verdad reveló a los
apóstoles el carácter verdadero de aquellos engañadores, y el juicio
de Dios libró a la iglesia de aquella inmunda mancha que empañaba su
pureza. Esta señal evidente del discernimiento del Espíritu de Cristo
en los asuntos de la iglesia, llenó de terror a los hipócritas y a los
obradores de maldad. No podrán éstos seguir unidos a los que eran, en
hábitos y en disposición, fieles representantes de Cristo; y cuando
las pruebas y la persecución vinieron sobre éstos, sólo los que
estaban resueltos a abandonarlo todo por amor a la verdad, quisieron
ser discípulos de Cristo. De modo que mientras continuó la persecución
la iglesia permaneció relativamente pura; pero al cesar aquélla se
adhirieron a ésta conversos menos sinceros y consagrados, y quedó
preparado el terreno para la penetración de Satanás.
Pero no hay unión entre el Príncipe de luz y el príncipe de las
tinieblas, ni puede haberla entre los adherentes del uno y los del
otro. Cuando los cristianos consintieron en unirse con los paganos que
sólo se habían convertido a medias, entraron por una senda que les
apartó más y más de la verdad. Satanás se alegró mucho de haber
logrado engañar a tan crecido número de discípulos de Cristo; luego
ejerció aun más su poder sobre ellos y los indujo a perseguir a los
que permanecían fieles a Dios. Los que habían sido una vez defensores
de la fe cristiana eran los que mejor sabían cómo combatirla y estos
cristianos apóstatas, junto con sus compañeros semipaganos, dirigieron
sus ataques contra los puntos más esenciales de las doctrinas de
Cristo.
Fue necesario sostener una lucha desesperada por parte de los que
deseaban ser fieles y firmes, contra los engaños y las abominaciones
que, envueltos en las vestiduras sacerdotales se introducían en la
iglesia. La Biblia no fue aceptada como regla de fe. A la doctrina de
la libertad religiosa se la llamó herejía, y sus sostenedores fueron
aborrecidos y proscritos.
Tras largo y tenaz conflicto, los pocos que permanecían fieles
resolvieron romper toda unión con la iglesia apóstata si ésta rehusaba
aún desechar la falsedad y la idolatría. Y es que vieron que dicho
rompimiento era de todo punto necesario si querían obedecer la Palabra
de Dios. No se atrevían a tolerar errores fatales para sus propias
almas y dar así un ejemplo que ponía en peligro la fe de sus hijos y
la de los hijos de sus hijos. Para asegurar la paz y la unidad estaban
dispuestos a cualquier concesión que no contrariase su fidelidad a
Dios, pero les parecía que sacrificar un principio por amor a la paz
era pagar un precio demasiado alto. Si no se podía asegurar la unidad
sin comprometer la verdad y la justicia, más valía que siguiesen las
diferencias y aun la guerra.
Bueno sería para la iglesia y para el mundo que los principios que
aquellas almas vigorosas sostuvieron revivieran hoy en los corazones
de los profesos hijos de Dios. Nótase hoy una alarmante indiferencia
respecto de las doctrinas que son como las columnas de la fe
cristiana. Está ganando más y más terreno la opinión de que, al fin y
al cabo, dichas doctrinas no son de vital importancia. Semejante
degeneración del pensamiento fortalece las manos de los agentes de
Satanás, de modo que las falsas teorías y los fatales engaños que en
otros tiempos eran rebatidos por los fieles que exponían la vida para
resistirlos, encuentran ahora aceptación por parte de miles y miles
que declaran ser discípulos de Cristo.
No hay duda de que los cristianos primitivos fueron un pueblo
peculiar. Su conducta intachable y su fe inquebrantable constituían un
reproche continuo que turbaba la paz del pecador. Aunque pocos en
número, escasos de bienes, sin posición ni títulos honoríficos,
aterrorizaban a los obradores de maldad dondequiera que fueran
conocidos su carácter y sus doctrinas. Por eso los odiaban los impíos,
como Abel fue aborrecido por el impío Caín. Por el mismo motivo que
tuvo Caín para matar a Abel, los que procuraban librarse de la
influencia refrenadora del Espíritu Santo daban muerte a los hijos de
Dios. Por ese mismo motivo los judíos habían rechazado y crucificado
al Salvador, es a saber, porque la pureza y la santidad del carácter
de éste constituían una reprensión constante para su egoísmo y
corrupción. Desde el tiempo de Cristo hasta hoy, sus verdaderos
discípulos han despertado el odio y la oposición de los que siguen con
deleite los senderos del mal.
¿Cómo pues, puede llamarse el Evangelio un mensaje de paz? Cuando
Isaías predijo el nacimiento del Mesías, le confirió el título de
"Príncipe de Paz." Cuando los ángeles anunciaron a los pastores que
Cristo había nacido, cantaron sobre los valles de Belén: "Gloria en
las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena voluntad para con los
hombres." Lucas 2:14. Hay contradicción aparente entre estas
declaraciones proféticas y las palabras de Cristo: "No vine a traer
paz, sino espada." Mateo 10:34. Pero si se las entiende correctamente,
se nota armonía perfecta entre ellas. El Evangelio es un mensaje de
paz. El cristianismo es un sistema que, de ser recibido y practicado,
derramaría paz, armonía y dicha por toda la tierra. La religión de
Cristo unirá en estrecha fraternidad a todos los que acepten sus
enseñanzas. La misión de Jesús consistió en reconciliar a los hombres
con Dios, y así a unos con otros; pero el mundo en su mayoría se halla
bajo el dominio de Satanás, el enemigo más encarnizado de Cristo. El
Evangelio presenta a los hombres principios de vida que contrastan por
completo con sus hábitos y deseos, y por esto se rebelan contra él.
Aborrecen la pureza que pone de manifiesto y condena sus pecados, y
persiguen y dan muerte a quienes los instan a reconocer sus sagrados y
justos requerimientos. Por esto, es decir, por los odios y disensiones
que despiertan las verdades que trae consigo, el Evangelio se llama
una espada.
La providencia misteriosa que permite que los justos sufran
persecución por parte de los malvados, ha sido causa de gran
perplejidad para muchos que son débiles en la fe. Hasta los hay que se
sienten tentados a abandonar su confianza en Dios porque él permite
que los hombres más viles prosperen, mientras que los mejores y los
más puros sean afligidos y atormentados por el cruel poderío de
aquéllos. ¿Cómo es posible, dicen ellos, que Uno que es todo justicia
y misericordia y cuyo poder es infinito tolere tanta injusticia y
opresión? Es una cuestión que no nos incumbe. Dios nos ha dado
suficientes evidencias de su amor, y no debemos dudar de su bondad
porque no entendamos los actos de su providencia. Previendo las dudas
que asaltarían a sus discípulos en días de pruebas y obscuridad, el
Salvador les dijo: "Acordaos de la palabra que yo os he dicho: No es
el siervo mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a
vosotros perseguirán." Juan 15:20. Jesús sufrió por nosotros más de lo
que cualquiera de sus discípulos pueda sufrir al ser víctima de la
crueldad de los malvados. Los que son llamados a sufrir la tortura y
el martirio, no hacen más que seguir las huellas del amado Hijo de
Dios.
"El Señor no tarda su promesa." 2 Pedro 3:9. El no se olvida de sus
hijos ni los abandona, pero permite a los malvados que pongan de
manifiesto su verdadero carácter para que ninguno de los que quieran
hacer la voluntad de Dios sea engañado con respecto a ellos. Además,
los rectos pasan por el horno de la aflicción para ser purificados y
para que por su ejemplo otros queden convencidos de que la fe y la
santidad son realidades, y finalmente para que su conducta intachable
condene a los impíos y a los incrédulos.
Dios permite que los malvados prosperen y manifiesten su enemistad
contra él, para que cuando hayan llenado la medida de su iniquidad,
todos puedan ver la justicia y la misericordia de Dios en la completa
destrucción de aquéllos. Pronto llega el día de la venganza del Señor,
cuando todos los que hayan transgredido su ley y oprimido a su pueblo
recibirán la justa recompensa de sus actos; cuando todo acto de
crueldad o de injusticia contra los fieles de Dios será castigado como
si hubiera sido hecho contra Cristo mismo.
Otro asunto hay de más importancia aún, que debería llamar la atención
de las iglesias en el día de hoy. El apóstol Pablo declara que "todos
los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán
persecución." 2 Timoteo 3:12. ¿Por qué, entonces, parece adormecida la
persecución en nuestros días? El único motivo es que la iglesia se ha
conformado a las reglas del mundo y por lo tanto no despierta
oposición. La religión que se profesa hoy no tiene el carácter puro y
santo que distinguiera a la fe cristiana en los días de Cristo y sus
apóstoles. Si el cristianismo es aparentemente tan popular en el
mundo, ello se debe tan sólo al espíritu de transigencia con el
pecado, a que las grandes verdades de la Palabra de Dios son miradas
con indiferencia, y a la poca piedad vital que hay en la iglesia.
Revivan la fe y el poder de la iglesia primitiva, y el espíritu de
persecución revivirá también y el fuego de la persecución volverá a
encenderse.
"1. Una gran señal apareció en el cielo. Una mujer (la Iglesia
verdadera) vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre su
cabeza una corona de doce estrellas.
2. Estaba encinta, (primera venida de Cristo) y clamaba con dolores,
porque estaba por dar a luz.
3. Entonces apareció otra señal en el cielo. Un gran dragón rojo,
(Satanás) . . Y el dragón se paró ante la mujer que estaba por dar a
luz, a fin de devorar a su Hijo en cuanto naciera.
5. Y ella dió a luz un Hijo varón, que había de regir a todas las
naciones con vara de hierro. Y su Hijo fue arrebatado para Dios y para
su trono.
6. Y la mujer huyó al desierto, a un lugar preparado por Dios, para
que allí la sustenten durante 1.260 días . .
11. Ellos lo han vencido por la sangre del Cordero y por la palabra
del testimonio de ellos, y no amaron su propia vida ni aun ante la
muerte. Por eso, ¡alegraos, cielos, y los que habitáis en ellos!
12. ¡Ay de la tierra y el mar! Porque el diablo ha descendido a
vosotros, con gran furor, al saber que le queda poco tiempo . .
13. Cuando el dragón vió que él había sido arrojado a la tierra,
persiguió a la mujer que había dado a luz al varón.
14. Pero le fueron dadas a la mujer dos alas de una gran águila, para
que volara de la presencia de la serpiente, al desierto, a su lugar,
donde es sustentada por un tiempo, tiempos, y medio tiempo.
15. Entonces la serpiente echó de su boca tras la mujer, agua como un
río, para que fuese arrastrada por el río.
16. Pero la tierra ayudó a la mujer. La tierra abrió su boca y sorbió
el río que el dragón había arrojado de su boca.
17. Entonces el dragón se airó contra la mujer, y fue a combatir al
resto de sus hijos, los que guardan los Mandamientos de Dios y tienen
el testimonio de Jesús." Apocalipsis 12:1-17